28/12/09

Anacronismo (o Escrito hipóxico II)

Como si fuera fin de año, como si luego viniera otro año, así, con un empujoncito, con un Rutsch ins neue Jahr, como sin querer aunque queriendo para que el espíritu, la cabeza, o quizá simplemente el estómago, no suelte la calculadora de los anhelos y que todos los deseos se cumplan, igual a la tabula rasa de Locke, como bebitos que cada año vienen al mundo y comienzan a acumular experiencias, a asociarlas, a originar pensamientos, así ocurre con la vida, así otros creen en ciclos, siempre es más fácil decir que las cosas son iguales, preguntar a los nominalistas, que andan cargados de navajas que recortan el mundo de los entes, sin mirar si son autónomos o no; la calculadora de los deseos, pero si todo tiempo pasado fue mejor la calculadora debe incluir números enteros, porque los otros -incluidos los primitos- sólo pueden ser positivos, vamos manoteando inocentemente engaña-pichangas cada vez más estilizados, cada vez más vacuos pero ubicuos, porque de última, como las hormiguitas estamos todos revolviéndonos en los túneles de tierra, tratando de cargar siempre menos de hasta seis veces nuestro peso por las hernias porque los años no vienen solos (cada año se agrega una pieza más a la figura de la hoz sin martillo, porque como dijo cierto ensayista, estamos prontos para reconvertirnos en humus desde el primer berrido) porque cada año practicamos el ritual de lo habitual para recordarnos a nosotros sin necesidad de jugar a Narciso siendo más Narcisos que nunca, creyendo hasta cuando no creemos, pensando que somos mejores para que por las noches el colchón nos acoja sin demasiadas preguntas, asegurándonos telepáticamente que la llave que guarda nuestros secretos más ocultos esté a resguardo, para que nadie sea capaz de entrever lo único nuestro, que son nuestros fantasmas, esos que nos acompañan y a los que no podemos engañar como nos engañamos hasta a nosotros mismos...
(Con ligeras variaciones originalmente cierto 28 de diciembre de 2008)

19/12/09

Paréntesis

(Hoy sólo escribo entre paréntesis. Es una excusa. Escribir. Es algo que podemos dejar a un lado. Leer. Normalmente una aclaración, algo prescindible, la parte del libro que te podés saltar sin sentir remordimientos ni cargos de conciencia. Hoy escribo entre paréntesis y recuerdo que la vida es un paréntesis, según cantaba el escritor. Hoy es un día como cualquier otro. Para mí estará entre paréntesis. La rutina también, como un día que se levanta con el pie izquierdo. Pero no es señal de mala suerte, es sólo eso. Como todo en la vida, hay un punto que se resume en tomar o dejar. Los términos medios son para los débiles, para los que no son un espíritu libre, en palabras del sabio loco. Yo soy un paréntesis. Vos también, querido prójimo no tan próximo. Hoy la pantalla que exhibe y enmarca lo que leés está entre paréntesis. Nada de lo que hagas saldrá de ellos. Hoy viviremos en un cuadro de Francis Bacon, el mejor retratista del pasado siglo, el que nos mostró tal cual somos, esas masas informes de carne monstruosamente humanas entre finas líneas que como un prisma nos rodean y que bien podrían ser otro juego de paréntesis. Cuando te mires en el espejo, cuanto tu rostro se enfrente a esa imagen especular que incuestionablemente considerás propia pero que no puede serlo porque sólo podés estar en un lugar a un mismo tiempo, dibujale dos líneas convexas a los costados y te vas a dar cuenta de qué estoy hablando. Luego, sin que se lo pidas, ellas te acompañarán, como un ángel de la guarda que tiene la misión de decirte que sos prescindible, un manojo de los cuatro elementos unidos por alguna casualidad a esa suerte de hálito vital y que en algunos casos ni vital es; porque al fin y al cabo, acá estamos de paso y las glorias son para los manuales de historia. Hoy viviremos en una bolsa de basura, el más gráfico ejemplo de un paréntesis de nuestras vidas. Allí echamos todo lo que consideramos inservible y luego lo botamos y abrimos una nueva bolsa, un nuevo par de líneas que encerrarán nuestros futuros desechos. Nos preguntamos de ese modo que no es preguntar nada por el azote del automatismo que esclaviza a las acciones cotidianas si el color, si el material, si el tamaño, si el impacto medioambiental, cuando en realidad de esos paréntesis de plástico lo único que nos interesa es que nos protejan del ataque de las cucarachas. Y me pregunto cuál será la bolsa de basura en la que me muevo, cuál en la que voy a terminar, yo, que también soy desechable. ¿Vos ya sabés cuál es la tuya? Algún día, quién sabe, los paréntesis podrán ser borrados y yo tal vez pueda quitar los que hoy circundan este escrito. Mientras tanto deberé seguir soñando con puertas de la percepción que son derribadas para poder admirar el infinito universo tal cual es. Hasta ese entonces, los límites en los que prefiero no creer, en los que no querés creer, están ahí. Otro secreto innombrable. Hoy es un paréntesis. Fin.)

