30/6/10

Crónicas de H. (2)

H. sale del supermercado. Acaba de comprar los productos que necesita para la semana. Su andar es distraído, sus movimientos como si el entorno fuera una masa de gelatina, una placenta por la que tiene que moverse hasta llegar a su morada, su torre de marfil, su punto de aislamiento no metafórico, porque el sentimiento lo acompaña esté donde esté, sin tomar en consideración que está en una ciudad superpoblada.
Si observamos desde arriba la ciudad donde vive H., podemos ver que semeja un terrario de hormigas visto desde un costado, grandes bloques de cemento con caminitos entre medio por los que circulan incontables seres.
Los alimentos que H. compra tienen otros nombres que los que aprendió en su país natal. Él viene de uno de esos países que no tienen un nombre en toda regla, como esas creaciones literarias, llámense Utopía, Kakania, Santa María, Yoknapatawpha, o Macondo; o como esos países que por nombre tan sólo llevan la indicación de cómo llegar a ellos, caso de Austria (Österreich o Reino del Este), o República Oriental (del río) Uruguay; o incluso como uno de esos países que parecen haber adoptado el nombre de una sociedad anónima y que por eso se dan a conocer generalmente por su acrónimo, por ejemplo Estados Unidos de América.
Cuando H. lee los nombres en el supermercado, todo funciona como se supone, nunca tuvo la mala fortuna de equivocarse; y por ejemplo, darse cuenta más tarde de que compró detergente con fragancia de limón en vez de limonada; pero la relación entre las palabras y las cosas no parece ser igual, parece haber algo artificial, que se traslada a todo su entorno. De hecho, la pregunta que lo persigue ya no es quién es que decide sobre sus actos, sino si forma parte de una película, porque así es como ve todo. Cuando está solo siente que tiene la posibilidad de meditar sobre ello, aunque en realidad el tema lo intranquiliza. Pero sucede algo curioso cuando tiene conversaciones con otras personas. En algún momento de la conversación siente que una parte de él se escinde y observa la acción desde fuera de sí; sin poder llegar a identificar de modo pleno cuál es la que predomina, si la que sale o la que se queda; mientras mantiene el diálogo con total normalidad. Como si se tratara de una mala pasada, tiene que hacer un gran esfuerzo para controlar los accesos de risa que esto le produce, y que no sabe a ciencia cierta de qué. Si es porque el otro no ve su escisión, si es porque verse a sí mismo desde fuera le muestra lo ridículo de la situación, si es porque la escena vista desde otra perspectiva le parece tomada de una comedia graciosa. No lo sabe, pero se reconforta cuando es la propia situación la que propicia una sonrisa, de modo que aún a riesgo de parecer un poco forzado, se permite liberar un poco de esa risa contenida entre las costillas y que le hace cosquillas en la garganta.
En el mundo que ahora le toca vivir todo es como si se topara repentinamente con una persona que porta una máscara veneciana, pero fuera de la temporada de carnaval. Todo es claro, la máscara supone una persona detrás, mientras que el resto de los ornamentos confirma claramente de qué se trata, el sombrero de tres puntas y el largo manto que esconde el cuerpo y los miembros; aunque no el sonido de los pasos; sumados al negro lunar a un lado bajo la nariz y cerca de los labios, el polvo blanco en el rostro y un poco de colorete en los cachetes, una huella de carmín en los labios, contienen una información que podría decirse