21/12/10

Con los mejores deseos

Tenía que ser un saludo o mensaje. Pero no lo es, por eso de los principios y los fines, me cuesta creer en ellos. Pero tenía que serlo. Y las palabras empezaron a asfixiarse, vacías de aire ante de vestirse de ellas mismas; los dedos agarrotados no sostenían la birome; las manos se acogotaban a ellas mismas, la presión haciendo que exploten, saltando en pedazos sobre las paredes, los muebles, el piso del salón que se esconde más allá de los límites de mi escritorio. Todo ante mi vista impasible, imposible de cambiar el estado de las cosas. Imposibilitada. Sentir el estrangulamiento de cada letra, maniatada incluso antes de ser ella misma, fue y sigue siendo una sensación física. Esa instancia previa que sólo proviene de mí, y de algún modo incluso y sobre todo para mí desconocido que la moldea y me la entrega como si la fragua no me perteneciera, ese trabajo incandescente aliado de la paciencia, de los golpes coreográficos, de los músculos tensos que la forman al rojo vivo, como un tatuaje indeleble pronto para ser olvidado, todo eso que ya ni siquiera sé si llamar mío, que me avergüenza un poco llamar propio, cuando me entrega su producto, un manojo de letras hilvanadas formando algo que espera tener significado, inacabado, siempre imperfecto, traicionando el soplo que le entrega el hálito vital, que la une a un mar de otras palabras pero que corta definitiva su relación con el estadio previo, inmaculado, eterno, distorsionado de una vez y para siempre, como en un parto, la figura sale, es una sorpresa, esperamos su berrido, pero ya deja de ser lo que la placenta alimentaba, es un cuerpo que nos toca, que tocamos, otra cosa antes y después, tal vez ni mejor ni peor, ni más ni menos real, únicamente distinta, oliendo a fraude en todo caso.
Así mutó mi saludo, para qué engañarme, debo decir lo que debo decir, me quedé solo de palabras, éstas huyeron, buscaron refugio en lo más alto, y al verse avasalladas, tal como cuentan algunas epopeyas antiguas de algunos pueblos invadidos, al ver su castillo asediado, sus casas incendiadas, y ante la inminencia de sus mujeres violadas y sus niños masacrados, se lanzan desde la cima en busca del vacío que apagará sus voces pero gritarán bien por lo alto que nadie las doblegará. Así está mi saludo, y yo lo dejo, no lo quiero hacer sufrir y que después el estruendo me dé en el rostro. Quiero hablar de mi silencio, otra forma de traición a cara descubierta, el momento en que el engaño es tal que ya no vale la pena ocultarlo pero que de cualquier forma todas las partes siguen interpretando como si nada y como si todo.
No, tampoco quiero hablar de mi silencio. Todo esto es una representación de mi silencio, todo esto es una forma de decir lo que no quiero decir, un disfraz, porque cada vez que quiero comenzar a siquiera mencionar que termina un año o que comienza otro las imágenes me avasallan y me llevan a otros márgenes, mientras mi histeria es por la coma o el tilde, por si mañana de chocolate o de frutilla (aunque siempre de chocolate), si digital, si tridimensional, si con mando a distancia, si en turista o en negocios, si con todo incluido, si con vista a la playa, por mi cada vez más larga lista de libros por leer, la regulación de mi sistema de sueños y anhelos se choca con la fulminante descarga que me producen todos aquellos que ni siquiera saben que son seres humanos, no sólo porque nadie se lo enseñó, sino porque la vida se les ha presentado de tal modo que tampoco han tenido oportunidad de descubrirlo por sus propios medios.
Mientras tanto mi pluma tiembla. No se muestra temblorosa ante los desconocidos designios del hado para con ella, ese morbo de querer saber si de tanto pulir la piedra saldrá algo que brille y valga su precio en quilates, ese escarceo con el júbilo que produce el laurel sobre las temples, o si simplemente será un despilfarro de tiempo para quien escriba y quien posteriormente lea la trenza de palabras. El trazo que más bien se va convirtiendo en una especie de electrocardiograma convulsionado con picos en todas direcciones se debe también y más que nada a la tenebrosa idea de que soy cómplice de este aburrido sistema que se complace en destruir al sujeto y fabricarle un montón de necesidades inútiles a cambio de tener siempre un Untermensch a mano, para sentirnos mejor, para tener a alguien a quien poder ayudar y experimentar lo mismo que cuando tenemos un animalito al que cuidar, aunque sea como una mascota que mejor lejos con sus enfermedades, alguien ante quien poder sentir que hacemos mejor las cosas, y por sobre todo, de una forma moralmente más alta y correcta, para tener siempre bajo la manga la posibilidad de presentarse como un ejemplo.
El término alemán estoy casi seguro que no ha venido a parar a mis mientes inocentemente, el Untermensch o sub-hombre existe desde antes del nefasto periodo nacionalsocialista, pero es allí donde cobra vigor y se expande en su uso. Después del Victory Day para unos y de la Kapitulation para otros, la imagen del campo de concentración y hasta de exterminio se extiende inexorablemente bajo el manto de la palabra globalización, excepto que ahora no está limitado exclusivamente por una doble línea de alambre electrificado, la división se ha vuelto mucho más sofisticada y ni siquiera es física en muchos casos, alcanza con haber nacido en cierto lugar y pertenecer a determinado estado. El estado así se vuelve nuestro sello de fábrica y dictará dónde podemos entrar y de dónde podemos salir también, y además, con qué derechos, si es que los tenemos, es decir, nos impondrá el lado de la valla del campo al que perteneceremos. Pero esto puede verse a su vez como algo físico, y creo que es aun más difícil de atrapar, incluso allí donde existe el bienestar es donde puede apreciarse mejor, donde el concepto de trabajar para ser libre; esa ácida aberración que ostentaran las puertas de entrada a los infiernos; es moneda corriente, trabajar a destajo sin medir las consecuencias, con el sólo y único fin de disfrutar de unas vacaciones exóticas y relajantes. El mundo como destino turístico de los que verdaderamente trabajan, para servirles en su momento de relax. Y de vuelta al trabajo, para satisfacer apetitos que por rococó no nos apartan mucho de los animales con los que no nos gusta ni identificarnos ni emparentarnos.
Y yo queriendo saludar y resignándome a pensar en el menú para los próximos días, en pensar que tengo que comprar este y aquel regalo y que las tiendas estarán a rebosar, y si llego en hora, y los bultos, y la señora que empuja. Entonces dejo la pluma, la arrojo más bien, y me paro frente al espejo y lo que veo no me gusta, mejor dicho, me produce cierto disgusto. Entonces el abandono me embarga y me comienzo a preguntar ¿qué? ¿cómo? ¿por qué? Y la verdad es que no tengo respuestas y me siento perdido. Desorientado. Sí, angustiado, porque para navegar por este universo de devastación no cuento ni con velas ni con ancla, voy a la deriva carente de posibles atisbos de contestación.
Y los saludos quedan estancados como grises embriones destinados al aborto. Antes de despertar a los vecinos a estas intempestivas horas de la noche con mi desgarro convertido en grito, antes de seguir formulándome que no hay escapatoria y que la solución no tiene palabra alguna sino un simple acto, voy apagando las luces de la casa y me dirijo al único lugar donde puedo comenzar a creer que existe algo que vale la pena y que no todo es una despiadada derrota. Entro en el dormitorio, el único ser que me puede dar calma yace hecha un ovillo sobre la cama, ignorante de mis pesadillas. Mientras me acomodo escucho su apacible respiración. Me acerco, la envuelvo y nos amoldamos el uno al otro como antesala para una de las intermitencias de la redención. Convertidos en un montón de ramas entrelazadas yo voy abrazando el seguro sueño, atado al único lugar al que pertenezco, mi única tierra. No Land’s Man es un artificio más. Siempre existe un sitio al que podemos llamar nuestra casa. Una vez más, las fiestas que conducirán al nuevo año pueden comenzar.