8/12/09

Concatenación o sin ella

No lo sé, quizá se trate tan sólo de cierta angustia paranoica metaliteraria autodestructiva. Que la pregunta resulta repetida, que haya sido tratada de diferentes maneras, por mentes más, o menos, eruditas o preclaras, no le quita importancia ni relevancia. No al menos para mí, que soy el que la sufre, claro. Porque la verdad es que no sé qué relación hay. Ya el problema arranca con Hume y su tan celebrado juego de billar, que impide tomarse a la ligera eso que se hace llamar principio de causa y efecto. Pero más relevante hoy, aunque de algún modo íntimamente relacionado (lamento la redundancia) como todo lo que atraviesa la mente de una persona, como la obra de un poeta, que es tan sólo una larga poesía con un único tema, que a veces tan sólo puede avizorarse unos cuantos años después de que haya abandonado este gran hospicio; como la obra de un filósofo, que hace que resulte un poco gracioso eso de escuchar lo del primer Wittgenstein y lo del segundo Wittgenstein, por ejemplo. Más relevante es hoy, repito, esa preguntita que Hume se hace, que indaga en el origen de las ideas. ¿De dónde vienen? Freud se habrá zambullido en la profundidades de la psique, pero en todo caso y con todo el aparato explicativo, con las diferentes formas de enfrentar el problema, la pregunta original pervive, porque vengan de donde vengan, los contenidos que invaden nuestra materia gris, sean reprimidos o no, salgan o no de la caverna donde sólo otean las sombras, de algún lado surgen. En el plano que se quiera la concatenación de cosas que suceden dentro de la mente como de aquellas que sucedan fuera de ella, si ello es efectivamente así, puede multiplicarse tanto como se quiera.

