16/7/11

Bagatelas desde la sala metafísica


Me pierdo navegando entre las páginas de Max Horkheimer, un señor alemán que escribió un libro por el año 2010 más o menos si uno atiende a su plena actualidad, pero que publicó recién en 1967 en alemán, bajo el título de Zur Kritik der instrumentellen Vernunft, vertida al español como Crítica de la razón instrumental (¿Para una crítica de la razón instrumental, tal vez?) y cuya versión original fuera en realidad en inglés por el tardío año de 1947, poco después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, con un título con dejos mucho más literarios, como lo es Eclipse of Reason.
Es momento de una pausa, incluso las lecturas más atrapantes necesitan para su mejor degustación una pequeña distancia temporal, unos minutos, preparar una infusión (acorde naturalmente al contenido de las páginas), o dirigirse a la sala metafísica. La mejor compañía en estos casos es otro libro que fabrique una laguna, para que lo leído previamente se ordene con parsimonia en los jardines traseros de la cabeza sin sentir la presión de la demandante consciencia que quiere todo en cajones etiquetados bajo rigurosa clasificación.
Así termino con un tomo de Dickens entre las manos, abro una página al azar, las primeras dos palabras que saltan y se meten en mis ojos son great expectations. Son las palabras que dan nombre al libro, por supuesto. La edición que manejo cuenta con 514 páginas, incluidos introducción, aparato crítico, glosario y apéndices. Quiero encontrar una explicación ante algo que puede resultar tal vez trivial, pero, ¿por qué esas palabras y no otras? Quizá el libro repite una y otra vez las palabras, al fin y al cabo el viejo Dickens por algo pensó en ellas a la hora de imprimir un clásico de la literatura. La sala metafísica está diseñada para estancias relativamente breves, las meditaciones y los circunloquios deben acometer en pequeñas dosis, como si fueran minúsculos oasis en medio de los desiertos diarios, por lo que no tengo tiempo de investigar todo el libro, y menos de leerlo de un tirón, afuera, por lo demás, me espera ansiosamente Horkheimer.
De todos modos juego al azar, cierro y abro el libro indistintamente, sin criterio (o eso creo) y clavando mis ojos en las líneas de letras que se mueven como hormigas, pero no, nada. Sin grandes expectativas termino por acercarme a la computadora y busco el libro en Internet. Demos gracias a que Charles escribía en tiempos en que los defensores del capitalismo aún no habían proclamado la declaratoria de los derechos universales del autor, y las versiones no escasean, y mejor aun, lo hacen sin llevar a caer en la sospecha de que uno incurre en un delito. Quizá sea ese un buen indicio de lo que pueda ser alta literatura. Aquella que no tiene derechos de autor y a la que se puede acceder sin tener que pasar por todos los intermediarios que crearon un sistema para que al que se le ocurra vilipendiar el derecho máximo que la humanidad haya jamás descubierto, es decir, el de la propiedad privada (llevada al paroxismo más radical en ciertas tierras que enmienda mediante habilitan a pegarle un tiro al que se atreva a dar un paso más allá del cartel que procura proteger de todo mal por los siglos de los siglos al propietario), termine pagando una cuantiosa cantidad de dinero a modo de multa o incluso con los huesos entre rejas por algún tiempo.
Encuentro una versión completa del libro. Busco cuántas veces aparecen las dos palabras a lo largo del texto. Un total de 8. La primera vez que aparece es precisamente en la página que yo abrí, y en ella misma se repite luego unas líneas más abajo.
No se trata únicamente de que sean las dos palabras que figuran como título, sino el propio significado que transmiten lo que me llama la atención. Si por caso fuera, y por nombrar otro título del mismo autor, A Tale of Two Cities, probablemente no estaría rumiando como lo hago. Es cierto que las casualidades se vuelven quiméricas porque en ese caso habría ido directamente a ese comienzo para mí hechizante, que nace con “It was the best of times, it was the worst of times, it was the age of wisdom, it was the age of foolishness, it was the epoch of belief, it was the epoch of incredulity, it was de season of Light, it was the season of Darkness, it was the spring of hope, it was the winter of despair, we had everything before us, we had nothing before us, we were all going direct to Heaven, we were all going direct the other way…,” pero igualmente las en este caso cinco palabras que aparecen en el título no pasarían de una ars combinatoria, y el significado intrínseco, esa cosa que también ostenta ribetes mitológicos, no tendría relevancia.
Mis pensamientos se reúnen en corro y recuerdan que ayer vi una película que se llama La Señal, e ipso facto pasan a arremeter en esta dirección, como si por arte de magia otras posibilidades, millones de ellas, no fueran plausibles, y buscan desesperadamente tratar de descifrar lo que el mensaje (decir rúnico aquí invitaría a determinar todo bajo las reglas de un juego borgeano) pretende transmitir, y que todo sea una imposible señal de diecisiete signos. Al final procuro no dejar que la cosa se me vaya de las manos y termine por ser una situación límite de dimensiones existenciales (La señal es una película argentina cuya historia transcurre en el año 1952, década de auge del existencialismo, en 1948 el argentino Ernesto Sabato había publicado su novela más decididamente existencialista, El Túnel, un año antes, como había dicho al principio, aparece el libro de Horkheimer que estaba leyendo tranquilamente antes de que todo esto comenzara, así que basta, basta por favor de esos encadenamientos universales que se atenazan alrededor de mi garganta). Así que opto por borrar la cinta que se colgó delante de mis ojos mentales y que reza las famosas dos palabritas. No quiero ya saber qué implicancia tienen las grandes expectativas, qué significado pueda guardar su esfinge, qué me propone o me quiere decir sobre mi futuro, porque la conclusión final podría llevarme a la cuestión de si cortarme las venas o no, que no es más que una pobre paráfrasis de lo que Camus postulara sobre cual debería ser la primera pregunta filosófica.
Vuelvo al sillón y a tomar el libro de Horkheimer entre mis manos, precisamente allí donde dice: “La decadencia del individuo no debe atribuirse a la técnica o al móvil de la autoconservación en sí; no se trata de la producción per se, sino de las formas en que ésta se produce: las relaciones recíprocas de los hombres dentro del marco específico del industrialismo. Los afanes, la investigación y la invención humanos, son una respuesta al desafío de la necesidad. Este esquema se vuelve absurdo únicamente cuando los hombres convierten los afanes, la investigación y la invención en ídolos. Semejante ideología tiende a reemplazar precisamente el fundamento humanista de aquella cultura que trata de glorificar. Mientras las representaciones de cumplimiento cabal y goce irrestricto alimentan una esperanza que llegó a desencadenar las fuerzas del progreso, la adoración del progreso conduce a la antítesis del progreso.” Y así, la normalidad queda reconstituida. Le doy un sorbo a mi infusión.