12/12/10

Caminos en la nieve (II)


No sé muy bien dónde está. Puede que en Malasia. No lo sé, y es igual. Yo estoy en otro lado, pero me siento escindido, amputado como si se tratara de un brazo o una pierna, o de un órgano. Quizá por eso camino sin percatarme muy bien de las cosas, aturdido por extrañar la parte de mí extirpada, sin acostumbrarme a su ausencia. Es una parte de mi cabeza, no un lugar concreto, a lo mejor a alguno le da por llamarle, qué sé yo, la glándula pineal. Puede que sea algo parecido, porque la nostalgia no sólo ataca a mi alma, sino también a mi cuerpo.
Camino como ciego por la ciudad, entre desconocidos. Los más temibles son los sonrientes, los que hasta te hacen creer que podés contar con ellos, que están de tu lado, que sólo piensan en tu bienestar, esos lobos con piel de cordero.
Busco con mis manos esa parte que me falta y que de todos modos sé que no voy a encontrar, parezco alguien que ha perdido la billetera y palpa todo bolsillo posible, con cara abstraída y ojos que denotan calcular qué había dentro, documentos personales, dinero, tarjetas de crédito, algún número de teléfono importante.
Me ocupo y me entierro vivo en preocupaciones, para evitar tener que pensar mucho en ello, en la falta, en lo que no está y que me obliga a preguntarme si soy lo que soy precisamente porque no está. Intento jugar con la idea de que nunca lo tuve, de que soy así. A lo mejor todos son así. Todas también. Me siento incompleto, fallado y consciente de la falla. Suficiente para crear la idea de perfección, de la felicidad absoluta, esos estadios de la imbecilidad total. Algo parecido a la imperfección y a la infelicidad después de todo, pues me parece ver que estas no faltan en ningún lado, y la imbecilidad goza de perfecta y ubicua salud. Pululan como las quimeras, esos bichos hermosos que todo el mundo confunde con sueños irrealizables, con ilusiones y con oasis en medio del desierto. Juegan a ir de a tres, ese número que lleva título de confirmación, y que es la fantasía de tantas mentes masculinas.
Me lanzo a las calles, ya no a buscar, sino a ser encontrado. La nieve ya ha comenzado, y el viento permanece, único signo de que tal vez en algún momento exista una forma de la primavera. Con el soplo en contra los copos se incrustan en mi rostro, se golpean contra mis ojos, se clavan como malvaviscos en mis pestañas, y me obligan a progresar a ciegas por el camino cada vez más blanco, acuoso. La fisonomía sepultada bajo la capa blanca que me hace pensar en algún cuento de Chéjov, aunque no tengo idea de por qué, quizá por el halo melancólico que la escena sugiere.
Las luces parecen brillar detrás de pesados cortinados, como si todo fuera un teatro. Pero no sé de qué lado del telón me toca moverme. Paro un momento para tratar de dilucidar esta especie de malentendido, pero lo que es ya el comienzo de una tormenta de nieve se ensaña y me obliga a retomar el camino.
Busco un bar y me meto en el primero que encuentro, pero lo abandono por semivacío, odio los bares vacíos por hacerme pensar que estoy en el living de mi casa acompañado de un barman anónimo; pero más me molestan los semivacíos porque siento los ojos escrutadores como avispas que pinchan cada movimiento y cada gesto que hago. Prefiero que estén casi llenos, quiero ahogarme en el anonimato, en esa posibilidad que la multitud ofrece de disfrutar de la más absoluta soledad, donde los diálogos son un insulto a la razón y los ojos están hechos para no mirar, como Edipos multiplicados luego de desangrarse tras arrancárselos. Al nuevo intento doy con el bar que aparece en su majestuosa realidad, es un microcosmos que me enseña cómo es nuestra vida a través de los espejos que revisten las paredes pero que no son otra cosa que televisores que proyectan el programa de las cadavéricas almas en pena, todo dicho a través de vasos de pesado fondo que se deslizan por la barra y por los codos que efectúan una estudiada coreografía mientras empujan hasta la última gota del trago y la vierten en la garganta que devora las llamas del alcohol mientras el estómago espera reconfortarse como si de una estufa a leña se tratara y estuviéramos a su calor buscando la solución a todo y a nada en alguna página impresa con caracteres rústicos mientras recostados en nuestro sillón preferido, ese sobre el cual nos pegaríamos el tiro de gracia llegado el momento. Estando en el bar me veo sobre ese sillón, los colores cálidos que hasta casi repiten el crepitar del inquieto fuego reflejados en la piedra de las paredes de la habitación, las sombras móviles que parecen ejecutar una danza macabra, los ojos vidriosos todavía buscando eso que me falta, eso que siento que perdí, que no puedo precisar qué tan corpóreo o anímico sea pero que de cualquier modo le asigno una forma pues así de limitado soy, eso que sueño que alguna vez tuve, quizá en la infancia, cuando todavía era un animalito que no guardaba memorias y no tenía que pensar en una frase latina, porque la realidad era eso, en sí, un disfrutar del momento, el momento perpetuo, sin antes y sin después. Aunque hubiera golpes, y sobre todo traumas, los que hoy me dicen quién soy, con nombre y apellido.
Regreso a la inhóspita calle como un huracán, ingenuamente jugueteo con la idea de formar una tormenta perfecta, pero la personalidad de mi contrincante pronto me pone en mi lugar, en una lección de menos de un segundo me recuerda cuál es la proporción entre mi figura y las fuerzas de la naturaleza, y con toda la amabilidad que le es posible me indica el camino a casa. Esa gran superficie de plomo que es el cielo y que está casi a la altura de mi cabeza arroja inclementemente sus proyectiles nevados, al tiempo que mis pies se hunden al igual que mis expectativas en la masa helada que entorpece mis pasos.
El frío circundante y el silbido del aire semejante al canto de enloquecedoras sirenas que tiran con agujas de mis orejas colocan en mi cabeza la idea de que dejar el bar fue una tontería, pero ya es tarde para pensar en ello y es tarde de cualquier modo, si dicha noción existe, y hago caso omiso a cualquier idea, incluso a la del refugio que me espera. Lentamente, sin embargo me muevo. Como si mi cerebro se hubiera congelado, las ideas que ultrajaran mi posible tranquilidad quedan suspendidas en el aire, como cubos de hielo en el ingrávido espacio. Eso no quiere decir que no vengan nuevas, renovados golpes a mi debilitado espíritu. Espero, en todo caso, que el frío invierno de mi descontento, se vuelva pronto glorioso sol del verano de alguna parte en la que yo esté.