Pero, ¿cómo explicar la relación entre mi actual lectura de 2666 de Roberto Bolaño con digamos, que uno de sus personajes se llame Benno von Archimboldi y al otro día de comenzar la novela yo me compre un mueble cuyo modelo lleve por nombre precisamente Benno? ¿Cómo explicar que, según se dice, ese adicto a la música de heavy-metal no tenga alguna relación con que yo me encuentre también al día siguiente hablando en un bar con un ex músico de heavy-metal? ¿Qué decir de que uno de los personajes sufra de esclerosis múltiple, y que tan sólo un par de días antes alguien que conozco me anunciara que le encontraron un tumor de un tamaño mayor al de una pelota de tenis? ¿Por qué tres de los personajes, dos hombres y una mujer, forman un ménage a tròis, cuando en una conversación muy reciente, y un poco a modo de confesión otra persona hiciera mención a una experiencia tal?
Pero si fuera posible hablar de principios, el viernes veo en la biblioteca pública de Munich ¿por casualidad? un libro de Bolaño en los anaqueles de novedades, esbozando una inconfundible portada de la Editorial Anagrama, que me lleva a preguntarme desde cuándo la editorial publica en alemán, para decirme que no, que no puede ser, que ese libro está en español, y confirmarlo. Pero por qué, entonces, lo tomo. Porque es una novedad, porque probablemente me ilusiona la idea de ser el primer lector de dicho libro (cosa que tengo comprobado me ha sucedido en otras ocasiones en otras bibliotecas, pero que ahora, lamentablemente y gracias a los medio informáticos, me es imposible constatar), o porque resulta que Archimboldi es alemán. Está claro que esta novela está catalogada como la obra magna del autor, pero yo ya le había leído otros libros, que dicho sinceramente, me llevaron a preguntarme por qué lo endiosaban, aunque por otro lado me sucedía que no podía detenerme en su lectura una vez comenzados dichos tomos. Tuve que esperar a estar en Alemania, para darme a su lectura.
Y, ¿cómo se relaciona con la lectura de otro libro de otro autor que llevé a cabo hace ya varios años? El libro se titula El Pasado, del escritor argentino Alan Pauls. Yo perseguía a mi corazón, dejaba mi universo material y me jugaba la vida a una sola carta, con un poco de equipaje, y el susodicho libro, un regalo de amigos para el avión, para la vida. En los aviones no puedo dormir, y tengo claro que la receta de bajarse unos faroles del Juancito Caminante pueden ayudar a conciliar el sueño, pero después no me gusta pagar las consecuencias de dormir mal, sufrir de síndrome de cambio de horario (aclaro por las dudas que sí, me estoy refiriendo al internacional jet-lag), y de que mis músculos queden entumecidos por mi falta de entrenamiento en las lides de las bebidas espirituosas destiladas. Así que en medio de un estado que oscila entre la más célebre claustrofobia y cierta ansiedad compulsiva por convertir horas en minutos, me entrego a la lectura, después de desechar la oferta de películas idiotas (que cuando no lo son están soberbiamente editadas para no herir la sensibilidad de algún ser que quiera lanzarse al vacío tras verla vista herida) y de desechar la selección musical (que a veces puede incluir un par de temas que despiertan mi curiosidad) porque mis oídos deben competir en inferioridad de condiciones con el insoportable ruido de las turbinas del avión, más las molestia torturante de los cambios de altura que más parecen ser un enjambre de agujas que irrumpen en mis oídos.
Con El Pasado, me pasó lo que me pasa con 2666, no pude parar de leerla, no pude dejar de pensar en ella durante las pausas obligadas (que en un vuelo básicamente consisten en los momentos de cumplimiento con las obligaciones fisiológicas más las horas de la comida, en donde lógicamente es imposible comer y mantener la lectura. ¿Cómo? ¿Dónde?). Cuando llegué a destino, luego de cumplir con todos los sobreentendidos posteriores a un viaje, prácticamente me encerré a leer la novela, que consta de 506 páginas. En ese sentido, la de Bolaño la doblega.
Pero esto no queda acá, voy a tener que pasar revista a otros elementos que pueden en mayor o menor medida guardar relación entre sí. Por supuesto que el grado de conexión entre dos hechos que logre satisfacer nuestros anhelos lógicos será el que determine nuestro propio diagnóstico sobre el posible mayor o menor grado de cordura que podamos mantener. Pero esto no es relevante. Yo tengo más o menos claro cuál es el diagnóstico en mi caso, pero siendo al mismo tiempo mi autodesignado psiquiatra, al menos mientras no pueda costearme uno que sea externo a mí, y puramente en honor a las formas, debo guardar confidencialidad al respecto.