es precisa, reveladora de significado. Pero aun con todas esas señas que resultan inconfundibles hay un instante; como cuando contenemos el aire en los pulmones y todo queda en silencio; en el que puede percibirse una incongruencia. A la evidencia de las circunstancias puede verse que es una persona, pero, puede que realmente sea carnaval después de todo, y el errado o que ha olvidado las fechas sea H., y así que el disfraz tenga una razón que calza con el orden del universo, puede que sencillamente quien se esconde tras el disfraz, el personaje, acuda a una fiesta, puede que sea un loco, o alguien haciendo publicidad. Hay miles de interrogantes posibles que acosan a H., y eso es precisamente lo que lo inquieta, porque ese hombre enmascarado se manifiesta en todo lo que ve y lo que toca.
De cualquier modo si bien todo funciona correctamente, hay algo más que perturba a H. Es la idea de que en realidad esto fuera así antes, y de que simplemente hubiera nacido y crecido sin que el entorno le formulara estas cuestiones. En todo caso, haber cambiado de país puede que lo haya inducido a despertarse de un sueño, un sueño dogmático tal vez, o no, que justo sea lo contrario, que el sueño ocurra ahora y por eso sospecha de cada acto, de cada instancia que involucra el lenguaje, es decir, la realidad toda, consciente o inconsciente.
Al llegar a su casa, los dientes de la llave calzan a la perfección en la cerradura, la puerta gira tras el empujón y le permite la entrada, sube las escaleras, abre la heladera, guarda algunas cosas y toma una jarra de agua. En algún lugar leyó que hacer las compras supone perder mucho líquido, y desde entonces esa información; que en realidad era una publicidad; se instaló en él y como si de un axioma se tratara simplemente responde a un efecto condicionado, y lo primero que hace una vez de regreso es saciar su sed, real o ficticia.
H. vive solo. No siempre lo ha hecho, pero eso ahora no viene al caso. Repasa lo que hizo durante el día, piensa sobre la rutina, y sobre cómo la palabra está tan fijada a su labor diaria, porque lo que él hace no se trata más que de algo rutinario. Prende el televisor, no encuentra nada de interés, y lo apaga. Se sienta en el living, entre su biblioteca y su escritorio, mira a ambos lados, esperando que un rayo ilumine su próximo paso, el que le ayude a enfrentar las horas hasta que Orfeo lo llame. Sin demasiado ánimo, termina por recostarse en el sillón. Visto desde cierta distancia parece una de esas tristes figuras de Edward Hopper. La imagen le hace sonreír, al recordar que lo que tiene a su alcance es un vaso de agua y no uno de scotch, pues considera que en realidad esto vuelve más aguda la imagen de soledad que el artista tan bien supiera retratar.
Con la cabeza recostada su problema con las palabras reincide, y piensa si cuando dibujó en su mente la palabra rutina lo hizo en su idioma materno o en el adoptado. No está seguro de que signifiquen lo mismo. Imagina que no sabe qué sucedería si viviseccionara a ambas palabras, si con sus órganos a la vista la relación con el resto de las palabras de sus respectivos idiomas sería la misma, si la forma de entenderlas de las personas sería igual, si el dolor de sentirse esclavo de ellas tendría los mismos síntomas.
No quiere pensar más en eso, ya tiene claro lo que quiere hacer. Se acerca a la biblioteca, donde encuentra el tomo al que quiere dedicarse en las próximas horas, y que en realidad había estado evitando hasta ahora sin saber muy bien por qué.