5/12/10

Caminos en la nieve


La nieve. La zona urbana se convierte en un lodazal, jaspeado gris, marrón, cada vez menos blanco. Los pies se hunden al caminar sobre ese sorbete informe y de mal aspecto, y probablemente de peor sabor.
Los vehículos parecen lanchas fuera de borda, lanzando indiscriminada y rabiosamente la nieve a su paso, dejando detrás un surco negro como señal de que aún existe el asfalto.
No tengo más remedio que aventurarme y salir a la calle, transitar como un ser entumecido más, el gorro calado hasta los lados de la garganta, la ropa como capas de cebolla, las manos enguantadas escondidas en los bolsillos. Mi sobretodo, mi propia imagen vista desde frente y a cierta distancia, los tonos grises que inundan todo, me hacen recordar esa foto de Helnwein que retratara a James Dean, y digo sólo la foto, y exceptúo el cigarrillo que cuelga de entre los labios del ícono.
Hago mis deberes sociales, no importa ahora cuáles, los de turno, y después quiero algo en retribución, un plus que haga valer la pena tener que efectuar el sacrificio de tantos minutos para vestirse, de tanto esfuerzo para mover los pies entre tanta dificultad, de que mi roja nariz sienta que su congelamiento no fue en vano. Así que tomo ese camino que me aleja de las calles transitadas, que me acerca al parque con su riachuelo de cubitos de hielo.
Cuando los ruidos urbanos se van alejando, el clima se vuelve más agradable. La nieve inventa un aire límpido por el que el sonido viaja de un modo diferente, como si se generara un vacío y cada movimiento de la naturaleza fuera percibido por los oídos de una forma diferente, más lenta, precisa, independiente. Mis pasos hacen crujir la superficie ondulada e imperfecta, y cada grano que se desploma bajo mis pies emite un gemido que llega hasta mí como si fuera una parte de mí, como si todo sucediera dentro mío, y así con todo lo que puedo ir escuchando a mi paso, el distante canto de un pájaro, el movimiento de las ramas de los árboles, el grito alegre de un niño lejano, el graznar de un cuervo invisible para mis ojos.
El aire que despido se vuelve más denso, la respiración se hace un fuelle que vuelve tangible lo que mis pulmones expulsan, y puedo tocarlo como si se tratara de un resto arcaico que me hubiera abandonado, y cuyas formas podría interpretar como si fueran no otra cosa que bajas nubes o dibujos realizados por un fumador empeñado en trazar figuras con el humo.
A medida que me alejo de la urbe todo se va volviendo más blanco, más silencioso, más lunar. La última nieve, una capa interminable de blanca seda todavía inmaculada, se transforma en territorio virgen. Esto es lo más atractivo y misterioso. Este es para mí el secreto de la nieve. Otorgar la posibilidad de pisar algo por vez primera, de jugar a ser un descubridor, de que cada uno de mis pasos sea como una pisada de astronauta. Internarse en el bosque es adentrarse también en uno mismo, solo, en medio de una especie de nada, un piélago que se presenta en toda su desmesura, que si quiere puede aplastarnos con su pulgar o sepultarnos con alguno de sus rugidos cargados de una mezcla de árbol y tormenta de nieve. Es materializar al lobo en una estepa varios grados bajo cero. Es esperar a que caigan nuevas nieves y escondan el camino de regreso, para que éste sea un nuevo camino a su vez, un sendero nunca transitado siquiera por mí.
Continúo internándome en lo que ahora sólo puedo adivinar es un bosque a mi alrededor, tanta blancura es como el negativo de la noche y nada se distingue ya de nada, pensando en los recorridos que tantas veces escuché han resultado en fuente de inspiración, de revelación, al igual que las dunas del desierto. Un gato casualmente blanco aparece ante mí, lo adivino a través de sus destellantes ojos interrogativos, queda petrificado ante mí en esa postura característica, no al acecho, sino a la espera de adivinar mis intenciones. Como si leyera mi pasado y mi futuro al unísono parece haber detectado la ausencia de peligro, y con total parsimonia reanuda indiferente su andar, como si yo no existiera.
Después de tantos minutos y paradójicamente a lo que se pudiera pensar, el frío inicial que supone pasar de una atmósfera cálida como la de la casa a una gélida como la que me acompaña desde que abandoné la puerta de mi edificio, se ha ido transformando en una sensación inmune a la baja temperatura. Como el estado afiebrado que antecede a una enfermedad o que acompaña a un acto creativo, siento como si hubiera bebido un licor que ha templado mis venas y mis arterias, que les ha inyectado una suerte de alegría infantil. Quizá todo sea producto de mi imaginación, y el frío haya mermado como de costumbre no sólo mi sensibilidad corporal, sino también intelectual. Pero de cualquier modo, adormecido o no, la sensación es agradable y no importa si lo que tengo delante es a la muerte blanca.
Entonces me detengo, hago un giro completo, y excepto por algunas marcas negras que entiendo deben ser los troncos de los árboles, me doy cuenta de que estoy definitivamente solo, de que si quisiera podría sentarme sobre la nieve y dejar que el clima decidiera mi destino, hasta que algún desprevenido o el deshielo me señalaran. Pero con mis ropas oscuras me siento como una mancha en el paisaje, como el objeto que desentona y está fuera de lugar, como un invitado que es aceptado a la fuerza, más extraño aun porque mis huellas han sido borradas silenciosamente y nada hay que me ate a lo que está en cualquiera de las direcciones posibles.
Comienzo lo que creo es el camino inverso, un nuevo itinerario por senderos nunca antes profanados, con nuevas formas de crujir bajo mis pies, con nuevos dibujos a fuerza de pulmón, con nuevas ideas que sólo el andar solitario puede despertar. Me dirijo a la otra parte placentera de una salida invernal. El que termina con desarmar la madeja de prendas que me cubren, el de la calefacción y los colores cálidos de la luz casera, el que me sirve una taza de té tan caliente y humeante como exótico y un poco de pan untado de manteca y mermelada, el que me recuesta cómodamente sobre el sillón, me cubre con una manta de lana a cuadros y me acerca el libro que comenzaré a leer y que al día siguiente encontraré enredado en mi pulóver abierto en alguna página que seguramente no ha de ser la que estaba leyendo.

4/12/10

¿Yo? Por el asco... (2) - La res, murió temblando de dolor y de miedo...

He aquí un fragmento del poema milonga de Alfredo Zitarrosa, cuyo contenido me resulta impactante, y que ve multiplicado su efecto cuando se lo escucha magistralmente interpretado por la voz de su autor, tan exquisita, profunda y grave, única.

He aquí un fragmento que mueve y que está como nunca lo he visto del lado del animal, que lo muestra como víctima en su estado más íntimo, que pone en evidencia la sinrazón de que el fin justifique los medios.

He aquí un fragmento que también es una forma de decir por qué hace ya tiempo que no como más carne, porque no quiero ser cómplice y tras una opípara comida esgrimir con orgullo que nada hay más sabroso que la carne, mientras durante horas los trozos de un ser torturado recorren con parsimonia mis entrañas.

He aquí un fragmento de "Guitarra Negra" que habla por sí solo, y por lo tanto no es necesario que yo continúe:

"… temblando,
con el frontal partido por el marrón,
por el marronero,
cae sobre sus costillas, pesada como un mundo,
la res
cae con estrépito,
de bruces sobre el cemento
balando al descuajarse su osamenta,
ya sólo un pobre costillar enorme,
ya sólo un pobre cuero y sangre,
media tonelada de huesos astillados,
hincados en toda esa vida
temblorosa y atónita
ahí se va alzando,
como un pesado pingajo,
atrapada por la pata por un gancho que le salta arriba,
que la alza por un ojal abierto en el garrón de un cuchillazo en plena estupidez sentimental,
en plena media tonelada de monstruoso dolor,
incomprensible,
absurdo,
balando, plañidera y tonta,
como un escarabajo que no piensa,
mientras medita lentamente por qué duele tanto
y por qué duele qué parte de quién
que es ella misma, la res, abierta al descuartizamiento atroz por todas partes,
que nunca habían dolido y que eran tantas partes,
tan extensas
y que pastando nunca habían dolido
haciendo leche, esperma, músculos, crin y cuero y cornamenta viva,
que eran la vida misma manando hacia sus adentros,
vibrando tiernamente como un sol cálido
hacia sus adentros
y nunca habían dolido
ya está colgada
las patas delanteras se enderezan,
se endurecen y avanzan hacia adelante y hacia arriba,
implorantes y fatalmente rígidas,
rematadas en cortas pezuñas que hace un instante amasaban el barro del corral, el estiércol de otros cien balidos,
dinosaurios del siglo de las máquinas,
nacidos para morir de un marronazo
ahora ya es carne azul colgada en la heladera
"Uruguay for export"
aquella res,
que murió de un marronazo,
cayó y tembló todo el frigorífico
aquella otra res
que recibió el marronazo en plena frente, de dos dedos de espesor,
mientras entraba al tubo desconfiando porque allí no había pasto,
alcanzó a comprender que había otra res delante,
balando,
que ya se la llevaba el gancho
Y cayó detrás, también,
y el cemento tembló bajo esos huesos
aquella otra res,
que esquivó el marronazo
y que cayó también,
con un ojo reventado y una guampa partida,
deshecha
también cayó
y tembló la tierra,
tembló el marrón,
tembló el marronero;
la res,
murió temblando de dolor y de miedo
de un marronazo en plena frente
"for export"
del Uruguay..."

http://www.youtube.com/watch?v=j7A6f8yoeHk
(El fragmento puede escucharse a partir del minuto 5' 05'')

7/11/10

Crónicas de H. (7)


