30/12/11

Bestir, bestir!

Hay momentos en el devenir que son engañosos, que nos hacen pensar que hay una pausa, algo clavado a la pared del tiempo, el sueño de Fausto cuando al momento implora: detente, eres tan bello ([Augenblick]: Verweile doch! Du bist so schön!, Goethe, Faust). En el instante nacen filosofías completas, aparatos que se mueven junto con sus letras en el transcurso de la historia. Es el deseo de atrapar y poseer todo que nos gobierna, de maniatarlo y controlarlo, de construir un universo de fotografías, y caer así en su contrario, instancias suspendidas para la eternidad. El impotente anhelo de desafiar a los dioses, de crear a su imagen y semejanza, cosa que sería ya una mera repetición, momentos integrados y por ellos castigados a permanecer en el infinito como momentos eternos. Así nacen palabras también: principio, fin. En uno de sus libros George Steiner comienza sosteniendo: We have no more beginnings. No dice que no hay más comienzos, dice que nosotros no los tenemos. Está en la primera línea del capítulo I de su Grammars of Creation, un desafío total que invita a preguntarse qué es lo que uno está haciendo entonces, bajo la más o menos tenaz idea de que comenzamos un libro que sacude nuestro concepto de precisamente eso, lo que empieza, que se desafía a sí mismo en nombre de un Incipit que ya no nos pertenece. Los libros que comienzan con lo que podría entenderse por una conclusión siempre me han parecido fascinantes. Basta comenzar a leer a Proudhon que en su ¿Qué es la propiedad? no sólo nos dice a las pocas líneas y aún dentro del primer párrafo que ésta es un robo, sino que también es consciente de antemano de los problemas que acarrea proferir esto sin más, y sin embargo lo dice, y luego le dedica un libro a defender su sentencia.
Pero podría decirse que estamos en los albores de las postrimerías de otro año. Otro reflejo éste del tiempo apuntalado, amparado en los ciclos y en la mentirosa palabra repetición. Cuadritos con números ordenados en doce partes que comienzan con el mes de enero, que toma su nombre del latino dios Jano, el de las dos caras, y que simboliza precisamente el paso del tiempo, la entrada en una nueva etapa. Este mes le robó la primera posición al dios de la guerra, que pasó a la tercera, ya que marzo debe su nombre a Marte y nos honra con la célebre frase cuídate de los Idus de Marzo (Beware the Ides of March, Shakespeare, Julius Caesar) y también con una de las mejores novelas en forma epistolar que haya leído y que se titula precisamente The Ides of March, de Thornton Wilder. Entre medio quedó el tiempo de las lupercales, de las que toma su denominación Febrero, y que tiene como piedra representativa a la amatista, algo especial para mí el escribiente, y que curiosamente me hace reparar en que una tal piedra rodea un reloj de mi posesión, algo que en este momento supone una curiosidad adicional. Ya después el lenguaje y el tiempo se confabulan para negar el acceso a los orígenes del nombre del cuarto mes, Abril, que goza así de cierto anonimato y goza de una de las mayores rebeldías, que es la de escapar a la posibilidad de la definición. No voy a repasar todos los nombres, haré tan sólo una pausa en Julio, que recuerda al que se debe cuidar de los nombrados Idus, que sentara precedente en su sucesor, y gracias a Octavio, tenemos Agosto, el Augustus, el emperador que se rió del calendario y lo modificó quitando y poniendo días de aquí y de allá para que su mes tuviera la misma cantidad de días que las de su antecesor, frente a quien no quería ser menos, y de ahí que todavía le rindamos homenaje a esa extraña unión de dos meses seguidos con treinta y un días. Aunque no debería dejar de referirme a Septiembre (o también Setiembre, como gustan de decir por las tierras al sur del Río Grande del Sur), que como su nombre bien lo indica pone en evidencia una especie de dislexia temporal que la sociedad en su conjunto padece, puesto que el noveno mes conserva el nombre que indica que es el séptimo. Y lo mismo sucede con los meses restantes, desde que el Papa Gregorio se cansó por el año 1583 de que el calendario se llamara juliano, a todas luces pagano, y agregó dos meses a un calendario que tenía diez. Pero al parecer no tuvo la misma energía para bautizar y dotar de significado a las subdivisiones en que se sometió a cada año, o no quiso enfurecer a los espíritus de los más grandes emperadores romanos.
En definitiva no es posible dejar de pensar en la idea de que hay puertas que atravesamos, de que ese dios Jano está en un perpetuo umbral delante de nuestras narices, pero hay momentos que cobran relevancia, que se visten de celebración y de conmemoración. Fin de año y año nuevo conforman en pareja uno de esos momentos, y es lo que me lleva con frecuencia a pensar, más que en la fiesta; cada vez más desnuda de tradición y de sentido, cada vez más convertida en otra puerta, la de la excusa para festejar en todo caso el estado de alienación absoluto a través de la desmesura, la gula y el alcoholismo tan mal visto en otras ocasiones; en esa pequeña trampa al solitario que nos hacemos, pensando que lo que sucede en determinados momentos es algo así como cuando unimos dos extremos y los convertimos en uno a través de un nudo, como cuando nos atamos los cordones de los zapatos o reparamos algo con un alambre. En esas ocasiones eso es simplemente lo que sucede, dos cosas distintas quedan sujetas, atadas, y el nudo parece un punto de inflexión, algo especial, detenido entre dos infinitos que se intersectan. Frente a ello siento predisposición por la línea sinuosa, la madeja de hebras que viaja, esa corriente de Heráclito en la que no podemos tejer dos veces la misma historia.
Pero al fin de cuentas me rindo un poco y me dejo llevar, tan sólo un poco, y para poner cota voy a ir a un principio. Si hay que festejar, que sea como en cada momento, las más grandes celebraciones están en el enaltecimiento de las pequeñas experiencias, en la intimidad, casi en la soledad o directamente en ella, y tienen desde luego su ritual, por ejemplo preparar un té, algo que vaya si saben los japoneses, que pueden dedicar toda su vida a prepararse para la ceremonia de dicha infusión, el matcha o té verde, y que fundan gran parte de su existencia alrededor de la misma, y no es más que una celebración de la vida puesta incluso en su relación con el universo todo, y que en su puesta en práctica puede durar horas, estando todo el ser contenido en ella.
Pero no es este el principio al que me quería referir, sino a otro que guarda relación con esas muy pequeñas cosas, o aquí mejor dicho fragmentos o pasajes, que normalmente no se vuelven célebres pero que nos encontramos en obras que pueden ser magníficas y que quedan resonando años y años en nuestro interior. Desde que leí hace ya mucho tiempo por primera vez The Tempest, quedaron prendidas en mi interior estas dos simples palabras que aparecen en la primera página de la obra y que son proferidas por el Master de la embarcación: bestir, bestir. Y le cambio el orden y pospongo lo que dice antes: or we run ourselves aground.
No sé qué pequeños momentos de la literatura o de la gran literatura puedan tal vez albergar ustedes, seguro que todos guardan alguno. Yo conservo este cada vez que me enfrento a Jano y me veo obligado a mirarlo, evitando volver la mirada para ver su rostro del otro lado, una vez atravesada su puerta.
Bestir, bestir, digo entonces, or we run ourselves aground!

