30/8/10

Crónicas de H. (5)

De repente le viene el nombre de V. a la cabeza, y como por artes mágicos H. se ve trasladado a otra ciudad, a otro tiempo. Su ciudad, su infancia. O no, no tanto, ¿su adolescencia, su primera juventud? El recuerdo se presenta un poco confuso, pero luego de unos rápidos cálculos y comparaciones con otros sucesos, todo queda en su lugar. V. pertenece al final de la infancia y principio de la adolescencia de H. Dónde está ese punto, bueno, eso es más difícil de determinar, puedo decir que para H. está más o menos entre los doce y los catorce años, época por la cual de a poco iba trocando su interés por los juguetes infantiles y procuraba ocultar las erecciones que lo atacaban sorpresivamente una y otra vez, ejerciendo un interesante contraste entre su propia vergüenza y la desvergüenza de esa parte de su cuerpo que comenzaba a conocer la anarquía de las hormonas, y que no respetaban situación ni uso ni costumbre alguno.
H. caminaba a la salida de su trabajo, como tantos días pero como pocas veces por ese pasaje, cuando dio con una peluquería que le hizo pensar que necesitaba recortar un poco su pelo. Inmediatamente le vino a la mente la primera vez que pisó una peluquería en un país extranjero. Esa vez primera descubrió todas las dificultades que puede suponer pedir un corte de pelo de acuerdo a su gusto; es decir, así y así; en un idioma que no es el propio. Años de estudio, lograr entender a dos o tres personas respetables en dicho idioma, para terminar no pudiendo entenderse fluidamente con el panadero, con el verdulero, o como aquella vez, con el peluquero, y haciendo así y así pero con las manos, imposible encontrar las palabras justas, no sea cosa de terminar trasquilado, y de ese modo, como en una película de cine mudo, H. señalaba con su índice ora el largo deseado, ora la posición de la raya, ora las orejas, y se delineaba una imaginaria silueta que correspondía a la patilla, todo ello entre las palabras que sí estaba seguro que podía utilizar y que no le depararían sorpresas desagradables. La lección terminó siendo esa vez que en realidad también en su idioma materno H. apelaba al lenguaje corporal, que el porcentaje que éste ocupa en la comunicación diaria es mucho más importante que el que a primera vista le adjudicaba. Lo segundo que le vino a la mente fue la ya mencionada V. Su figura lo asaltó luego de que como cada vez H. hiciera una suerte de inspección previa del local, mirando a través de una de las dos vitrinas, esperando a ver si todo coincidía con la visión del mundo que él tiene y de acuerdo con la cual una peluquería tiene que tener ciertas características. Como si buscara la lista de precios, sus ojos pasan por los peluqueros para ver su aspecto, pues no todos le gustan, por ejemplo, los muy jóvenes con los pelos pintados de colores y cortes que no existían cuando él moldeó su idea sobre cómo debe lucir su pelo, o los muy mayores con aspecto de querer tener un cigarrillo entre los labios mientras hablan sin parar al son de los tijeretazos que se mueven en una y otra dirección mientras las cenizas se desprenden y buscan levemente el suelo. También echa un vistazo a la decoración del lugar, no quiere que sean demasiado modernos ni demasiado clásicos, que los muebles no parezcan de usar y tirar porque así pueden ser también los instrumentos que utilice el peluquero, pero sí que parezca que tienen cierto tiempo instalados, como señal de que la peluquería lleva tiempo funcionando y así acreditar un mínimo de calidad. Por último mira a los clientes, esperando detectar que tienen un mínimo de gusto, y así, observa sus gestos y movimientos, intenta reconocer posibles tics, y busca en sus muñecas y otras zonas los accesorios donde pueda identificar su nivel económico al tiempo de saber si lo que el corte de pelo pueda demandar, él, H., está dispuesto a desembolsarlo, porque en definitiva se trata de algo que tendrá que repetir en un máximo de dos meses. Toda esa operación, pulida y perfeccionada con los años para realizarla en pocos segundos por miedo de aparentar ser un fisgón, algo que de cualquier modo es, lo pone esta vez delante del perfil de una chica que lo conduce irremediablemente a V. y a la época nombrada. Esta vez el procedimiento sufre una modificación inesperada, y olvidando todos los detalles que entran en juego a la hora de decidir si entra en una peluquería o no, sus ojos quedan absortos en el contorno que la parte derecha de ese rostro juvenil que tiene delante le ofrece y le impide prestar atención a otra cosa. Cuando se percata de ello y de que lo que tiene frente a sí del otro lado del vidrio a unos metros de distancia no es V. sino una chica que es una adolescente en el presente inmediato, piensa que su madurez puede dejarlo mal parado frente a ojos de terceros de esos que tienden a ver depravados en cada esquina. Luchando contra tanta actividad mental H. deja que simplemente sea su cuerpo el que tome una decisión. Cuando se percata está ya dentro del local buscando un asiento en el cual dedicarse a esperar su turno. La peluquera dirige brevemente su mirada hacia él y le dedica una sonrisa, tras lo cual le indica cuál es el tiempo aproximado de espera que tiene por delante. H. asiente devolviéndole la sonrisa y mira a su alrededor, sobre la mesa que tiene delante proliferan esas revistas de las que conoce su existencia por verlas saltando de los escaparates de los quioscos y que siempre ostentan en portada una chica bonita con mucho maquillaje entre titulares que apuntan a la moda o a la sexualidad o a las dos cosas. Toma una sin prestar atención cuál, con el contexto como cómplice, igual que en la sala de espera para la consulta médica, sabe que cualquier lectura está permitida.