El Pasado hace referencia, como bien indica su título, al pasado, mientras que 2666 indica una fecha futura. La primera ganó el Premio Herralde de Novela, Bolaño lo hizo con su novela anterior, Los Detectives Salvajes.
En cierto momento me pregunté, apelando a mi memoria, porque como dije, la novela de Pauls la leí hace años, si estos dos escritores, estos dos herejes, no estarían reinterpretando alguna nueva versión de la discusión de los dos teólogos del cuento homónimo de Borges. Uno más académico (Pauls es Licenciado en Letras y es, o ha sido, profesor de Teoría Literaria en la universidad) mientras que el otro tuvo una vida errante y que se le terminó, como se dice, antes de tiempo (su familia tuvo que abandonar Chile y terminó en México, luego él volvió cuando estallaba el golpe de estado en su país, fue capturado pero quedó libre gracias a la gestión de un ex compañero de estudios –que estaba entre sus captores-, luego terminó en España haciendo un poco de esto y un poco de aquello durante cierto tiempo, antes de dedicarse por completo a escribir). El relato de los dos es un viaje a la locura, un descenso a diferentes tipos de infierno, si, más allá de toda ordenación dantesca, ello es posible. En El Pasado se inserta un interesante planteo sobre el arte, pero más curioso aún, en este momento, es la fascinación que ejerce sobre su personaje un cierto pintor. No, no es fascinación, esto debe quedar claro, es una obsesión. En 2666 cuatro críticos que podría decirse que vuelven famoso a un escritor desconocido (¿o es el escritor que los utiliza para volverse famoso?) que responde al nombre del ya mencionado Benno von Archimboldi, y del que nada se sabe, despierta también la obsesión de esos personajes, rige sus vidas de modos misteriosos, ejecuta el papel del titiritero del destino de cada uno de sus críticos. Dicho escritor ¿podría inspirarse en la figura de Thomas Pynchon, uno de los más respetados y admirados novelistas contemporáneos, y de quien muy poco se sabe en lo que respecta a su vida personal, de su actual apariencia; además de que no concede entrevistas y del cual se desconoce su paradero? Lo que se inserta en la obra de Bolaño es un interesante planteo sobre la literatura y sobre el modo en que, o los mecanismos con los que, funciona o puede funcionar. Hace unos años, un autor, creo que David Stove, hacía referencia a la influencia (con cierto dejo totalitarista) de la tradición a la hora de indicarnos (de dictarnos) las lecturas a seguir, señalando (rescatando de la hoguera del olvido de la historia) entre sus lecturas preferidas ciertos escritos de Hume que han sido condenados al olvido, y que para Stove son maravillas literarias con las que dio, digámoslo así, casualmente. De Hume, nada menos. (Y yo me pregunto si al ensalzar las grandes obras que la tradición a dejado de lado, Stove no juguetea a interferir con la tradición justamente para convertirse en ella, para ser el gran nombre que puso en su lugar las obras de Hume a quien nadie antes prestó atención, algo que lo acercaría a los cuatro críticos que protagonizan el primer libro de 2666, pensándolo bien).
El artista plástico que despierta la obsesión del personaje de El Pasado, se llama Jeremy Riltse. No puedo precisar si era inglés, creo que sí, pero suele aparecer relacionado a ese país (¿suerte de alter ego literario de Lucien Freud, de Francis Bacon, tal vez?), y practica lo que el autor da en llamar Sick Art. A lo largo del proceso creativo, el artista va incorporando partes de su propio cuerpo en su obra, practicando la automutilación de modo cada vez más extremo.
En 2666 hay un artista británico de nombre Edwin Johns, que despierta un muy marcado interés en uno de los críticos literarios (el que padece esclerosis múltiple, el que está postrado en una silla de ruedas, el que vive con un cuerpo que no puede usar). El punto más alto del artista, su obra cumbre, es aquella en la que incluye, literalmente, una de sus manos, la mano derecha, que él mismo se corta. ¿Qué posible grado de parentesco hay entonces entre Jeremy Riltse y Edwin Johns?
Ambos escritores sitúan o pasean a sus personajes por Europa. Más marcadamente en Bolaño, pero también en Pauls, hay referencias continuas a la llamada alta cultura (¿la cultura europea?) y a la cultura popular de masas (¿la cultura mundial?).
¿Casualidad? ¿Un guiño más? ¿Es alguna forma de juego especular? ¿Una forma de ajedrez literario? ¿Debo terminar de leer 2666 y volver a leer El Pasado para buscar más pistas? ¿Son meras coincidencias, o hay un juego, o un desafío, o un código a descifrar? ¿Esto puede conducir a otros libros que se me escapan, o queda restringido a un dueto, o mejor, a un duelo? Pero entonces, ¿qué relación hay con lo que escribí al principio, que no tiene nada que ver con Alan Pauls, sino conmigo y el mundo que parecer rodearme?