24/12/11

El canto de las sirenas


Escucho el canto de las sirenas y dejo que la locura se cuele placenteramente por mis oídos. Voy a atravesar este cabo, voy a atreverme más allá de Escila y Caribdis. No sé si lo voy a lograr, no sé si el mástil al que me han atado manos compañeras va a resistir el atropello de mis músculos. Los remos se mueven desafiando a la gran nube que se avecina como intentando soplarnos que por ese camino mejor no, un susurro que las olas intentan acallar, como si los elementos estuvieran enfrentados entre sí, cada uno intentando gobernar sobre los otros, cada uno arrogándose una porción de espacio. El sol mira hoy para otro lado y deja que las lluvias se mimeticen con el mar, amargura y sal, como una receta que oficia de alfombra en un terreno que es sólo desconocido para nosotros, los imperfectos, los descendientes de los titanes.
Lo que percibo es la realidad que me dice que del otro lado habrá un Edén, un lugar donde no habrá más tormentas y por ello tampoco los colores que las nubes fatigadas dejan comenzar a filtrar formando el arco iris; un lugar donde el llanto sólo será de alegría, y así una utopía donde nada podrá existir sin su contrario; quizá tampoco exista ya la muerte, y entonces tampoco habrá vida, sino sólo seres indolentes vagando por la eternidad y un día; una zona donde la gramática será inservible porque cada cosa tendrá su justo nombre o cada nombre tendrá su justa cosa, y la metáfora habrá desaparecido.
Mientras la barca continúa agitando los remos sobre las olas del proceloso mar color de vino, comprendo que ya no es el canto de esos seres mitad mujer mitad ave rapaz lo que me está volviendo loco, sino la idea del destino al que me estoy acercando inexorablemente. Y entonces comienzo a gritar y a solicitar el auxilio de mis camaradas, que sordos sus oídos taponados continúan sus labores marítimas con ahínco, echándome una mirada cada tanto, y pensando a lo sumo, que este pobre don nadie, está padeciendo el encanto de los sonidos que ningún humano es capaz de soportar.