Después de un par de minutos procurando comportarse como un cliente normal, H. se decide a dirigir nuevamente sus ojos hacia la chica a la que le están cortando el pelo. Ahora, luego de haber cambiado de perspectiva, puede ver su rostro reflejado en el espejo, y que esa imagen sigue coincidiendo con la imagen que tiene de V., excepto por algún que otro detalle. Tras unos instantes sus ojos mantienen la mirada pero ya no ven a la chica ni a su imagen, sino que se pierden en las memorias que ponen a V. delante de él en diferentes situaciones. Mientras se sucede una y otra imagen, comienza en la cabeza de H. una metralla de preguntas ¿qué será de su vida? ¿Dónde estará ahora? ¿Estará viva y tendrá familia? ¿Será feliz? Entre el punto actual de su vida y el momento al que se ve retrotraído intenta buscar cuántos años tuvieron en común, y eso lo conduce a la pregunta ¿cuándo fue la última vez que nos vimos? En esa dialéctica de pregunta y pregunta, pues no tiene respuestas totalmente claras, llega a una nueva cuestión, ¿por qué estoy pensando en V.? Porque no es que en realidad haya pasado algo especial entre ellos. Compartieron estudios, alguna que otra actividad derivada de ellos, sí, pero ninguno tuvo un rol significativo en la vida del otro. Luego ¿pero verdaderamente la chica que tengo delante se parece a la V. que conocí, o simplemente se parece a la V. que mi memoria conserva, o se trata en realidad tan sólo de un error por el que cierta forma de nostalgia lleva a mis sentidos a inscribir formas conocidas en rostros desconocidos? H. no lo sabe, pero vuelve sus ojos a la revista que tiene entre sus manos, porque sí tiene claro que es tan sospechoso un adulto que fija su atención en demasía sobre una adolescente, como uno que deja ver que piensa sin más, sin necesidad de depositar sus ojos para dedicarse al menos a un pasatiempo tan digno de olvido.
Los minutos que en una espera habitualmente parecen horas, se convierten en segundos en los que la memoria de V. oficia de disparador. H. ha vivido en diferentes lugares, así lo quiso su destino o un conjunto de decisiones en las que H. tuvo un mayor o menor grado de participación, o como suele suceder, ninguno, y de las que ni siquiera tuvo conocimiento al respecto. Digamos que los lugares dignos de ser contados como que vivió son cuatro, su ciudad natal, dos más, y la actual ciudad. Tres países. El resto pueden considerarse cortas estadías o simplemente vacaciones. La forma de dividir estos momentos de su vida no es matemática, no responde particularmente al tiempo de duración de cada uno, ni tampoco a una arbitraria valoración sobre la posible huella que estos lugares hayan podido dejar en su alma, que todo lo suma y lo archiva como si de un álbum de fotografías se tratara. No, puedo decir que H. ha decidido que su vida puede decirse hasta el momento como transcurrida en cuatro sitios diferentes apelando a ciertas pautas literarias.
Siguiendo a Mario Benedetti; que en algún lugar decía que una narración tiene una estructura externa, o podemos decir formal (los capítulos, las secciones, las partes, etc.) y una estructura interna que puede dividirse en planteamiento, nudo, y desenlace; puedo decir que H. está singularmente atado a los nudos y que siente por ello obsesión por los desenlaces. El nudo pone de manifiesto el desarrollo a la vez de ser el nexo entre el inicio y el final de una historia, pero H. ve también el nudo como algo inextricable, como si un marinero le entregara uno imposible de resolver o como una espina que queda atascada en su garganta. El desenlace, no otra cosa que la resolución de la historia, se le escapa, ese momento donde de alguna manera u otra se resuelve el argumento que pueda existir o lo que le dé un sentido al mismo, ese momento en que o la espina termina de perforar el conducto de la garganta o las palmadas en la espalda logran expulsarla. H. ve su vida como una serie de nudos sin desenlace, como una seria de historias sin resolución.
Esta idea lo atacó la segunda vez que cambió de ciudad. En ese momento cobró conciencia de que su vida se desdoblaba, de que por un lado estaba el H. que comenzaba a vivir en una nueva ciudad, mientras el viejo H. permanecía en la ciudad que lo veía partir, es decir, que había a partir de ese momento más de un H. Por un lado estaba la infranqueable linealidad de su propia vida, una línea que puede trazarse más o menos recta desde su nacimiento hasta su futura muerte, pero por otro lado comenzaban nuevos puntos cero, nuevos alfa, que perfilaban el trazo de nuevas líneas en diferentes planos, cada uno de ellos sin contacto alguno con su vida anterior, como segmentos que no lo unían ni a su propia vida ni a la vida de otros. Cuando comparaba su vida con la de las personas que conocía; amigos o familiares, da igual; que continuaban con sus vidas en el mismo lugar, podía apreciar; a veces con cierta envidia, otras con desinterés, e incluso también a veces con desdén; que sus vidas respondían a cierto modelo de línea única, donde era posible unir por los puntos nacer, crecer, aprender, estudiar, tener novio o novia, trabajar, casarse, tener o no tener hijos o hijas, adquirir auto o no, tal vez casa propia, divorciarse, retirarse del trabajo, enviudar y morir o morir antes de enviudar. Al mismo tiempo H. viajaba, se sometía a las leyes del movimiento, donde empezar de cero en un nuevo lugar significa exactamente eso, como volver a nacer, donde el proceso de crecer, aprender, estudiar y conocer gente se repite incansablemente. El insumo de tiempo y energía que esto supone puede parecer sobrehumano, incluso para H. que debido a que sus nuevas locaciones han estado siempre conectadas a su trabajo, y de ese modo siempre se ha visto su vida material solucionada de antemano, sin tener que preocuparse más que de encontrar un apartamento de su agrado, el resto tan sólo se ha tratado de acomodarse y acostumbrarse a su nueva oficina, al diseño del edificio, al nuevo personal con el que le toca en suerte interactuar, a la forma en que la luz del sol ingresa por la ventana de su habitación, y no mucho más. Pero de cualquier modo hay algo que siempre le hace sentir a H. que vuelve a convertirse en una especia de bebé, al que por tamaño y años no se le permite berrear o patalear en caso de padecer hambre o molestia de algún tipo. Porque hasta el aire que entra y sale de sus pulmones es diferente, es decir, todo, una especie de síndrome de cambio de horario perpetuo. Una nueva dimensión. Cuatro, vuelve a repasar H.