No sé muy bien de dónde venía. Yo llevaba una de esas bolsas de la compra con las que no queremos que nadie nos descubra, como si fuera una muestra de falta de elegancia, una debilidad de la carne, comprar y luego marchar con la chismosa de tela deshilachada en las puntas. Lo vi ya desde lejos, caminaba como recuerdo haber visto que lo hacía ya hace muchos años las últimas veces que nos cruzamos. No aparentaba ser viejo, en todo caso su postura señalaba cierta propensión a la vejez, o a un estado de aburrimiento pertinaz.
Hoy el día era gris, como su traje, y con su sombrero y largo sobretodo parecía una figura salida de los años cincuenta. Un papel representado con mucha naturalidad, sin la necesidad de muchos jóvenes de sumergirse en tiendas vintage para rememorar épocas que nunca vivieron y de las que en realidad no saben mucho. En este día H. era los años cincuenta.
Por un lado no quería que me descubriera, después de tanto tiempo, con las zanahorias asomando por la boca de la bolsa. Intentando hacer equilibrio con mi bolso de todos los días, el que esconde algunos libros y lápices para escribir. Así que me puse a observar una vidriera y dejar que su andar distraído no se fijara en mí, para luego comenzar a seguirlo.
Su andar denotaba algo extraño, era pausado y suficientemente lento como el de alguien que simplemente salió a dar una vuelta, sin un destino preciso. Pero al mismo tiempo, estaba claro que H. se dirigía a algún lado en particular, que sus pies perseguían un objetivo. En todo caso, del modo en que alguien sabe que su destino así lo tiene signado y no importa el camino que se tome, irremediablemente se terminará en el punto que los augures han previsto.
Comencé a observar desde mi nueva perspectiva la figura que H. me ofrecía. No llevaba un cigarro en la mano, pero eso no quería decir que hubiera dejado el hábito. El portafolio que colgaba de su mano izquierda parecía el mismo que años atrás, sobre todo considerando el aspecto gastado en algunas partes y con el brillo del roce en otras. Sus zapatos denunciaban también años y el esmerado trabajo de un zapatero de confianza, que debe haber cambiado la suela en más de una ocasión para que el zapato siga siendo más o menos el mismo y colocado alguna pieza interna, para que el meñique de los pies no termine de perforar el lado externo de cada calzado.
Cualquiera podría decir que continuaba trabajando en el mismo lugar invariable y estático desde la eternidad. Sé que no es así, al menos no completamente, porque H. ha cambiado de país en más de una ocasión. Pero sí es presumible que trabaje para la misma empresa. De hecho, no caben dudas. Su pesadumbre, su aspecto de hastío no como estado sino como parte de su ser, sólo puede provenir de alguien que hace años trabaja para una misma empresa.
H. gira a la izquierda, y yo unos metros detrás con él. La avenida por la que pasamos a transitar está llena de gente, alguna con andar también lento, y un mar de personas prestas que resoplan ante la pasividad de los demás, y hasta llegan a soltar algún mascullado insulto contra quienes osan interponerse en su camino. Cada uno en su mundo, no esperando, sino demandando que el resto de los habitantes se adapten a él.
Al llegar a la esquina presto atención, por si H. decidiera descender por la boca del metro. Pero no. De repente se me ocurre que se dirige a su casa, algo que no sería del todo en vano, pues me permitiría saber dónde vive, pero que daría por concluida mi repentina persecución. Mientras iba calculando todo el tiempo que me era necesario para dirimir si debía acercarme a hablar con él, o simplemente continuar en el mismo plan. Quizá de resultas que estaba descubriendo que me gusta observar a la gente, un voyeur, ni más ni menos. Pero no podía ser eso, porque, ¿qué atractivo podía despertar alguien como H.? O en todo caso, dándole un par de vueltas, mucho. Esa parsimonia, esa tranquilidad, ese fastidio, esa apatía, no dejaban de constituir una nota diferente en un mundo que se revuelve entre los de dientes apretados y los que no paran de sonreír, pero todo a velocidad, como si el apocalipsis llegara en cualquier momento. Y puede que en parte tengan razón, da igual. No sé qué es más triste.
Finalmente H. ingresa en un café. Esa costumbre no ha cambiado. Hago una pausa antes de llegar, observo el café desde cierta distancia. Un edificio con años, y cuyo diseño denuncia la influencia del Art Noveau, la arcada de la entrada con puertas de vaivén de madera maciza y ornamentada ostentando sendos cristales por los que se puede ver a través, la forma semielíptica de sus ventanas, las rejas que protegen los ventanucos que dan al subsuelo con diseños florales y rocambolescos, las líneas curvas del interior que pueden adivinarse desde el exterior.
Es una huella evidente de que H. debe haber elegido con mucha paciencia y detenimiento este lugar, tras caminar a lo largo y a lo ancho de la ciudad, hasta dar con el café correcto. Esto último no es sino un lugar tradicional, donde se conserven antiguos modos y rituales; como que el café venga acompañado de un pequeño vaso de soda por ejemplo; que no hayan instalado un aparato televisor con deportes a toda hora o con música impersonal; que las camareras parezcan centinelas que vinieran de fábrica junto con el edificio, y que respetaran el ritmo de cada cual, en el caso de H. reconociéndolo y en todo caso saludándolo con un leve movimiento de cabeza a modo se santo y seña; que la prensa estuviera a disposición con esos palos con gancho en un extremo colgando de alguna columna; que tuviera espejos en las paredes que multiplicaran las salas y donde los diálogos parecieran entremezclarse con la eternidad, aunque sea por un momento; que el piso fuera de madera lustrada por el paso de miles de pares de zapatos y las pesadas alfombras permitieran ver su rebeldía elevando sus cerdas ocultando el polvo acumulado; que a través de sus ventanas pudiera verse la calle y el pasar de los transeúntes y el tráfico pero como desde una burbuja que sólo un edificio con su solidez de más de cincuenta años puede asegurar. Un lugar en definitiva, al que si uno volviera después de veinte, treinta, o incluso cuarenta años, luciera igual. Excepto por algunas trazas del inexorable paso del tiempo, más bien una especie de decadencia menos visible que plausible de ser intuida. Más o menos como H.
Tras unos momentos, me decido y avanzo, también yo, y tras atravesar sus puertas, identifico a H. en una de las mesas, a la espera de alguna bebida caliente que debe haber ordenado sin necesidad de buscar en una carta que debe tener memorizada. Encuentro una mesa libre pequeña, circular, de mármol jaspeado gris y blanco y dos sillas de madera oscura a los lados, una para mí y otra para mi abrigo y mi bolsa de los mandados. La camarera de rostro rígido se acerca y más que preguntarme qué deseo tomar espera que yo me pronuncie. Quiero decirle que lo de siempre, o, lo que toma el señor aquel que está allá. Pero sé que con eso sólo despertaré su suspicacia, en modo alguno su complicidad, así que simplemente pido lo primero que se me ocurre.
Cada momento que pasa, como si yo en todo caso fuera un investigador privado de poca monta, me retrae y me aleja de H., pero al mismo tiempo siento que me permite ir confirmando cada una de mis presunciones sobre su persona, algo que puede no ser más que otro engaño de mi mente. Y a la vez siento que esa posición me resulta cada vez más cómoda en cuanto a que existe algo atractivo en el juego de observar sin ser visto, construir un personaje a mi antojo, donde todo sea como yo lo imagine. Y también incómodo, yo conozco a H., no parto de cero, y estoy intentando atribuirle lo que yo sé de antaño más lo que me figuro que el tiempo ha implantado en su persona, pero todo eso no tiene explicación ninguna. No es que la necesite, pero, más bien la pregunta es qué necesidad. Entonces pienso que lo mejor sea simplemente acercarme, retomar el momento inicial, ese de la pura casualidad, si es que tal cosa existe. Olvidar que ya todo se ha vuelto turbio por mi indecisión y que no tendré más remedio que fingir, sí, fingir que sorpresivamente me encuentro en su café, el mismo día y a la misma hora que él, y que luego de elevar mi vista mientras espero mi humeante brebaje lo descubro, después de tantos años, pero entonces la sonrisa será falsa y probablemente todo lo que venga luego, hasta que la gracia disponga un diálogo que me permita sepultar en el olvido todo este manojo de diatribas y que cuando llegue finalmente a casa me sonría ante semejante cadena de tontas conjeturas.
También pienso que quizá no todo sea casual, que H. me haya descubierto entre la multitud del mismo modo que yo a él, y que simplemente se haya dejado seguir, conduciéndome hasta allí para darme la oportunidad de hablar con él en un lugar inventado para ello, no como signo de altanería, sino como una muestra más de su introversión, de su incapacidad de ser el primero en elevar la voz y saludar, como si al momento de comenzar una partida de ajedrez me cediera las blancas para que yo hiciera el primer movimiento.
Me incorporo, doy los primeros pasos, y sólo tengo dos posibilidades, extender la situación presente y dirigirme a los lavabos, o simplemente acercarme a la mesa donde H. está ahora perdido entre las páginas de un diario. Es cuestión de centésimas de segundo hasta que la decisión está tomada, y dejo que mis pasos simplemente obedezcan.