Pero aquí me detengo, Ya confesé que aún no terminé el libro de Bolaño. No sé qué pueda suceder si a medida que continúo con su lectura voy descubriendo que todo se trataba no más que de un espejismo, de un deseo irresoluto por establecer relaciones entre cosas que no la guardan en lo más mínimo, y que entonces estoy perdido, en fin, que soy víctima de alguna macabra y perversa imaginería propia de una mente que tiene la posibilidad de divagar consigo misma, de que ya no queda orden en mi interior, al menos en la parte que gusta de establecer relaciones. Quizá la solución sea embarcarme en la lectura de Tigres Azules, ese relato breve de Borges. Después todo, volviéndolo a pensar, quizá no todo esté perdido.

3/12/09

Noche de citas (2)

Seguiré siendo hasta el final un hijo de Europa, de la angustia y de la vergüenza; no tengo ningún mensaje de esperanza. No odio Occidente, todo lo más lo desprecio con toda mi alma. Sólo sé que, tal como somos, apestamos a egoísmo, masoquismo y muerte. Hemos creado un sistema en el cual ya no se puede vivir, y lo que es más, seguimos exportándolo.

Michel Houellebecq, "Plataforma", Barcelona, Anagrama, 2002.

Noche de citas (1)

A diferencia de la hoja, del animal, sólo el hombre puede construir y analizar la gramática de la esperanza. Podemos hablar, podemos escribir sobre la luz de la mañana siguiente a su funeral o sobre el ordenado curso de las galaxias mil millones de años luz después de la extinción del planeta. Creo que esta capacidad para decirlo y no decirlo todo, para construir y desconstruir espacio y tiempo, engendrar y decir contrafácticos -"si Napoleón hubiese mandado en Vietnam"- hace hombre al hombre. Más precisamente de todas las herramientas evolutivas hacia la supervivencia, la que considero más importante es la habilidad para utilizar los tiempos futuros del verbo -¿Cuándo, cómo adquirió la psique este monstruoso y liberador poder?-. Sin ella, hombres y mujeres no serían mejores que "piedras que caen" (Spinoza).

George Steiner, "Presencias Reales", Barcelona, Destino, 2001, p. 79.

Verso y Anverso (Parte I: Verso o Anverso)