Frente de sí la cabeza de la chica con su montón de placas de papel aluminio para hacer claritos parece ahora una azotea con paneles solares. La peluquera la deja entonces para que la tinta haga su trabajo, y mientras, comienza a atender a otra mujer que se encontraba esperando anteriormente. H. mira su reloj. Tiene tiempo. Se distrae mirando hacia afuera, en el cielo puede distinguir algunas nubes. Vuelve la vista hacia el interior de la peluquería. La nueva mujer a la que le están cortando el pelo parece ser una clienta habitual, de esas que se mueven como si estuvieran en su propia casa, que tutea a la peluquera mientras no para de contar su vida incluidos algunos detalles que podrían juzgarse tal vez de íntimos o indiscretos. Su interlocutora, fiel a una tácita tradición de los peluqueros y los bartenders, se atiene a hacer signos afirmativos mientras intercala preguntas sobre lo que la mujer desea, y como buena peluquera escucha sin valorar las palabras de quien le habla, cada tanto haciendo también alguna pregunta como para demostrar interés y avivar así las historias de sus clientes, algo que a ojos vista da placer a la mujer que se siente halagada por despertar interés con la información de su vida privada. Es sabido que las personas, aún cuando desacrediten al psicoanálisis, hacen de cualquier lugar su diván para echar fuera un par de cosas como si fuera lo más normal del mundo y luego así sentirse mejor, para el caso más aún, con renovada apariencia.
H. baja la vista y pasa unas páginas. Leer supone eso, pasar páginas de cuando en cuando. Antes de enfrascarse nuevamente en sus ideas echa una mirada a la adolescente, que masca chicle mientras se mira en el espejo como si únicamente existieran tres cosas en el universo: su cara, el espejo, y los paneles solares. Los papeles que cubren parcialmente sus cabellos le interesan por sobre todo porque de ellos dependerá su destino más próximo, pues esconden bajo de sí el secreto de su apariencia para los próximos días, tal vez semanas. Algo de vida o muerte entre sus pares, pues si el resultado es positivo, significará puntos, aceptación en el grupo, caso contrario, significará exponerse a las típicas burlas y torturas verbales de las que es capaz un adolescente.
En eso se ha transformado la vida de H., cuatro dimensiones por las cuales ahora transita. Porque cada nuevo sitio en el que le ha tocado vivir ha significado la construcción de un nuevo universo, un universo personal se entiende, pues cada vez que ha vuelto a nacer, el entorno ya estaba ahí con anterioridad, con su reglas y costumbres, y con sus formas de decir sí y de decir no. Pero los cuatro momentos, pues debemos incluir el actual, responden tan sólo a lo que para H. pueden ser vistos como tres posibles desenlaces. Para él esto quiere decir que él ha tomado alguna decisión sobre su propia vida, que existe algo que le permite explicar porque hoy está donde está, que existe un conjunto de razones que lo han depositado hoy en esa peluquería. El resto no cuentan, constituyen nudos que se esconden bajo la alfombra donde se acumulan las decisiones no tomadas. El problema en todo caso es que H. es uno solo, y que esas cuatro dimensiones coexisten en él, todo unido por la línea directriz. Hace un rato comenzó pensando en V. y en diferentes experiencias compartidas con ella, pero si piensa en otros momentos y en otros lugares y personas, por un lado la memoria se deja dibujar y se deja metamorfosear en aguafuertes, en tintas chinas, en polaroids, en fotocopias más o menos fieles de una realidad que alguna vez existió y que ahora sólo permanecen dentro de H. Pero por otro lado precisamente piensa él, qué pasa con todo ese conjunto de imágenes que vuelven a él pero que también están fuera de él, es decir, fuera de él, si es que alguien más las posee, si quedan en alguna suerte de registro por el que V., pongamos por caso, en algún momento recuerda algo de lo que H. está recordando ahora, si él es parte de la memoria de ella, o si tan sólo ha desaparecido como si nunca hubiera existido. Tras haber cambiado de lugar en más de una ocasión, tras haber interrumpido la comunicación con otras personas en sendas oportunidades y haber cortado así el hilo de Ariadna que lo une a ellas, esto tiene un papel importante. Porque al tener historias por acá y por allá donde las cosas se quedan a medio camino, con la mejor de las suertes atascadas en el nudo, la vida de H. parece destinada al olvido. Lejos de su familia y de quienes le conocen, ese grupo de potenciales supervivientes que se supone algún día asistirían a su funeral, y rodeado de un infinito número de desconocidos entre los cuales de cuando en cuando comparte un café o una copa, nadie, absolutamente nadie, sabe de él. H. toma conciencia del ser anónimo de su persona. Como Ulises pero sin cíclopes ni Polifemos que griten su nombre ni grandes aventuras para contar, H. se vuelve precisamente eso, nadie.
