21/12/10

Con los mejores deseos

Tenía que ser un saludo o mensaje. Pero no lo es, por eso de los principios y los fines, me cuesta creer en ellos. Pero tenía que serlo. Y las palabras empezaron a asfixiarse, vacías de aire ante de vestirse de ellas mismas; los dedos agarrotados no sostenían la birome; las manos se acogotaban a ellas mismas, la presión haciendo que exploten, saltando en pedazos sobre las paredes, los muebles, el piso del salón que se esconde más allá de los límites de mi escritorio. Todo ante mi vista impasible, imposible de cambiar el estado de las cosas. Imposibilitada. Sentir el estrangulamiento de cada letra, maniatada incluso antes de ser ella misma, fue y sigue siendo una sensación física. Esa instancia previa que sólo proviene de mí, y de algún modo incluso y sobre todo para mí desconocido que la moldea y me la entrega como si la fragua no me perteneciera, ese trabajo incandescente aliado de la paciencia, de los golpes coreográficos, de los músculos tensos que la forman al rojo vivo, como un tatuaje indeleble pronto para ser olvidado, todo eso que ya ni siquiera sé si llamar mío, que me avergüenza un poco llamar propio, cuando me entrega su producto, un manojo de letras hilvanadas formando algo que espera tener significado, inacabado, siempre imperfecto, traicionando el soplo que le entrega el hálito vital, que la une a un mar de otras palabras pero que corta definitiva su relación con el estadio previo, inmaculado, eterno, distorsionado de una vez y para siempre, como en un parto, la figura sale, es una sorpresa, esperamos su berrido, pero ya deja de ser lo que la placenta alimentaba, es un cuerpo que nos toca, que tocamos, otra cosa antes y después, tal vez ni mejor ni peor, ni más ni menos real, únicamente distinta, oliendo a fraude en todo caso.
Así mutó mi saludo, para qué engañarme, debo decir lo que debo decir, me quedé solo de palabras, éstas huyeron, buscaron refugio en lo más alto, y al verse avasalladas, tal como cuentan algunas epopeyas antiguas de algunos pueblos invadidos, al ver su castillo asediado, sus casas incendiadas, y ante la inminencia de sus mujeres violadas y sus niños masacrados, se lanzan desde la cima en busca del vacío que apagará sus voces pero gritarán bien por lo alto que nadie las doblegará. Así está mi saludo, y yo lo dejo, no lo quiero hacer sufrir y que después el estruendo me dé en el rostro. Quiero hablar de mi silencio, otra forma de traición a cara descubierta, el momento en que el engaño es tal que ya no vale la pena ocultarlo pero que de cualquier forma todas las partes siguen interpretando como si nada y como si todo.
No, tampoco quiero hablar de mi silencio. Todo esto es una representación de mi silencio, todo esto es una forma de decir lo que no quiero decir, un disfraz, porque cada vez que quiero comenzar a siquiera mencionar que termina un año o que comienza otro las imágenes me avasallan y me llevan a otros márgenes, mientras mi histeria es por la coma o el tilde, por si mañana de chocolate o de frutilla (aunque siempre de chocolate), si digital, si tridimensional, si con mando a distancia, si en turista o en negocios, si con todo incluido, si con vista a la playa, por mi cada vez más larga lista de libros por leer, la regulación de mi sistema de sueños y anhelos se choca con la fulminante descarga que me producen todos aquellos que ni siquiera saben que son seres humanos, no sólo porque nadie se lo enseñó, sino porque la vida se les ha presentado de tal modo que tampoco han tenido oportunidad de descubrirlo por sus propios medios.