6/11/10

Ideas esparcidas


Escribir, sí. Pero ¿escribir qué? Al fin y al cabo se trata de letras. Entonces a lo mejor el tema está en cómo combinarlas. Las posibles palabras son infinitas. Las posibles combinaciones entre palabras son aún más infinitas. Una tarea vana. Sin embargo, la repetición juega un papel crucial. Como parte de la memoria, si no hay dos iguales, dos que pensamos iguales, que queremos creer iguales, no hay chiste, ni chisme.
La hoja blanca, esta tabula rasa enfrentada a mi propia tabula rasa, esa parte de mi cuerpo que lucha estoica y pírricamente contra semejante idiotez, crear, inventar, tamañas estupideces. Escribir es como coser y cantar, pero yo no sé cantar, y cada vez que paso la aguja sólo puedo gritar de dolor al pincharme el dedo índice con su aguijón. Ahí tengo la repetición. ¿Para qué escribir entonces? Hay tantas formas de pasar a la inmortalidad. Aunque no sé que es esa cosa de nombre tan espantoso. En todo caso, pasar a la memoria de personas a las que nunca voy a conocer. A ver, probablemente ver, sí, desde algún rincón donde me toque establecerme una vez que la loca esa haya venido a buscarme. La encapuchada esa de la guadaña.
Me visto de noche y escribo de negro, un gato pardo entre latas de pescado saqueadas y botellas de contenidos púrpura. Escribo para olvidar que tomo, y tomo para olvidar que existo, pero en general sólo logro olvidarme de dónde dejo las llaves y esas cosas, o de regar las plantas, y hasta de que no tengo plantas y que por eso no las riego.
La verdad es que quería escribir algo. En serio. Algo concreto. Eso que llamamos la idea principal, la que después trabajamos, enriquecemos, dotamos de detalles, y al final la convertimos en ¡ay! literatura. En un intento de ella. En un atisbo, un ensayo, un disparate. La idea era muy buena, pero eso era antes de antes. La cosa era muy sencilla, yo me sentaba, y escribía. No sé qué pasó entre medio, pero yo estoy escribiendo algo que no es lo que quería escribir, y la virgen, la santa, la puta idea no sé dónde está. De hecho, lo último que quería era escribir precisamente lo que estoy escribiendo. Si ni siquiera es escribir.
Así que me puse a buscar entre los papelitos que traía, a lo mejor anoté algo, ese método vano que uso como quien se ata un hilo alrededor del dedo para recordar algo al otro día y que ya intenté no sé cuántas veces sin éxito alguno, y por el cual termino sintiéndome doblemente idiota y además con un dedo casi engangrenado. De entre todos los papelitos que están esparcidos por el suelo de mi cocina, que saltaron de mi bolsillo como el payaso ese que me hacía morir de miedo cuando uno abría la cajita malvada aquella (sigo teniendo un miedo atroz a los payasos), ninguno me dice mucho. Están los que directamente no me sirven para un carajo, como las cuentas del supermercado, que igual reviso por si tienen aunque sea algún signo por algún lado, después están esos restos de papel con unos garabatos inentendibles, que son las pruebas de birome que hago cada tanto antes de escribir algo, sea una idea primigenia muy original y novedosa como la que me olvidé y estoy buscando entre papeles o simplemente la nueva lista de la compra o el teléfono de personas que conozco.
Mientras busco pienso en no pensar, a veces funciona. Pero es como con el personaje ese de Tolstoi, cuanto más intento sacarme la idea de la cabeza más se incrusta en ella, terca como una mula. Claro que la idea, cuando hablo de ella, viene a ser más o menos lo mismo que decir, qué sé yo, idea. Esas cuatro letras, porque de ahí no puedo pasar. Es como la tortura china de la gota que cae en la cabeza, una nada que te vuelve loco por repetición de nada. Igual nada es parte de la realidad, o su totalidad. Pero hoy no voy a entrar en disquisiciones filosóficas, bastante tengo entre no encontrar de lo que quería hablar mientras además me voy dando cuenta de a poquito de que después voy a tener que juntar cada uno de los dichosos papelitos. Es que después viene mi perro y se los engulle, no sé bien a santo de qué, porque está claro que no le gustan, y ya está en edad de saber que si lo hace es sólo para romper las paciencias, porque de cachorro ya no tiene nada el tipito.
Abatido por la angustia como por un disparo intento buscar cierto confort en la idea de que si era tan importante, pues ya me voy a acordar. Pero como de budismo no sé niente me refriego la pregunta por la cabeza y no me doy tregua, yo soy bien occidental, lo quiero todo y ahora. No puedo imaginarme qué es ser occidental, pero normalmente nadie cuestiona nada al respecto. Sobre todo los que no tienen idea alguna de geografía, porque la división viene a cuenta de cosas que están al este y al oeste de no se sabe qué diantres, y sin embargo, a nadie se le ocurre incluir a África, que está precisamente debajo de la central internacional de la cultura occidental. En una de esas las longitudes están torcidas y se dan la maña para eludir una buena masa de tierra. Pero bueno, será porque es un continente con mucha riqueza, que vale más subyugado y sin tener idea de qué es qué, y que desde la colonia no ha sido más que un gran laboratorio de los más grandes cerebros de ideólogos del mal que uno pueda imaginarse. Empezando por los mal llamados campos de concentración, esa aberración que sólo cobró vigencia cuando la sede central de la cultura occidental decidió aplicar el sistema; esto viene a ser, el mismo método, pero aun perfeccionado si ello es posible; dentro de la región que había dado a luz a semejantes luces con nombres como Bach, Kant, Goethe, Mann, y algunos nombres franceses también, y austriacos, y de otros lugares de cuyos nombres prefiero no hacer uso de memoria.
Me voy por la tangente, pero sólo como forma de ir al centro, al meollo del asunto, que le llaman. Qué palabra más horrenda, meo yo.
Dejo los papeles en el suelo, cierro la puerta del jardín, que el perro fuera bien se lama. Descorcho y me dejo llevar por las aguas del proceloso mar rojo, que no sé si serán afluentes del Estigia o del Leteo. A lo mejor son tan sólo el camino más corto para el hospital, si me pasa como la última vez que el tropezón tuvo la buena voluntad de darme la frente contra la punta de la mesa. Con un poco de suerte, los vapores me van a elevar y me van a depositar en el camastro, hasta que don despertador dé rienda suelta a las Erinias y me haga saltar como un gato que se cuelga de la araña para conducirlo a ese, el infierno tan temido. Y de ahí a comenzar, sin tiempo ya para pensar en buscar entre los cajones de la memoria, más bien como buen perro de Pavlov, correr al baño, preparar café, pensar en menos de dos minutos si la camisa blanca más nueva o la más vieja, y salir rajando para esa tediosa actividad que ataca mi creatividad como el reuma ataca a los viejos, salvo que a mí me ataca con o sin humedad, es más bien como un mazazo directo a la nariz, con sangre y todo saltando para todos lados, y después, con cara de payaso, vade retro patán (¿o era satán?).
Puedo también irme a la cama, y que con la ayuda de Orfeo me entretenga mientras alguna musa tenga a bien susurrarme los primeros cantos de lo que yo quería transformar en palabra escrita, pero entre unos y otros y la indecisión que seguramente tenga alguna raíz burocrática, seguro que voy a terminar durmiéndome como un tronco. Y por más freudiano que me ponga, yo ya sé cómo es al otro día, alcanza con que me acuerde para que lado de la cama me tengo que levantar, ni pensar en lo que hayan sido los sueños, y mucho menos interpretarlos. ¿Interpretar qué? No me jodan, si es sueño, es sueño, si uno lo recuerda, ya es una interpretación, y después viene otra interpretación. Demasiado rulo para mí, hay que pensar que me tengo que despertar demasiado temprano. Siempre es demasiado temprano para levantarse, y por sobre todo, para acostarse. El asunto es que me pongo un poco eléata y digo que el sueño es sueño, y el no sueño no sueño. Pero eso es parte de la gracia magna, o la Magna Grecia, muy lejos del Asia Menor, que paradójicamente diera tipos tan grandes, aunque a veces por mirar las estrellas se dieran de bruces contra el suelo.
Yo no sé si alguno de ustedes tiene idea del sufrimiento por el que estoy atravesando. Espero que no se ofendan si los trato de ustedes, me refiero al uso de la segunda persona plural formal (sí, es formal). Es que no tengo ni la más pálida idea de cuántos ojos se puedan posar sobre esto que no es un texto, porque lo que de veras quiero escribir está oculto bajo alguna bendita y grisácea piedra de mi cerebro, alguna piedra que se debe estar desternillando de la risa y yo no me puedo dar cuenta, porque su silueta se muestra igual de quietecita que siempre. Igual uso el singular, porque de todos modos me hago la idea de que debe ser medio difícil que más de un par de ojos se dediquen al mismo tiempo a leer lo mismo, en el mismo momento y en el mismo lugar. A lo mejor sí. Son las maravillas de la tecnología moderna. Pero por otro lado, si uso el singular, sería una forma más inclusiva de hacer sentir a los lectores (¿habrá alguno? Y, de haber alguno, ¿habrá llegado hasta acá?), algo más cercano, incluso el vos no estaría nada mal, aunque eso podría llevar a más de uno (si hay uno, hay dos, y eso es más de uno) a pensar que en realidad no es tan así eso de no ser de ningún lado, pero queridos (y queridas), una cosa es el lenguaje, y otra muy distinta es el uso del lenguaje. Bueno, en definitiva: Yo no sé si tenés idea del sufrimiento por el que estoy atravesando. Sí, te hablo a vos. ¿Alguna vez intentaste escribir algo? No una esquela, sino algo con sentido, con forma y contenido, algo bonito aún cuando las palabras fueran espantosas o al revés, algo que pensaras que fuera digno de leer en, digamos, quinientos años. Y que como no tenés nada a mano para metabolizar la genial idea en el momento en que el rayo te pincha la cabeza, porque estás en la calle, no tenés ni una bic ni un papelito arrugado en el bolsillo, y encima es tarde, llueve, todo está cerrado y tenés como veinte minutos de caminata sin resguardo alguno, cuando llegás a tu casa, desesperado, lo primero que hacés es tratar de sacarte el agua y la murria de encima, te secás, te abrigás, y a lo largo de todo el proceso te acordás de los nombres de todos los dioses griegos de los que nunca te acordarías si alguien sencillamente te preguntara, y al final, cuando refritaste la comida del día anterior, te sentás a la mesa, das el primer bocado y te limpiás la boca con el revés de la mano, en ese rumiante momento tu cabeza comienza a rumiar que te estás olvidando de algo, de la gran idea, de la que te va a sacar de la cloaca miserable que es tu vida, pero no te podés acordar de ningún modo, y te atragantás, y tomás a discreción agua, té, café, vino, pero nada, cada vez es peor, y ya te imaginás loco antes de serlo, que va, ya te diagnosticás de hecho y te das vos mismo la receta, que no sirve para nada porque tu cabeza va del hueco donde se supone que está la idea, más bien ya la tumba de la idea, con su lápida y las flores alrededor y todo, y vos mismo, con la barba de trescientos días y el salto de cama más que puesto enrollado de algún modo alrededor del cuerpo, yendo y viniendo, trazando surcos en el parquet y haciendo oídos sordos al palo de escoba de la vecina de abajo que no se cansa a su vez de protestar por el susurro de tus pantuflas indigentes a intempestivas horas de la madrugada. Sí, yo sé que vos sabés de qué hablo. Ambos sabemos. Entonces sabés que la estoy pasando mal. Que siento cómo los huesos crecen como enredaderas y se atenazan en torno a mis músculos, los asfixian, los hacen explotar, que se me saltan por los orificios de las orejas, de las narices, de la uretra, del culo, me salen por todos lados y me exterminan, me convierto en un animal que se devora a sí mismo. Es como el cuadro de Goya, como si Saturno no se comiera a sus hijos, sino a sí mismo, eso sí, pintadito tal cual por el mismísimo Goya, porque para estas lides otro no vale.
Increíblemente, me acordé de lo que quería escribir. Pero ahora está tan mediatizado por todas las líneas que acabo de implantar en mi cerebro; y en tu cerebro querido y/o querida lector/a, pues nunca me olvido de vos; ya soy tan otro gracias a la mera acumulación de tiempo aunque no de espacio porque juro que en momento alguno me moví de esta bendita silla desde la que tecleo pero que no deja de sumar puntos para diferenciarme fenomenológicamente del que en algún momento fui y ya no soy ni nunca seré, que ya la idea, la maravillosa idea, ese momento sin parangón no ya en la historia de las ideas sino de la literatura, la voy a apuntar en mi bloc de notas, para que la dicha y la fortuna de la inmortalidad me lleguen en, digamos, quinientos años. No, mejor aun, la voy a ocultar bien, para que no la encuentren antes de mil quinientos años, así al menos será, espero, tema digno de estudio de algún ingenuo y quizá no del todo desorientado estudiante de arqueología.