Pero ¿cuáles son realmente esos desenlaces que le permiten dividir su vida en cuatro momentos? Y, ¿pueden ser llamados así? ¿Qué es lo que convierte a un desenlace en tal? Si H. mira hacia atrás puede apuntar el haber querido tener en su juventud una experiencia allende fronteras, eso que justamente la gente da en llamar comenzar una nueva vida. Más tarde decidirse por otra ciudad dentro de ese mismo país, una ciudad ya conocida en viajes y a la que no fue como a la primera, que termina convirtiéndose en una figura del azar que se manifiesta como en realidad es una vez que uno lleva su vida adelante dentro de sus muros. Y finalmente B. Cuando H. piensa en B., y lo hace con mucha frecuencia, siente que fue una figura enviada para incrustarse en su vida y así descubrirle que la pasión es algo que puede existir aunque no lo sepamos de antemano y que no sólo es propiedad de los relatos o desde hace cierto tiempo también de las películas. Pero un día, B., que era un par de años más joven que H., le comunicó su deseo de hacer lo mismo que H. había hecho en su momento, es decir, que dejaba el país, su país y en el que por aquel entonces vivía H. Agregó que luego de reflexionar mucho sobre el tema había decidido anticiparse a la posibilidad de que H. quisiera acompañarla, y que quería marcharse sola. Ante tal determinación H. obedeció, pero de acuerdo con su forma de ver las cosas, esto constituía un desenlace para B., mas no para él, que no había formado parte alguna en el proceso decisorio, así que se quedó derrumbado por el peso de las interrogantes que suelen acechar a la víctima en estas situaciones, quedando sumergido en una profunda depresión. B. era una fuente de vida, y ahora el agua que salía de ella se le escurría entre las manos sin que él pudiera hacer nada por detenerla. Estuvo así durante ese periodo que dura hasta que uno sabe que no hay que buscar lo que no se va a encontrar, y decidió entrar en buenos términos con los por qué que lo perseguían por donde fuera. Hasta que un día se cansó de caminar solo por las mismas calles que lo hacía con B., de frecuentar todos esos mismos lugares que ahora no eran fuente sino de alfileres que se le hundían en la piel. Se hartó también de cruzarse con amigos que le preguntaban por ella, como si él fuera un diario o una emisora de radio con las últimas novedades sobre B. Entonces tomó la decisión de hacer las valijas una vez más, para dar con la ciudad en la que hoy lo tenemos, la que nos lo deja en esta peluquería a la espera de su corte de pelo, mientras se embarca en conversaciones con V., con B., con distintos amigos y conocidos a los que a veces puede ponerles nombre y otras veces no y que como espectros se presentan sólo de manera algo difusa, repasa los pro y los contra de abandonar el país con su familia, luego con otras personas en otros países, discute distintas posibilidades con las personas de su trabajo, algunos con los cuales aún mantiene contacto.
Pero la historia no termina ahí, porque también se imagina viendo a cada una de esas personas tanto en los entornos en que las conoció como en el presente que le toca vivir, esperando que de un momento a otro fueran a entrar en la peluquería y como graciosa casualidad que los uniera coincidieran allí, para pasar de las risas que esto pueda despertar a hablar de cualquier cosa con tal de matar el tiempo y de sentirse bien en mutua compañía, planeando donde tomar algo luego de la peluquería. La imagen más persistente es la de B., esa tercera etapa de su vida en la que creyó conocer la palabra plenitud. H. ya le ha perdido la pista, no tiene idea de dónde pueda ella vivir ahora, pero sin embargo se encuentra con ella en su ciudad, también en la ciudad donde se conocieran, y también se encuentran en la peluquería en la que por alguna traviesa razón está también V., todavía envuelta en el cuerpo de una chica de unos quince años, pero siendo al mismo tiempo esa chica que nada tiene que ver con V.
Así, de algún modo que H. no puede explicarse, a eso que llama la línea directriz de su vida se le suman fragmentos nunca vividos que alargan los segmentos reales que constituyen las diferentes etapas de su vida, y que le hacen sentir que vive múltiples vidas simultáneamente. Invierte su tiempo en la fabricación no buscada de nuevos sucesos, con el sólo propósito de dar con algo a lo que llamar desenlace, ese punto que le permita poner un punto final a cada historia y así pegarla a un inicio y a un nudo, empastarlos de tal modo que no sea posible unirlos de otra forma, a modo de explicación última y ello aún sin saber para qué necesita una explicación, pues tal vez la vida no sea más que eso, un montón de eventos que nos empeñamos en ordenar y clasificar, para luego encerrarlos bajo un título que nos permita contar las cosas como si existiera un orden primigenio tras ese telón que cae al final, o incluso antes, algo en lo que nos empeñamos y con lo que nos contentamos para justificar algo que tampoco sabemos qué es.
H. se pierde en esos mundos, se choca con las personas y los personajes de cada una de sus vidas, que a veces se confunden a su vez y en ese ir y venir uno se cuela y pasa a una historia que no le corresponde; sobre todo B., la ubicua B., y sobre todo ahora que ha vuelto a estar solo; pero H. sabe que predomina esa línea que permite que todas las demás se fusionen entre sí, o que incluso funcionen independientemente una de la otra, oficiando así quizá más como punto de fuga. Sabe que entre los múltiples H. hay uno que predomina; aunque la mayor parte del tiempo no tenga del todo claro cuál sí le consta que hay uno; y que cuando llegue el desenlace final, todos los H. que ahora vagan por diferentes lugares se resumirán en él, se volverán uno, y eso será lo que dará el único sentido a lo que verdaderamente es H., sin importar cuál sea ese sentido.
La peluquera se acerca, y con simpatía lo dirige hacia el sillón donde lo recuesta para lavar su cabeza. Antes coloca una pequeña toalla sobre sus hombros, y luego comienza a echar agua sobre sus cabellos. Le pregunta si la temperatura del agua está bien para él, y el mueve la cabeza tímidamente en señal afirmativa. Una vez puesto el shampoo las suaves manos de la peluquera comienzan a darle un masaje por el cráneo. H. se deja ir guiado por los movimientos circulares que lo adormecen. Olvida por un momento su pasado y las historias que se repiten una y otra vez sin principio ni final, tal como en los sueños. Sólo piensa que esa sensación de placer y tranquilidad le recuerda a algo de su infancia, algo indefinido y para lo que curiosamente no tiene ningún tipo de imagen. Eso lo reconforta. En ese momento, la peluquera termina el lavado y lo conduce al sillón que está al lado de la reminiscencia de V. Inmediatamente, H. le indica que quiere un corte así y así, y las tijeras comienzan a sisear a unos centímetros de su cabeza.