5/12/11

Las horas muertas


Las horas muertas se elevan desde su lugar en el cementerio, muertas vivas danzantes que no despiden olores a náusea, que algún día me van a encontrar y se van a meter entre los meandros de mi cerebro, que van a comer mis pensamientos y mis oscuros deseos, futuros abortos de palabra y de lenguaje que nunca llegarán a poblar el mundo de los vivos, esos futuros seres inertes que se dejan penetrar por la imagen y que disfrutan con sadismo y con masoquismo a través de todos los sentidos, esposados al gran Dios que dicta lo que es mejor escuchar, lo más bello admirar, lo más puro oler y lo más digno de ser tocado.
Algo deben intuir, sufriendo de alguna especie de presagio que las revoluciona, como si se tratara de la misma fundación de la ciudad de los gemelos amamantados por la loba, algo deben sospechar porque se revolucionan como un motor futurista que en pocos segundos llega a superar los trescientos kilómetros por hora, pero ausente de lubricantes se recalientan y dan lugar a un chirrido inhumano, si algo así existe, una vez trastocado por el filtro de la percepción.
Por algún sendero nocturno me veo, veo mis hombros colgando de mi espalda, y sobre ellos, desesperadas, las palabras emprenden la huida, como ratas en un barco que se hunde, delinean recorridos hormigueantes, de lejos dando la impresión de una formación militar a la desbandada bajo el lema de sálvese quien pueda. El calor parece discutir con algo semejante al frío exterior de la noche, amparada en los contrastes que las sombras y las luces no identificables ofrecen sin ton ni son. El trabajo enquistado de las palabras que produce el atropello primero se manifiesta en un vapor que se eleva y despega a través de una cabellera que parece haber sido víctima de dedos expuestos a una gran corriente eléctrica, un humo que haría pensar en alguien que regresa de hacer deporte, jogging, o algo por el estilo, una de esas cosas que recomiendan los médicos para mantener el corazón en forma. De a poco, la temperatura hace que el vapor se transforme en un humo gris que se mezcla en sus incipientes volutas con los rulos desmadejados para luego tímidamente dar paso a los primeros escarceos rojos y amarillos, todavía no azules, de unas llamas. En esa imagen que tienen como telón de fondo el lado interior de mis párpados, asusta la tranquilidad, el aplomo, esos hombros que ni siquiera dejan lugar a pensar en la resignación, mucho menos en un ataque desesperado, en un intento de apagar los lengüetazos ígneos que comienzan a devorar la cabeza. Los colores cálidos comienzan a dar un aire brutal y colorido a un entorno blanquinegro solamente adornado por matices argento.
Más allá está la explicación de que las cosas no sucedan de otra forma, allá se ven venir ya a las huestes esqueléticas que buscan subir por las murallas de mi castillo, mi única propiedad, escondida detrás de las torres de mi cráneo, las horas muertas donde el lenguaje es tan sólo un requisito banal de pertenencia a lo humano, una insólita fórmula que fútil esconde los secretos de la locura, ese monstruo engendrado por la razón. Las invasiones bárbaras vienen cargadas de palabras técnicas que perfectamente podrían pertenecer a idiomas desconocidos o a otros mecanismos de comunicación. Cuando se acerquen, como si estuviera todo calculado de antemano, se encontrarán con un vacío o con los vestigios tiznados de una hecatombe, de un ritual órfico, con una burla. Y tal vez, en ese momento, debatan qué hacer con el huésped, con los restos de un ser carcomido en su parte superior y convertido en un artilugio de relojería. Muy posiblemente y a modo de satisfacción intentarán horadar con una daga de marfil algún punto a la altura del cuello y deleitarse en un festín particular, donde los muertos se reconocen entre sí y celebran la existencia de la nada, su propia tierra media. Quizá apelen a esa vieja y en apariencia fantástica tradición del pellizco, y así simplemente me obliguen a abrir los ojos nuevamente.