24/10/10

Ficción y fricción


Quedo desconcertado, mi cuerpo se encorva, adopta la forma de un signo mamífero de interrogación, a veces inicial, otras tantas final, como si practicara diferentes posturas de yoga. La pregunta es vieja, y la respuesta una nueva pregunta perenne. No puedo decidirme y afirmar eso es la realidad. Sólo sé que también adopta formas diferentes, que cambia y me cambia y que ambos nos cambiamos, incluso que nos intercambiamos. Otras tantas veces es simplemente como si leyéramos a dúo las primeras páginas de aquellos Motivos de Proteo, de cierto escritor que rodaba por las calles de Montevideo con su gesto adusto y distante.
Lejos de la intelectualidad es donde me siento mejor resguardado. Lejos de las tormentas lógicas, de los argumentos palaciegos, de las citas nada románticas, de los circunloquios rimbombantes y de los pájaros que te cagan en la cabeza. La mayor parte del transcurrir no es otra cosa que mi rostro contra el pavimento, arrastrado por la masa, atado a un burro que corre enajenado porque le han encendido fuego el rabo, llevado a empellones como un muñeco diseñado para exorcizar algún mal que aqueja al conjunto, sí, mi rostro arrastrándose contra el cemento, calentándose, derritiéndose, perdiendo su forma si es que alguna tenía, convirtiéndose en cera caliente, mezclándose con mis pelos, llegando al hueso y dejando que éstos se conviertan en polvo. Eso es la realidad. Pura fricción, una alta temperatura en crecimiento que me abrasa, me licua. A veces. Es una imagen en movimiento, una película. Y si no es movimiento, si la imagen es tan sólo una fotografía, el cemento permanece bajo mi mejilla derecha, pero no en el futuro, sino en mi presente, es mi rostro bajo una bota que se apoya con fuerza inimaginable y aplasta mis cabellos, hace salir pus por mis orejas, asfixia mi cerebro, hace saltar mis ojos y mi lengua se exhibe loca como un cucú desesperado.
Estoy en el metro, bajo todas esas escaleras mecánicas, hasta que constato que la línea que necesito tomar acaba de pasar; sí, hasta veo la parte trasera saludando al comienzo del túnel aún en señal de irónica despedida; entonces observo la pantalla informativa y constato cuántos minutos me separan del próximo tren. Me siento, decidiendo sin decidir realmente; como si fuera algo tan rutinario como dirimir entre ir al baño en el primer momento que sentimos la necesidad, o aguantarnos un poco; si tomar el libro que tengo marcado en la página tal, o conectar mis oídos a la música. Opto por lo segundo, fabrico un muro de sonido, y ahí siguen las cosas, como antes, pero al mismo tiempo como más lejos, como si pudiera verlas a través de la caída de agua de las cataratas, aunque con más nitidez, sepultadas bajo el peso de la música, ahí continúan las cosas, los avisos, algún ratón travieso que juguetea ahí donde el andén, las personas, los tacos de alguna chica que se escuchan como si pisaran en otra estación de metro y el túnel trajera un eco cansado, la mugre dentro y fuera de los basureros, las luces artificiales, las columnas, el tren que pasa en dirección contraria. Todo está ahí, pero podría ser un cuadro de Manet, una película de Tarkovski, un experimento en un laboratorio, una nube enojada, cualquier cosa. La resemblanza con un sueño puede resultar repetida, pero así es como todo aparece tras el caos en aumento y los ritmos cada vez más estridentes de The National Anthem de Radiohead. Todo el mundo está tan cerca. Esperando, esperando. Pero entonces y por algún motivo que no me interesa conocer las notas salen disparadas, rebotan contra las paredes, el techo, el suelo, nacen en mis auriculares y como flechas se clavan en las personas, imagino escenas salidas del Acorazado Potemkin, pero simultáneamente nada, todo sigue igual, en apariencia, y la trompeta se sale de quicio, mientras mi cuerpo está sumido en la más profunda apacibilidad, casi como dormido, en trance, o muerto. Encuentro algo patético en eso, pero mi inmutabilidad se mantiene así, empedernida, orgullosa, pasivamente agresiva, con los ojos perdidos en la pared que alguien construyó enfrente de mí. Y entonces llega el tren, y la realidad se va, como si entre ambos hubiera existido previamente un pacto secreto.
Nunca un beso puede ser algo más real. Un verdadero beso es un acto de redención, de reconciliación con la tragedia de existir. El acto de cuatro labios y dos lenguas que se traban en una pacífica batalla lejos de ser sensual, forma el único tentáculo que me une a la realidad, y sin embargo, la sensación es de irrealidad, de no estar, o más bien, de estar en otro lado, incrédulo ante el momento mágico, el milagro de que la materia y la no-materia puedan interactuar sin preguntarse qué es qué ni quién es quién, sin fragmentaciones, en perfecta sintonía, entendiendo que el nombre universo no es casual y que todo cohabita. Y los efectos opiáceos se esparcen por mi cuerpo, y me hacen olvidar las preguntas. O tal vez es un momento de sabiduría en el que por ello mismo no hay que postular ninguna, porque todo está claro, en orden, más allá de la neurosis racional. Así se convierte en una droga a la que hay que volver, cada vez con más frecuencia, en dosis más grandes, más intensas, hasta llegar al dolor, a la sangre que brota, y provocar la herida para repetir el placer. Pero para entonces ya no son besos, sino mordidas. Y los labios se transforman en salvajes fauces que procuran sangre y se relamen ante su solo aroma, como un lobo que acecha entre las nieves del bosque. Entonces todo está perdido, porque el lobo carga las pieles del asesino, cuando es una pobre víctima solitaria.
Estoy en casa, la página blanca ante mí como un océano en el que ineluctablemente voy a ahogarme. Me doy, quiero creer, a la ficción, de otra manera mi destino es el hospicio, el asilo como tiernamente llaman en inglés, el psiquiátrico. Y me digo que todo es un invento y el resto una excusa para convertir ocurrencias en palabra escrita. Todo queda moldeado por las líneas del alfabeto, por sus contornos, por las rectas, por los puntos y la falta de signos de exclamación. Una vez que lo veo inscrito, ya no sé qué pertenece a qué. A mí no, desde luego. O sí. La confusión me lleva a evitar el sueño y las multitudes, a no tomar el metro, a pretender que no poseo boca, a no sentarme ante el teclado. Acompañando el movimiento escucho una voz que me dice que todo es una fantasía.