22/8/10

Sol-i-loquio

Por la ventana se filtran los últimos rastros del luminoso día, y con ellos va despertando la aurora de mi melancolía. Quizá sean el embrión de estas letras, pero, ay, escribir que uno duda es tan propio de otro que ya crece también la culpa por la inseguridad. Y así, otra semilla que crece.
Busco las palabras. Curiosamente encuentro manadas de ellas, enjambres de ellas, multitudes de ellas. Pero no son las que necesito, éstas se esconden detrás de las primeras como conejos en su madriguera, en el punto más alejado de la luz, mi lápiz que intenta trazarlas. Las palabras que no busco se agrupan, forman rocas cada vez más grandes, cada vez más duras, granito sólido que forma montañas. Entonces tomo el cincel y no busco dar forma a nada, en realidad quiero destruir, tirar abajo, para poder acercarme a lo que anhelo, esas tímidas, escurridizas, pequeñas palabras que se esconden detrás de esas sus monstruosas hermanas que todo lo tapan. Labor de Sísifo labrar la piedra que se reproduce. Mientras se forman ríos, crecen árboles, nacen animales, se forma un nuevo caos con su imagen especular el cosmos, todos conviviendo juntos, todos sabiéndose y odiándose sin saberlo, resistiendo cada uno a su manera, procurando no ser devorados por algún Saturno hambriento.
Sé que la búsqueda es mi destino, aunque mejor quisiera decir que tal vez lo sea. Es un problema, una vez que los mecanismos del pensamiento se disparan, sabemos que éste funciona, pero poco más. Vemos los engranajes como si estudiáramos un reloj, pero tan sólo para inventar una hora, un minuto, un segundo. Un momento que ya no existe y que no sabremos si existió, porque en todo caso quedará flotando sonriente en las costas de nuestra imaginación. Casi digo memoria, esa pequeña pérfida que nos define mientras nos clava sus puñales perpetuos por la espalda mientras nuestros ojos se fijan inocentemente en el porvenir, en lo por venir que nos encuentra desprovistos de inocencia alguna.
Mientras mi herramienta trabaja tan incansable como desconsoladamente, la pregunta se transforma, busca su identidad también, quiere encontrarse, definirse, dejar su paso marcado en la ciénaga que todo lo traga. Lo único que se va cincelando es un para qué inmenso y permanente. Comienza la sospecha, puede que se trate de un no distinguir el árbol del bosque, o a la inversa. A la postrer todo se trata de reorganizar, de juntar el polvo con el agua e ir moldeando la argamasa. Está ya allí y lo inventamos. Suerte de sutil paradoja, que una vez escrita, la leo y como por arte de magia deja de serlo. Puedo distinguir ahora el vórtice por donde todo entra y todo sale. Pero a riesgo de perder lo que estaba buscando, porque ahora no sé de qué lado buscar, no sé si sentarme a esperar a que la musa me bese la frente o si debo seguir empujando la rueda. Finalmente, mientras decido esperar, opto por empujar la piedra que a su vez talla callos sobre mis manos.
Las rocas, esos colosos, son mis miedos. Puedo adivinar tras de ellas también a algunos de mis fantasmas. Enfrentarse a ellos es la única tarea a la que puedo arrojarme. Quizá se trate de los consabidos molinos de viento, pero como el Hidalgo Quijano, Quijada, o como se llame ese señor, prefiero ser arrojado por las aspas y que mi cuerpo se consuma mientras las palabras que viajan en la maleta de mi mente se baten a duelo con mi verbo interior, ese que está antes de mí y que, gran frustración, nunca logro ni traducir ni convertir en palabra digna de ser llamada tal.