22/6/10

Crónicas de H. (1)

H. se despierta. Con cierta dificultad se levanta y se acerca a la ventana, mueve las cortinas para descubrir que las nubes se mantienen en el cielo un día más, como si fueran parte de la propia tierra y giraran con ella, o simplemente fueran el universo inamovible para estar siempre en el mismo lugar sin prestar oídos al movimiento de rotación planetario. Se restriega los ojos como queriéndose sacar el pesado sueño a través de la operación de los nudillos, pero sólo logra remover parcialmente las fangosas lagañas. Siguiendo la rutina va al baño, come algo, y sabiendo que tiene tiempo, regresa a la cama, a aprovechar esos cinco minutos más. Recuesta la cabeza sobre la almohada, ahora colocada de modo que su cara queda de frente a la ventana. Desde su posición puede ver el cielo, o mejor dicho, una gran nube que se interpone, y las copas de los árboles.
H. vive en un país que no es aquel donde nació. Esa retina artificial a la que denominamos ventana, ahora le permite ver algo que le hace olvidar donde está, puede ser cualquier lugar, el que añore en el momento, el que responde a la realidad, el que soñó la última noche, aunque ahora sólo sea un recuerdo confuso. Le gusta jugar con la idea de estar donde se le ocurra, no como un juego imaginado pura y exclusivamente dentro de su mente, sino creyendo que ese entorno, ese pedazo de mundo exterior, puede realmente ser lo que él quiera.
Gira la cabeza y sus ojos dan con el espejo que refleja parte de la imagen de lo que viene de fuera, pero el cambio de ángulo le permite divisar los techos de algunas casas, lo que lo trae irremediablemente al único lugar que ocupa físicamente. No es un lugar del que necesite evadirse, es más el gusto por moldear la realidad a su antojo y por unos minutos, que pretender que algo es lo que no es. Como un fotógrafo que desecha un ángulo por considerarlo inadecuado, H. vuelve a enfocar sus retinas en dirección a la ventana. Afuera se escucha el canto de algunos pájaros. El trinar es indistinguible para H., le permite continuar con su representación, excepto cuando se trata de los cuervos. Pero por suerte no se escucha ninguno esta mañana.
Atado a la cama se siente como aquel escritor que comenzó a transcribir todo lo que le dictaba la memoria de su vida, independientemente de si era verdad o fábula, o tan sólo una transformación del dictado de la voluntad de su conciencia y de los caprichos de sus recuerdos. Pero H. sabe que no fue hecho para escribir, en todo caso, se siente más un personaje literario, alguien sobre quién escribir una historia, o varias.
Su día, gris. Sus pensamientos desde hace días, grises. La ropa que se pondrá en unos minutos, también gris, a excepción de los zapatos. Parece que todo cobra ese color. Pero H. se corrige, y suelta: acromático; se dice a sí mismo recordando el eco de alguna vieja clase al respecto, como si se tratara de una respuesta que debe darle a alguien; si consideramos que el gris es tan sólo una seña de debilidad, a veces del blanco, a veces del negro, según cómo se mire. La idea de sus propios pensamientos le recuerda que estos están recubiertos por la materia gris, y ve a la realidad tan sólo como una extensión de ella, como un gran cerebro que invade todo con sus tonos y sus circunloquios, y que a su vez le hacen acordar al diseño kilométrico de los intestinos apilados en el estómago. De nuevo, el mundo ideal estampado contra los objetos, en una suerte de unión asexuada donde los límites entre uno y otro no existen. La única nota que de repente lo distrae y le recuerda que tiene que levantarse y esta vez aprontarse para irse, es el verde de las copas de los árboles con su suave ondular, causado por los anuncios de un tiempo falsamente primaveral. De la película en blanco y negro que H. está proyectando, dichos árboles aparecen como una parte retocada o restaurada. Se pregunta si en algún momento comenzará la música, como en aquella versión de Metrópolis. Pero no, mientras se formula por qué es que fantaseamos con el lenguaje otorgándole colores o ausencia de ellos a nuestros sentimientos, se incorpora, se viste, se prepara el café para tomar por el camino, y recuerda que la escala de colores es percibida de modo diferente por los perros pero sin poder hacer memoria del rol que juega el gris en su percepción. La información no viene al caso y es desde todo punto irrelevante, pero como tantas relaciones establecidas de modos insondables, apresura el paso antes de preguntarse de qué madriguera habrá salido tal asociación de ideas. De lo que sí está seguro es de que su olfato no está tan desarrollado, y así, al salir por la puerta de su casa, se zambulle en otro día que comienza.

7/6/10

Siddharta repuso:

"-He tenido ideas, sí, e incluso razonamientos de vez en cuando. En alguna ocasión he creído sentir en mí como se percibe la vida en el corazón, pero tan sólo por una hora o un día. Eran muchas las ideas, y me sería difícil comunicártelas. Mira, Govinda, ésta es una de las cuestiones que he descubierto: la sabiduría no es comunicable. La sabiduría que un erudito intenta comunicar, siempre suena a simpleza.
-¿Bromeas? -inquirió Govinda.
-No. Digo lo que he encontrado. El saber es comunicable, pero la sabiduría no. No se la puede hallar, pero se la puede vivir, nos sostiene, hace milagros: pero nunca se la puede explicar ni enseñar. Esto era lo que yo pretendía, y lo que me apartó de los profesores."

Hermann Hesse,
"Siddharta"

Sobre el Estado

"El Estado es un aparato ortopédico que la colectividad se pone a sí misma para poder subsistir."

José Ortega y Gasset,
"La Rebelión de las Masas"

La vida entre páginas

"La vida es esa dimensión infinita que no podemos abarcar, pero lo que denominamos novela es una dimensión comprimida que el autor emplaza en una cantidad determinada de páginas."

Gudbergur Berggson,
"La Magia de la Niñez"
Editorial Tusquets