17/10/10

Especulaciones dominicales


Quiero morir. ¿Cuántas veces escuché quiero vivir? Pues yo quiero morir. Eso no significa acá, ya y ahora, hic et nunc. Para nada. Quiero vivir. La repetición de ese deseo estereotipado que sólo esconde una vida angustiada, repetitiva, sepultada tras innumerables represiones, aburrida en suma, como si vida significara algo más que meter y sacar aire de los pulmones, como si se tratase de una serie de aventuras dignas de ser contadas, una mezcla de sudor, adrenalina, pasión, erotismo.
Yo quiero morir, tranquilamente, ver y sentir cómo se deshidratan mis poros, ver cómo encanece cada una de mis células, cómo crecen los pelos anárquicos por los orificios de los oídos, por las narinas, en los nudillos. Quiero experimentar el contraste creciente entre mi lentitud de desplazamiento con la dinámica del entorno. Quiero averiguar si realmente seré capaz de formular mejores preguntas, o formularlas de un modo mejor, ya que de las respuestas no me hago esperanza alguna. Quiero averiguar cuál será el tono que adquiera mi pelo, si será plateado o simplemente gris, como lo estela que dejará tras de sí mi andar.
Quiero saber si es posible percibir el entumecimiento de los miembros, el cansancio de los años clavado entre las costillas, la putrefacción de los órganos, el desecamiento de las entrañas, el bombear atrofiado del corazón, la escasez de aire para el cerebro.
Quiero que me dejen de joder con la vida, esa cosa que ya no tiene sentido, ese pulgar que sólo busca presionarlo todo, oprimirlo todo, incluido especialmente al que está al lado. Y que me dejen en paz con los grandes sueños, preanuncio de grandes tormentas pesadillescas, porque la vida es mucho más lo que no hacemos que lo que hacemos. Vivimos bajo el peso del subjuntivo, asfixiados por él, estrangulados por él, hasta que un día uno de los dos se cansa y cede.
Basta de miedo a la muerte, único reducto real una vez que alguien decide ponernos sobre la tierra. Basta de buscar significado, porque no lo hay. Basta de engaños, de mirar para todos lados. Basta de excusas y de subterfugios. Basta de solipsismo y de hipocondría. Si querés una explicación, alcanza con separar las pieles que te unen al cuerpo, a la altura de los pulmones, tirar hacia los lados, separar los huesos que conforman tu torso, y allí, entre las sombras sangrientas que conforman tu yo más íntimo, vas a encontrar algo. Escondido entre cartílagos, entre hebras de sangre que llevan y traen tus glóbulos rojos y blancos coagulados, entre el andamiaje que te mantiene erguido, en algún punto cercano a esas alforjas moradas que ingieren y expulsan aire. Pero no te animás, tus dedos no se atreven a convertirse en estiletes, en bisturís, en equipo de cirugía sin anestesia. Encontrarse con algo propio, no ya con uno mismo, es doloroso, es la parte de la imagen que no nos ofrece el espejo, la parte que no queremos ver, la parte para la que necesitamos anestesia general mientras estamos escondidos tras una máscara y no somos capaces de percibir las luces cegadoras del quirófano. Para entrar en tu yo, necesitás hacer una representación, la performance de tu muerte. Y ni siquiera lo podés hacer solo, necesitás un corso a tu alrededor. Necesitás los nervios, alguna lágrima, tristeza, búsqueda de palabras no dichas por falta de valor o por exceso de soberbia, presión de manos ajenas sobre tus muñecas en señal de afecto falso o verdadero. Y mientras esa muerte fingida es una preparación para la verdadera, sentís que eso es vida. Una pequeña marca en la existencia de los demás. Esperanza vana, una memoria que será borrada una vez que los demás; esos mismos que aprietan tus muñecas porque ya lo adivinan; también se extingan.