Mientras tanto mi pluma tiembla. No se muestra temblorosa ante los desconocidos designios del hado para con ella, ese morbo de querer saber si de tanto pulir la piedra saldrá algo que brille y valga su precio en quilates, ese escarceo con el júbilo que produce el laurel sobre las temples, o si simplemente será un despilfarro de tiempo para quien escriba y quien posteriormente lea la trenza de palabras. El trazo que más bien se va convirtiendo en una especie de electrocardiograma convulsionado con picos en todas direcciones se debe también y más que nada a la tenebrosa idea de que soy cómplice de este aburrido sistema que se complace en destruir al sujeto y fabricarle un montón de necesidades inútiles a cambio de tener siempre un Untermensch a mano, para sentirnos mejor, para tener a alguien a quien poder ayudar y experimentar lo mismo que cuando tenemos un animalito al que cuidar, aunque sea como una mascota que mejor lejos con sus enfermedades, alguien ante quien poder sentir que hacemos mejor las cosas, y por sobre todo, de una forma moralmente más alta y correcta, para tener siempre bajo la manga la posibilidad de presentarse como un ejemplo.
El término alemán estoy casi seguro que no ha venido a parar a mis mientes inocentemente, el Untermensch o sub-hombre existe desde antes del nefasto periodo nacionalsocialista, pero es allí donde cobra vigor y se expande en su uso. Después del Victory Day para unos y de la Kapitulation para otros, la imagen del campo de concentración y hasta de exterminio se extiende inexorablemente bajo el manto de la palabra globalización, excepto que ahora no está limitado exclusivamente por una doble línea de alambre electrificado, la división se ha vuelto mucho más sofisticada y ni siquiera es física en muchos casos, alcanza con haber nacido en cierto lugar y pertenecer a determinado estado. El estado así se vuelve nuestro sello de fábrica y dictará dónde podemos entrar y de dónde podemos salir también, y además, con qué derechos, si es que los tenemos, es decir, nos impondrá el lado de la valla del campo al que perteneceremos. Pero esto puede verse a su vez como algo físico, y creo que es aun más difícil de atrapar, incluso allí donde existe el bienestar es donde puede apreciarse mejor, donde el concepto de trabajar para ser libre; esa ácida aberración que ostentaran las puertas de entrada a los infiernos; es moneda corriente, trabajar a destajo sin medir las consecuencias, con el sólo y único fin de disfrutar de unas vacaciones exóticas y relajantes. El mundo como destino turístico de los que verdaderamente trabajan, para servirles en su momento de relax. Y de vuelta al trabajo, para satisfacer apetitos que por rococó no nos apartan mucho de los animales con los que no nos gusta ni identificarnos ni emparentarnos.
Y yo queriendo saludar y resignándome a pensar en el menú para los próximos días, en pensar que tengo que comprar este y aquel regalo y que las tiendas estarán a rebosar, y si llego en hora, y los bultos, y la señora que empuja. Entonces dejo la pluma, la arrojo más bien, y me paro frente al espejo y lo que veo no me gusta, mejor dicho, me produce cierto disgusto. Entonces el abandono me embarga y me comienzo a preguntar ¿qué? ¿cómo? ¿por qué? Y la verdad es que no tengo respuestas y me siento perdido. Desorientado. Sí, angustiado, porque para navegar por este universo de devastación no cuento ni con velas ni con ancla, voy a la deriva carente de posibles atisbos de contestación.
Y los saludos quedan estancados como grises embriones destinados al aborto. Antes de despertar a los vecinos a estas intempestivas horas de la noche con mi desgarro convertido en grito, antes de seguir formulándome que no hay escapatoria y que la solución no tiene palabra alguna sino un simple acto, voy apagando las luces de la casa y me dirijo al único lugar donde puedo comenzar a creer que existe algo que vale la pena y que no todo es una despiadada derrota. Entro en el dormitorio, el único ser que me puede dar calma yace hecha un ovillo sobre la cama, ignorante de mis pesadillas. Mientras me acomodo escucho su apacible respiración. Me acerco, la envuelvo y nos amoldamos el uno al otro como antesala para una de las intermitencias de la redención. Convertidos en un montón de ramas entrelazadas yo voy abrazando el seguro sueño, atado al único lugar al que pertenezco, mi única tierra. No Land’s Man es un artificio más. Siempre existe un sitio al que podemos llamar nuestra casa. Una vez más, las fiestas que conducirán al nuevo año pueden comenzar.

