3/8/10

Crónicas de H. (4)

El domingo bien podría ser un día insoportable para H. Pero no lo es, al menos no en su totalidad. Como el día que va mutando con su propio paso, al acercarse la caída del sol la tranquilidad, real o aparente de H., se va transformando en angustia. A la manera de los antiguos augures romanos que estudiaban el vuelo de las aves, H. ve en el color del cielo que va cobrando tonos más oscuros únicamente el presagio de lo que indudablemente terminará por convertirse en lunes. En un lunes más, porque nada especial pasa en ninguno de ellos si los miramos de a uno. Cuando nos alejamos y miramos el calendario que cuelga de una de las paredes de la cocina de H. podemos apreciar que los días pasados están tachados con una marca, una cruz que revela la invariabilidad de lo que cada uno es, el mero transitar del tiempo, nada más. Imaginar la transformación del futuro en pasado pasa por ver más cruces donde todavía no las hay. Es como si H. fuera un preso que contara los días de su pena, esperando salir de la cárcel que es su cuerpo. Cierta vez el propio H. leyó en un artículo que alguien realizaba esas marcas directamente sobre su piel, es decir, sobre las paredes de su celda. Para él basta con el calendario, porque hay muchos tipos de heridas, y las del cuerpo no le parecen las peores.
A determinada hora suenan las campanas de la iglesia que está en la esquina de su casa. Dichas campanadas cumplen una función, o bien suenan cada hora, o bien dan noticia a sus prosélitos de que el servicio está por comenzar. Antes también informaban de otras cosas, por ejemplo, en tiempos de guerra anunciaban la aparición del enemigo sobre la línea del horizonte, y por lo tanto eran señal de peligro, de ir a buscar o bien refugio o bien resguardo tras la muralla para presentar batalla. Debajo del campanario, la torre de la iglesia ostenta un gran reloj. Inconscientemente, cuando H. sale a dar su paseo dominical, es lo primero que mira. Ahí están, las agujas, señalando el momento cero de su salida, confirmando que es la mañana y que siendo aún temprano, sus pasos resonarán repitiendo su propio eco, haciéndole creer que forma parte de una multitud que marcha en dirección al centro de la ciudad.
Su casa no queda exactamente en el centro mismo de su ciudad, pero está a una distancia que, al menos H., encuentra factible de hacer a pie. Y eso es lo que hace casi cada domingo, aunque no siempre en la misma dirección. Caminar le proporciona a H. una sensación distinta acerca de su ilimitada soledad. El andar brinda realidad a la afirmación de aquel filósofo griego de anchas espaldas, que sostenía que el pensamiento no es sino el diálogo del alma consigo misma, y que luego los peripatéticos transformaran en movimiento mismo, dialogando a la par de caminar de a dos, tal vez de a tres, en una dirección y luego en otra. Más reciente y tal vez romántica resulta la imagen del pensador solitario que se interna en los bosques para perderse en la inmensidad de su reflexiones, tal vez en la Engadina, esa región de altas montañas que sólo parecen propiciar meditaciones profundas.
H. no es un filósofo ni un pensador, está lejos de revestir tales características, pero puedo afirmar sin temor que su situación supone algunas similitudes, y así, él se permite una pequeña enajenación, desdoblándose para conversar con él mismo, al menos en esa parte del trayecto donde no se cruza prácticamente con persona alguna.
Hoy lleva instalada cómodamente la imagen del reloj de la iglesia. Cada tantos metros se cruza con otra iglesia que porta un reloj más o menos similar. En algunas ocasiones mira de forma inconsciente su propio reloj pulsera, como si se tratara de un efecto, como si el doctor le diera en ese mismo instante un golpecito seco en la rodilla y su pie se levantara sin pedirle permiso. Pero el reloj que cubre su muñeca izquierda es el reloj de todos los días, es por tanto el reloj de los lunes, y por eso en cuanto cobra conciencia de ello abomina de clavar sus ojos en sus agujas como antes aquellos que abandonaron Sodoma debieron abominar de mirar atrás. Pero el reloj no es Sodoma, y así H. puede proseguir su paseo sin convertirse en una figura de sal.