6/10/10

La destrucción de las palabras III – El Ocaso, o movimiento final


Como en una caja de resonancia viajan las palabras a través de mi cuerpo, una campana que baila y hace gong en lo alto de la torre y lanza en estampida cada letra y tras hacer rebotar por su interior cada frase hecha a medias y cada grito soltado al descuido. Todo cae, y como ecos se estrellan contra las paredes de la torre buscando el fondo, al final, oscuro, que tan paciente como inevitablemente las espera, allá, donde ya nadie las va a escuchar.
Cada día mutan, en su forma, en su idioma, en su significado, en su acepción, en su uso. Son masticadas, deglutidas, me alimentan y me hablan de mañana y de tal vez. Me golpean y me dan dolor de cabeza, me marean, me señalan con el dedo mal educado. Me caen mal, me producen diarrea, y allí salen, deformadas, malolientes, en un caos todo mezclado donde nada parece ya lenguaje, y sin embargo lo es. La materia se transforma, pero no desaparece. El dolor y la satisfacción se hacen uno y yo quedo sin explicación, las consecuencias están a la vista. Otra entrada a la lista de las cosas que tal vez no deberías haber dicho y que sin embargo dijiste. O tal vez fui yo. Todo es como un sueño donde hacemos juegos de rol, donde lo que hace uno bien podría hacerlo el otro. Qué más da quién dice qué. El lenguaje es el espejo donde vos y yo nos reflejamos. Puede que sí, que hoy te haya tocado a vos. Los dos sabemos que los dados darán luego otros números y seré yo el que te provoque otra anarquía intestinal.
Me producen rechazo, las vomito en cámara lenta, sin inclinar la cabeza, sin buscar refugio o intentar ocultar mi vergüenza. Mi organismo tiene sus límites, no todo puede ser tragado, así que lo devuelvo sin aviso, dejo que mis entrañas jueguen a placer y las moldeen a su antojo, mezclando un poco de vísceras, de jugos gástricos, de bilis añeja. Las lanzo alrededor, sobre vos, sobre todo, como una fuente que decora el centro de una ciudad, que baña con sus aguas recuerdos del pasado de viejas batallas ganadas cimentadas en la sangre de las víctimas propias y ajenas. Hoy no sé quién es la víctima, llamémosle reacción, como cuando comemos ese yogurt agrio, y no podemos controlar ni el dictamen del aparato digestivo ni llegamos a tiempo para cerrar las compuertas de ese submarino que es el esófago y todo se inunda.
Quedo hueco, más que antes, estoy en busca de la palabra potasio pero no tengo ni tabla de los elementos ni frutas cerca. Siento que la fiebre comienza a subir y se descansa en las temples, las masajea, les susurra frases imposibles que se convierten en estridencias que apuñalan mi entrecejo. Debo recostarme y cerrar los ojos hasta que mi sofá pase las turbulencias.
Comienzo mi abstinencia de palabras. Voy a dejar pasar las horas hasta que el volcánico vientre cese su actividad. Luego voy a comenzar a alimentarlo, de a poco, hasta que todo retome su cauce normal. Quizá lleve días, no lo sé, y no sé cuáles serán las consecuencias. No quiero mirarme y constatar que una vez más la experiencia deja la marca de sus pequeños latigazos alrededor de los ojos y sobre la comisura de los labios, o que dibuja finas serpientes que zigzaguean por mi frente. Sé que mi color es diferente también, más seco, más ocre, más tenue, más parecido a la muerte.
No oír, no ver, no tocar, no oler, no sentir, será no hablar, no pensar. Olvidar, en todo caso. Cuando alguna parte de mí recobre alguna energía, dejaré que impulse al resto, que lo acerque a un ya necesario vaso de agua que disimule la sed o la sequedad de mi garganta. Mientras tanto, ya veremos.

1/10/10

La destrucción de las palabras II - El Túnel


No, no soy Juan Pablo Castel. Y no, no maté a nadie. Al menos que yo sepa. Aunque todos cargamos con alguna muerte, por pequeña que sea. No, no soy el personaje de ese, mi gran autor. Pero la palabra es la misma, aunque tenga un significado diferente. Eso no la vuelve especial.
El túnel, hoy, es lectura, es un tubo cuyas paredes están forradas de historias por el que me escapo como quien ha visto al diablo (y decide huir, están aquellos que se sienten cómodos en su compañía, aunque luego paguen el precio de dejarse dibujar un collar por la guadaña), y esas historias están diseñadas como caminos de letras hormigas que sigo con mi lente de aumento, a veces deformadas por el capricho de la vela que ilumina mi movimiento.
Es evasión, una especie rara de ella, porque funciona como un opioide que me permite tomar un descanso entre un enfrentamiento y otro de la realidad. Es dolofina, un bello nombre que no hace honor a su origen, porque no pone fin a dolor alguno, en todo caso, como en el intermedio de una obra de teatro, deja todo tras el telón, pero sólo por un rato. Es un antídoto contra la muerte, contra la muerte prematura y momentánea, no la definitiva, esa viene un día y en todo caso te permite jugarle una partida de ajedrez durante un par de noches escondidas tras el humo de cigarros y los vapores de algún brebaje.
Viajo en el tiempo, tengo aventuras, estoy encerrado en casa, sufro enfermedades, me hieren o me apuñalan, yo hago lo propio, o me meto en historias sin argumento o contadas a varias voces, naufrago y me convierto en caníbal o un viernes salvo a uno de ser degustado por fauces humanas, me despierto sin habla y me dejo someter a investigaciones que me convierten en un mentiroso empedernido que termina suicidándose, izo la velas y hundo mi barco entre cruceros ingleses frente a la bahía de Montevideo, o desde el proceloso mar me dejo engañar por las falsas señales emitidas por algún astuto de Punta Ballena que me hace encallar y al que luego invito a escribir sobre gauchos, me trenzo en intestinas batallas donde los malos siempre llevan uniforme de colores gastados de tanto infligir dolor sobre vidas ajenas en aras de defender alguna de las miles concepciones de la paz, cada tanto aparece algún pirata con un parche en un ojo o una pata de palo o las dos cosas más un simpático papagayo en el hombro que no juega a ser conciencia alguna, viajo en el Orient Express pero soy inocente, me doy al alcohol y por algún mecanismo desconocido me redimo, soy uno de los hermanos que mata y uno de los que muere, hablo con fantasmas, que es decir que hablo conmigo mismo, atravieso Europa en el año 1942 y descubro el color que el infierno me escondiera, me tiro en el diván y cuento lo que me pasó y lo que creo que me pasó y lo que creo que creo que me pasó, me dejo arrastrar por una pasión, que a veces es eso y es mucho decir, pero que en exceso es una enfermedad más, o a veces no le hago caso y me quedo mordiendo el labio inferior hasta que la última gota de sangre se desprende de él, me subo a algún verso y me doy contra alguna nube que esconde alguna flecha que me devuelve a alguna de las tierras posibles y desde allí descubro que no hay un infierno, sino muchos, y que cada uno lo plasma como una especie de sala 101 a la carta, y que rodeando el infinito muro que los agrupa nunca podré identificar a ninguno o dará con el Ur-ur-infierno, algo así como el horno de la pizzería de la esquina un sábado por la noche.
El túnel es para mí una cueva en la que me escabullo para sobrevivir al invierno, ese lento otoño que no te mata de frío sino de aburrimiento en cámara lenta con hojas que nunca terminan de caer y donde el viento sopla viejas melodías inentendibles para mis oídos ya civilizados de una vez y para siempre. Tiene tapa y contratapa pero yo me quedo en la tierra intermedia, allí donde se puede escuchar la respiración de los seres que la habitan, con nombres nórdicos o ballenas que nadan por los siete mares para esquivar un arpón furibundo.
También es la cloaca donde me enfrento a mi propia inmundicia, y a veces también a la de los demás, o a la inversa. Todo huele a pútrido, a esfínteres descontrolados, a ganas de barrer debajo de la alfombra cuando no hay alfombra alguna. A cáncer y a célula en descomposición y a tu dieta al ajillo. O sencillamente a tiempo que pasa, que a veces corroe todo como al barco hundido en las arenas de la orilla del océano, y otras deja nada más que eso, olor a viejo, esa cosa indescriptible que se te va metiendo con los años en las manos, en la boca, en los ojos, en todas las partes del cuerpo hasta dejarte insensible a cualquier aroma funesto. Olor a cólera y a fiebre amarilla salida de un cuadro mural. Podredumbre sin spleen y sin opio ya porque el crédito llegó más allá del límite y después se paga con el cuerpo, o la dosis cumplió su misión, o tal vez la trastienda de la tintorería china ya cierra por hoy sus puertas.
Me escabullo en el rincón más oscuro del oído, el más oscuro, allí donde ya no hay nada para ver y todo es sonido, incluso el silencio, que a veces habla más nítido que el lenguaje mismo. Ese lugar donde habitan los secretos y donde no existe la innecesaria moral porque la realidad es un eco muy lejano, y donde pese al azabache que todo lo pinta puedo ver sin rubor alguno como tus dedos se mueven suave y lentamente siguiendo un movimiento circular, o a veces son mis propios dedos que lo hacen mientras tu mano se cierra sobre mí y comienza a mecerse como si fuera un péndulo cuya curva fuera vertical, e intuyo que estamos frente a frente con miradas que se atraviesan, extáticos, como si el tiempo fuera tan sólo eso, movimiento y gritos y muerte y renacimiento.
Y entonces puede que sí sea Juan Pablo Castel, y que sí, que haya asesinado a María Iribarne. Eso no lo sé, sólo puedo decir que me trepo a otro libro para poder escaparme de la ficción. Y funciona. Porque ahora estoy del otro lado. Más allá de la ficción y de la realidad.