20/8/10

Algunas clases que me perdí

No sé por qué no me enseñaron que Salsipuedes y que Rivera, yo sé del Éufrates y el Tigris, Mesopotamia más famosa que la del Paraná y el Uruguay. Yendo por los ríos de la vida siempre descubrí junto con el Oscuro que nunca me baño siendo el mismo, hoy portando lágrimas faraónicas traídas especialmente desde el Nilo, que en su delta tuvo a bien crear una biblioteca y destruirla para que luego se escribieran infinitas bibliotecas sobre ella.
Puedo entender cómo comprar un ticket de tren en quince idiomas, pero no logro entenderme a mí mismo en ninguno. Me enseñaron a pronunciar la erre que erre y la ese y la zeta, la be larga y la ve corta, para que después cada cual las pronuncie afín a su capricho, pero no me enseñaron que un día iba a tener que viajar sin boleto de regreso por la sencilla razón de porque porque y porque. Ahora puedo pedir una cerveza en sendos idiomas y tratar de olvidar el detalle a la hora de dejar que mi cabeza navegue por los oscuros mares de mis sueños.
No me enseñaron a llorar a los muertos que cayeron a manos de los que pasaron antes que yo por el costado oriental del río Uruguay, pero reniego de estos últimos como de los que se dejaron seducir por los Stalin, Hitler, Custer, Pol Pot, Franco y amigos, textos repletos de biografías sobre ellos, sin tener cabal idea de quién pueda haber sido José Gervasio Artigas. A duras penas aprendí que lo que me querían decir es que la historia se puede contar como si no fuera algo que hicieran las personas, como un ente independiente, pues ya se sabe que la naturaleza no es responsable de nada, que reposa más allá del bien y del mal, llámese volcán, maremoto o tsunami. Y así, la historia galopa sobre las páginas de los textos oxidados como si otros, seres desconocidos a los que nadie llamaría antepasados, la hubieran puesto en práctica. Al conjunto le llaman tradición, que, en mi mala traducción, no significa otra cosa que traición.
No me enseñaron que al fin y al cabo todos somos personas, cada uno con sus mañas, y que estas mañas cuando populares, se llaman normalidad. Me mostraron el mundo como quien hace un paseo por los pasillos del Louvre, un gran edificio palaciego lleno de maravillas dignas de admirar, incluida la Venus desmembrada pero bien alimentada, hasta que un día vi como cargaban los restos irreconocibles de un ser sin carnes cuando la liberación de los campos de concentración, siguiendo sin entender como sus huesos lograban mantenerse unidos. Debe ser que falté a alguna clase de Anatomía también.
Al final me arrojé a los mares, pero carente de épica, me subí a las alturas en esas aves rapaces que cuando bajan te dejan en manos de centros de pérdida de la dignidad y la identidad, aunque claro, todo en pro de la propia seguridad. Allí todo se divide en control y centro de compras, y donde todos son víctimas de ser criminales en potencia. Pasada la prueba uno recupera la persona que era, o eso cree, y puede ir a buscar sus maletas, adquirir un perfume dudosamente más barato, y comer más caro. Ah, también hay baños, nada más práctico para después de un momento de estrés.
No me enseñaron que los buenos modales pueden ser tan sólo una seña de debilidad a los ojos del escrutador o del simple transeúnte de cualquier ciudad, cuando lo que mejor funciona es un simple codazo y sin disculpas (más bien como poniendo cara de eso te pasa por meterte en mí camino), pero por suerte en las horas de aprendizaje fuera del aula pude tomar algunas notas y evitar que me vendan algún que otro buzón, aunque ya tengo varios en mi haber y sé que inconscientemente tal vez procuro venderle alguno a otros desprevenidos, pero más por hacer lugar en mi vivienda que por hacer mal, ya que sumo tal vez demasiados bártulos de todo tipo, problemas, y cuentas, y olvidos, e historias sin terminar, y estrellas fugaces a las que se les ocurrió hacer un alto en el camino.
Creo que quiero abandonarme a los designios de la generación y la corrupción, quiero vivir mi vida geocéntrica y reposar mis huesos hasta que el determinismo o la casualidad decidan qué quieren hacer de mí y conmigo. Quiero convertir mi alrededor en una montaña del rey, y darme a pasear unos minutos como solía hacerlo el de Königsberg, que como por allí no brillaba el sol, tenía la delicadeza de pasearse todos los días a la misma hora para que las buenas gentes pudieran adivinar qué hora del día tocaba. No puedo prometer puntualidad, pero al parecer no se precisa ir muy lejos para aprender unas cuantas verdades sobre el planeta y sus habitantes.