H., aún sin ser filósofo, como ya dije, cree con San Agustín que si le preguntan qué es el tiempo, no lo sabe, y que cuando no se lo preguntan, lo sabe. Sin embargo, la omnipresente imagen del tiempo en sus pensamientos es siempre la del reloj de agujas. No se figura nunca que un reloj pueda simplemente mostrar números. Un día alguien le regaló uno de esos relojes. Hoy está en su mesa de luz, porque el diseño le permite reconocer la hora en las contadas ocasiones en que se despierta a horas intemporales de la noche, y quiere saber si vale la pena regresar a la cama luego de visitar el baño, o si ya conviene quedarse levantado.
Las agujas; la de las horas, la de los minutos, la de los segundos; son para H. como agujas de coser que giran cada una a su ritmo mientras se van clavando en él, bordando sobre su piel el paso del tiempo. Una más lentamente, otra más rápido, y la tercera aún más rápido, van produciendo un surco como si del de la siembra se tratara, y el reloj no fuera más que un buey que sobre la dermis va dejando una costura de ampollas tras de sí. El dibujo que se va formando recuerda a un tatuaje. H. tiene por certeza que nada asegura que ese tatuaje un día estará terminado, sólo sabe que cuando lo esté, será la señal de que él ya no paseará más los domingos entre los relojes que cuelgan de las torres de las iglesias.
Cuando piensa en otros relojes H. se da cuenta de que la imagen de la aguja se repite, en el reloj de arena, en el de agua, en el de sol. Puede suponer que algo se llena, como en los dos primeros, pero para que luego se vacíe y vuelva a llenarse, señal sí quizá de los ciclos del día, de la noche, de la vida, y como también suele verse, de lo efímero del paso por la tierra. Pero él lo que siente, con cada grano de arena o con cada gota de agua que cae, es que algo se mete en su piel, y eso le despierta una interrogante particular, porque no sabe qué significan ni la parte llena ni la parte vacía, en un intento vano por buscar una respuesta, tal vez una moraleja o una parábola sobre el significado de su propia vida.
Más le agrada el reloj de sol que cada vez en uno de sus recorridos puede apreciar cuando pasa por delante de una antigua casa que tiene uno en la parte superior de su fachada. Si bien los rayos del sol y el propio estilo del reloj le recuerdan esas mismas agujas, le atrae la sombra que se va posando sobre los distintos dibujos arabescos que señalan el momento del día que representan. La sombra como representación de sí mismo. A veces más larga, a veces más densa, a veces más fina. Es en esa zona más oscura donde H. encuentra su lugar, las dagas con su tan reconocible sonido de tictac que le cuentan los segundos que osa posar los pies sobre la tierra ya lo tienen acostumbrado a sus heridas, pero esa oscuridad entre la luminosidad del día es para él como si de una imagen especular se tratara, y en la que de algún modo pudiera sentirse reflejado.
Esto no lo entristece, por el contrario, le produce la satisfacción que sólo una revelación puede procurar, y se conforma con cobrar conciencia de ello. Puede ser un consuelo de tontos, se dice, cuando mira a las personas a su alrededor; pues ya está en la zona céntrica de la ciudad; y ve cómo éstas no sólo no miran reloj alguno, sino que se tapan los ojos para no ver el dibujo que el tiempo, a la manera de una hilandera persa, va disponiendo sobre ellas.
Repentinamente, de entre ese mar de gente que disfruta del sol, de la arquitectura de la ciudad, que se toma fotos que mostrará a sus seres queridos una vez de regreso a sus respectivos países, asoma un conocido de H. Se saludan, todo es tan rápido que H. no tiene tiempo de pensar que su soliloquio se ha visto interrumpido de esa forma salvaje, y así pasa con total naturalidad a conversar de otros temas, mientras ambos se pierden por las callejuelas menos pobladas, comentando casi al pasar que mañana será lunes.

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