El fin de semana presenta en sí mismo dos caras de la misma moneda. Lo conforman dos días, uno es el principio, el otro el final. Como las tapas de un libro. En esos dos días uno se puede encontrar también con las dos caras de la moneda, o con la tapa y la contratapa del libro.
Sábado, día de cine. Domingo, día de concierto.
Echo la moneda, y a cara o cruz dice que comience por el domingo. Decir que es el final es sólo una estrategia de poner un dudoso orden sobre las cosas, dentro de unos años no sabré que ocurrió antes o después, y probablemente no recordaré siquiera que cualquiera de las dos cosas pasaron, aunque me acompañen en algún lugar desconocido de mi conciencia.
Hace ya varios años una persona conocida me hizo escuchar a Jan Garbarek. Todo ocurrió como si de casualidades se tratara. Una reunión, un qué hacemos después, un qué tal si vienen a casa a comer algo, un qué les gustaría escuchar, un lo que tu quieras, y finalmente olvidar la cena, olvidar a las personas, y quedar prendado de los sonidos que salían por los parlantes de ese apartamento frente a la rambla montevideana. ¿Cuánto hace ya? Quizá diez años. Recuerdo que el disco era “Rites”, un CD doble que, según supe después, dio mucha proyección al músico, que ya contaba con una muy importante trayectoria. Recuerdo la atmósfera que ese saxo tan potente generaba, en su fusión de ritmos de jazz con algunos sonidos electrónicos y una personalidad definitivamente nórdica. Recuerdo haber salido al otro día a buscar material de él, a abastecerme de su música. También busqué información sobre él. Es una costumbre, a veces un defecto, pero siempre busco información sobre los artistas que me interesan. Defecto porque a veces basta con recibir el arte de la persona. Aunque me abstengo, siguiendo el mandamiento de Augusto Monterroso, de conocer a los escritores a los que admiro (pese a haberme casado con una, que vendría a ser la excepción que confirma la regla). Así comencé a comprar algunos de sus discos. En épocas difíciles, siempre me ayudó la música, además de la literatura, para salir adelante, o en alguna dirección. Es mi terapia, otros van al psicólogo o al psiquiatra, salen a correr, se dan a la bebida, trabajan en exceso. Yo me encierro entre unas páginas, dejo pasar el tiempo, crecer un poco la barba, hasta cerrar con un golpe seco las páginas del libro. O simplemente escucho música. Jan Garbarek me ayudó en su momento. Por eso los artistas a los que sigo, los miro al mismo tiempo como a amigos. Te dan lo mejor que tienen, y a lo mejor eso sirve. En mi caso, sirve.
Luego la vida me llevó de un lado para otro, en otra vida debería contar mis peripecias ultramarinas, pero en tiempo de aviones, sólo puedo enumerar en todo caso las veces que sufrí de síndrome de cambio de horario, algo que no le interesa a nadie, y tampoco a mí. Garbarek pasó en cierto momento a ser escuchado con menos frecuencia, pero como a esos grandes amigos que dejamos de ver por un tiempo prolongado, la amistad no se vio disminuida en grado alguno por el paso del tiempo.
Cierto día de este año viajaba en el tranvía, estaba contento, porque Munich todavía conserva algunos que son tradicionales, de hace más de cincuenta años atrás, y que te retrotraen a tiempos pasados, cuando todo era más mecánico, antes de que las palancas fueran sustituidas por botones, y las voces humanas por sonidos grabados por computadoras, aunque la velocidad del viaje sea la misma y en lo práctico los nuevos no sean exactamente más cómodos o algo. De repente vi un afiche anunciando un concierto de Garbarek. Claro, dije, ahora estoy en Europa, en Munich más precisamente, esto es normal. Pero fue todo un acontecimiento interior. ¿Debería bajar inmediatamente del tranvía para leer la información? Recuerdo haberme preguntado. Finalmente no lo hice, estaba claro que habría más información en otro lado. No la encontré, tuve que bucear en Internet para confirmar cuándo y dónde tendría lugar el concierto. Es común ver afiches antiguos por las calles, ya me he llevado alguna que otra desilusión, por ejemplo cierto día al enterarme que Leonard Cohen tocaba cinco minutos más tarde del momento en que yo tomaba conocimiento de su concierto. Pero en esta ocasión todo funcionó bien, Garbarek tocaba en el futuro de ese pasado que estoy contando, y había aún entradas. Domingo de concierto, finalmente. Y ahí, en la sala de la Philharmonie de Munich, superé mi miedo al reencuentro con mi viejo amigo. La sala estaba llena, aunque no colmada. Pese al esfuerzo económico adquirí en realidad una de las localidades más baratas. Una de las ventajas de Internet es que para esta sala por ejemplo uno puede apreciar con precisión la perspectiva que tendrá en el asiento que escoja, y la verdad, no estaba mal. La acústica, es, como luego descubriría, perfecta, al menos para mis no profesionales oídos. No importaba estar algo lejos, la idea era escuchar música en vivo. Para mi sorpresa no tenía a mi alrededor ni a estudiantes, ni a gente que pareciera haber juntado las monedas para poder entrar. De la primera a la última fila pude divisar a las gentes envueltas en sus mejores trapos. Como en todo evento artístico, fue interesante en lo previo poder atisbar a esos grupos que se muestran, que seguramente aparecerían en alguna publicación social, que comentarían “yo estuve” o se deleitarían al escuchar “el otro día te vi en el concierto de”. Allí estaba yo, cumpliendo con un sueño, un deseo que se mantenía prolongado desde hacía muchos años. Allí enfrente estaba uno de los exponentes artísticos de la alta cultura europea. Uno de los imanes que Europa había diseñado para atraerme. Y el concierto fue de antología. La música no es para mí algo que se escuche con los oídos, es más bien algo que entra por cada uno de los poros y se concentra en algún lugar no físico, cuyos síntomas pueden ser que los ojos se mojen, que las manos tiemblen, que las piernas se muevan nerviosas. Si esos síntomas físicos no se manifiestan, la cosa no va por ese lado. Y puede ser Beethoven, Garbarek, Eddie Vedder, Selim Sesler o Zitarroza, da igual.
Al terminar el concierto emprendí el regreso a casa, inicialmente a pie. La sala se encuentra en una zona céntrica y sus alrededores resultan hermosos tanto de día como de noche. Caían unas pequeñas gotas mientras mis pies cruzaban el Isar, verde de día, tan oscuro al caer el sol. Mientras, la música que acababa de escuchar se repetía en mi interior.
Ese fue un domingo de un fin de semana. La realización de un sueño mantenido durante muchas noches, imaginado tantas veces al colocar mi cabeza entre los auriculares para captar mejor cada sonido, como según decía Córtazar, que es la mejor forma de escuchar música. Un domingo en Europa y lo que ella tiene para ofrecer a sus habitantes y visitantes. Un verso o un anverso, un principio o un fin, la tapa o la contratapa de un libro que se está escribiendo.
Luego les cuento del sábado.