3/8/10

Crónicas de H. (4)

El domingo bien podría ser un día insoportable para H. Pero no lo es, al menos no en su totalidad. Como el día que va mutando con su propio paso, al acercarse la caída del sol la tranquilidad, real o aparente de H., se va transformando en angustia. A la manera de los antiguos augures romanos que estudiaban el vuelo de las aves, H. ve en el color del cielo que va cobrando tonos más oscuros únicamente el presagio de lo que indudablemente terminará por convertirse en lunes. En un lunes más, porque nada especial pasa en ninguno de ellos si los miramos de a uno. Cuando nos alejamos y miramos el calendario que cuelga de una de las paredes de la cocina de H. podemos apreciar que los días pasados están tachados con una marca, una cruz que revela la invariabilidad de lo que cada uno es, el mero transitar del tiempo, nada más. Imaginar la transformación del futuro en pasado pasa por ver más cruces donde todavía no las hay. Es como si H. fuera un preso que contara los días de su pena, esperando salir de la cárcel que es su cuerpo. Cierta vez el propio H. leyó en un artículo que alguien realizaba esas marcas directamente sobre su piel, es decir, sobre las paredes de su celda. Para él basta con el calendario, porque hay muchos tipos de heridas, y las del cuerpo no le parecen las peores.
A determinada hora suenan las campanas de la iglesia que está en la esquina de su casa. Dichas campanadas cumplen una función, o bien suenan cada hora, o bien dan noticia a sus prosélitos de que el servicio está por comenzar. Antes también informaban de otras cosas, por ejemplo, en tiempos de guerra anunciaban la aparición del enemigo sobre la línea del horizonte, y por lo tanto eran señal de peligro, de ir a buscar o bien refugio o bien resguardo tras la muralla para presentar batalla. Debajo del campanario, la torre de la iglesia ostenta un gran reloj. Inconscientemente, cuando H. sale a dar su paseo dominical, es lo primero que mira. Ahí están, las agujas, señalando el momento cero de su salida, confirmando que es la mañana y que siendo aún temprano, sus pasos resonarán repitiendo su propio eco, haciéndole creer que forma parte de una multitud que marcha en dirección al centro de la ciudad.
Su casa no queda exactamente en el centro mismo de su ciudad, pero está a una distancia que, al menos H., encuentra factible de hacer a pie. Y eso es lo que hace casi cada domingo, aunque no siempre en la misma dirección. Caminar le proporciona a H. una sensación distinta acerca de su ilimitada soledad. El andar brinda realidad a la afirmación de aquel filósofo griego de anchas espaldas, que sostenía que el pensamiento no es sino el diálogo del alma consigo misma, y que luego los peripatéticos transformaran en movimiento mismo, dialogando a la par de caminar de a dos, tal vez de a tres, en una dirección y luego en otra. Más reciente y tal vez romántica resulta la imagen del pensador solitario que se interna en los bosques para perderse en la inmensidad de su reflexiones, tal vez en la Engadina, esa región de altas montañas que sólo parecen propiciar meditaciones profundas.
H. no es un filósofo ni un pensador, está lejos de revestir tales características, pero puedo afirmar sin temor que su situación supone algunas similitudes, y así, él se permite una pequeña enajenación, desdoblándose para conversar con él mismo, al menos en esa parte del trayecto donde no se cruza prácticamente con persona alguna.
Hoy lleva instalada cómodamente la imagen del reloj de la iglesia. Cada tantos metros se cruza con otra iglesia que porta un reloj más o menos similar. En algunas ocasiones mira de forma inconsciente su propio reloj pulsera, como si se tratara de un efecto, como si el doctor le diera en ese mismo instante un golpecito seco en la rodilla y su pie se levantara sin pedirle permiso. Pero el reloj que cubre su muñeca izquierda es el reloj de todos los días, es por tanto el reloj de los lunes, y por eso en cuanto cobra conciencia de ello abomina de clavar sus ojos en sus agujas como antes aquellos que abandonaron Sodoma debieron abominar de mirar atrás. Pero el reloj no es Sodoma, y así H. puede proseguir su paseo sin convertirse en una figura de sal.
H., aún sin ser filósofo, como ya dije, cree con San Agustín que si le preguntan qué es el tiempo, no lo sabe, y que cuando no se lo preguntan, lo sabe. Sin embargo, la omnipresente imagen del tiempo en sus pensamientos es siempre la del reloj de agujas. No se figura nunca que un reloj pueda simplemente mostrar números. Un día alguien le regaló uno de esos relojes. Hoy está en su mesa de luz, porque el diseño le permite reconocer la hora en las contadas ocasiones en que se despierta a horas intemporales de la noche, y quiere saber si vale la pena regresar a la cama luego de visitar el baño, o si ya conviene quedarse levantado.
Las agujas; la de las horas, la de los minutos, la de los segundos; son para H. como agujas de coser que giran cada una a su ritmo mientras se van clavando en él, bordando sobre su piel el paso del tiempo. Una más lentamente, otra más rápido, y la tercera aún más rápido, van produciendo un surco como si del de la siembra se tratara, y el reloj no fuera más que un buey que sobre la dermis va dejando una costura de ampollas tras de sí. El dibujo que se va formando recuerda a un tatuaje. H. tiene por certeza que nada asegura que ese tatuaje un día estará terminado, sólo sabe que cuando lo esté, será la señal de que él ya no paseará más los domingos entre los relojes que cuelgan de las torres de las iglesias.
Cuando piensa en otros relojes H. se da cuenta de que la imagen de la aguja se repite, en el reloj de arena, en el de agua, en el de sol. Puede suponer que algo se llena, como en los dos primeros, pero para que luego se vacíe y vuelva a llenarse, señal sí quizá de los ciclos del día, de la noche, de la vida, y como también suele verse, de lo efímero del paso por la tierra. Pero él lo que siente, con cada grano de arena o con cada gota de agua que cae, es que algo se mete en su piel, y eso le despierta una interrogante particular, porque no sabe qué significan ni la parte llena ni la parte vacía, en un intento vano por buscar una respuesta, tal vez una moraleja o una parábola sobre el significado de su propia vida.
Más le agrada el reloj de sol que cada vez en uno de sus recorridos puede apreciar cuando pasa por delante de una antigua casa que tiene uno en la parte superior de su fachada. Si bien los rayos del sol y el propio estilo del reloj le recuerdan esas mismas agujas, le atrae la sombra que se va posando sobre los distintos dibujos arabescos que señalan el momento del día que representan. La sombra como representación de sí mismo. A veces más larga, a veces más densa, a veces más fina. Es en esa zona más oscura donde H. encuentra su lugar, las dagas con su tan reconocible sonido de tictac que le cuentan los segundos que osa posar los pies sobre la tierra ya lo tienen acostumbrado a sus heridas, pero esa oscuridad entre la luminosidad del día es para él como si de una imagen especular se tratara, y en la que de algún modo pudiera sentirse reflejado.
Esto no lo entristece, por el contrario, le produce la satisfacción que sólo una revelación puede procurar, y se conforma con cobrar conciencia de ello. Puede ser un consuelo de tontos, se dice, cuando mira a las personas a su alrededor; pues ya está en la zona céntrica de la ciudad; y ve cómo éstas no sólo no miran reloj alguno, sino que se tapan los ojos para no ver el dibujo que el tiempo, a la manera de una hilandera persa, va disponiendo sobre ellas.
Repentinamente, de entre ese mar de gente que disfruta del sol, de la arquitectura de la ciudad, que se toma fotos que mostrará a sus seres queridos una vez de regreso a sus respectivos países, asoma un conocido de H. Se saludan, todo es tan rápido que H. no tiene tiempo de pensar que su soliloquio se ha visto interrumpido de esa forma salvaje, y así pasa con total naturalidad a conversar de otros temas, mientras ambos se pierden por las callejuelas menos pobladas, comentando casi al pasar que mañana será lunes.

La pregunta por el sentido de la vida

"Lo que de verdad necesitamos es un cambio radical en nuestra actitud frente a la vida. Debemos aprender por nosotros mismos, y también enseñar a los hombres desesperados que en realidad no importa que no esperemos nada de la vida, sino que la vida espere algo de nosotros. Dejemos de interrogarnos sobre el sentido de la vida y, en cambio, pensemos en lo que la existencia nos reclama continua e incesantemente. Y respondamos no con palabras, ni con meditaciones, sino con el valor y la conducta recta y adecuada. En última instancia, vivir significa asumir la responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a las cuestiones que la existencia nos plantea, cumplir con las obligaciones que la vida nos asigna a cada uno en cada instante particular.
"Esas obligaciones y esas tareas, y consecuentemente el sentido de la vida, difieren de un hombre a otro, de un momento a otro, de forma y manera que resulta imposible definir el sentido de la vida en términos abstractos. Jamás se podrá responder a las preguntas sobre el sentido de la vida con afirmaciones absolutas. "Vida" no significa algo vago o indeterminado, sino algo real y concreto, que conforma el destino de cada hombre, un destino distinto y único en cada caso particular. Ningún hombre ni ningún destino pueden compararse a otro hombre o a otro destino. Tampoco se repite ninguna situación, y cada una reclama una respuesta distinta. Una situación, en ocasiones, puede exigirle al hombre que construya su propio destino realizando determinado tipo de acciones; en otras, le reportará un mayor beneficio dejarse inundar por las circunstancias, contemplarlas y meditarlas, y entresacar los valores pertinentes. Y, a veces, la existencia demandará del hombre que sencillamente acepte su destino y cargue con su cruz. Cada situación se diferencia por su unicidad irrepetible, y para cada ocasión tan sólo existe una respuesta correcta al problema que se plantea."


Viktor Frankl
"El hombre en busca del sentido"
Herder, Barcelona, 2004, pp. 101-102.

der Held / El héroe

"Nennen wir unseren Mann, den Helden dieser Geschichte, Keserü. Wir denken uns einen Menschen und dazu einen Namen. Oder andersherum: wir denken uns den Namen und dazu einen Menschen. Obschon wir das alles auch lassen können, weil unser Mann, der Held dieser Geschichte, auch in Wirklichkeit Keserü heißt."

Imre Kertész
"Liquidation"
Suhrkamp Verlag 2003, Frankfurt am Main, Seite 9.

Llamemos a nuestro hombre; al héroe de esta historia; Keserü. Nos imaginamos a una persona y con ello un nombre. O dicho a la inversa: nos imaginamos un nombre y con ello a una persona. Aunque también podemos dejar todo eso, porque nuestro hombre; el héroe de esta historia; en realidad también se llama Keserü.