12/12/10

Caminos en la nieve (II)


No sé muy bien dónde está. Puede que en Malasia. No lo sé, y es igual. Yo estoy en otro lado, pero me siento escindido, amputado como si se tratara de un brazo o una pierna, o de un órgano. Quizá por eso camino sin percatarme muy bien de las cosas, aturdido por extrañar la parte de mí extirpada, sin acostumbrarme a su ausencia. Es una parte de mi cabeza, no un lugar concreto, a lo mejor a alguno le da por llamarle, qué sé yo, la glándula pineal. Puede que sea algo parecido, porque la nostalgia no sólo ataca a mi alma, sino también a mi cuerpo.
Camino como ciego por la ciudad, entre desconocidos. Los más temibles son los sonrientes, los que hasta te hacen creer que podés contar con ellos, que están de tu lado, que sólo piensan en tu bienestar, esos lobos con piel de cordero.
Busco con mis manos esa parte que me falta y que de todos modos sé que no voy a encontrar, parezco alguien que ha perdido la billetera y palpa todo bolsillo posible, con cara abstraída y ojos que denotan calcular qué había dentro, documentos personales, dinero, tarjetas de crédito, algún número de teléfono importante.
Me ocupo y me entierro vivo en preocupaciones, para evitar tener que pensar mucho en ello, en la falta, en lo que no está y que me obliga a preguntarme si soy lo que soy precisamente porque no está. Intento jugar con la idea de que nunca lo tuve, de que soy así. A lo mejor todos son así. Todas también. Me siento incompleto, fallado y consciente de la falla. Suficiente para crear la idea de perfección, de la felicidad absoluta, esos estadios de la imbecilidad total. Algo parecido a la imperfección y a la infelicidad después de todo, pues me parece ver que estas no faltan en ningún lado, y la imbecilidad goza de perfecta y ubicua salud. Pululan como las quimeras, esos bichos hermosos que todo el mundo confunde con sueños irrealizables, con ilusiones y con oasis en medio del desierto. Juegan a ir de a tres, ese número que lleva título de confirmación, y que es la fantasía de tantas mentes masculinas.
Me lanzo a las calles, ya no a buscar, sino a ser encontrado. La nieve ya ha comenzado, y el viento permanece, único signo de que tal vez en algún momento exista una forma de la primavera. Con el soplo en contra los copos se incrustan en mi rostro, se golpean contra mis ojos, se clavan como malvaviscos en mis pestañas, y me obligan a progresar a ciegas por el camino cada vez más blanco, acuoso. La fisonomía sepultada bajo la capa blanca que me hace pensar en algún cuento de Chéjov, aunque no tengo idea de por qué, quizá por el halo melancólico que la escena sugiere.
Las luces parecen brillar detrás de pesados cortinados, como si todo fuera un teatro. Pero no sé de qué lado del telón me toca moverme. Paro un momento para tratar de dilucidar esta especie de malentendido, pero lo que es ya el comienzo de una tormenta de nieve se ensaña y me obliga a retomar el camino.
Busco un bar y me meto en el primero que encuentro, pero lo abandono por semivacío, odio los bares vacíos por hacerme pensar que estoy en el living de mi casa acompañado de un barman anónimo; pero más me molestan los semivacíos porque siento los ojos escrutadores como avispas que pinchan cada movimiento y cada gesto que hago. Prefiero que estén casi llenos, quiero ahogarme en el anonimato, en esa posibilidad que la multitud ofrece de disfrutar de la más absoluta soledad, donde los diálogos son un insulto a la razón y los ojos están hechos para no mirar, como Edipos multiplicados luego de desangrarse tras arrancárselos. Al nuevo intento doy con el bar que aparece en su majestuosa realidad, es un microcosmos que me enseña cómo es nuestra vida a través de los espejos que revisten las paredes pero que no son otra cosa que televisores que proyectan el programa de las cadavéricas almas en pena, todo dicho a través de vasos de pesado fondo que se deslizan por la barra y por los codos que efectúan una estudiada coreografía mientras empujan hasta la última gota del trago y la vierten en la garganta que devora las llamas del alcohol mientras el estómago espera reconfortarse como si de una estufa a leña se tratara y estuviéramos a su calor buscando la solución a todo y a nada en alguna página impresa con caracteres rústicos mientras recostados en nuestro sillón preferido, ese sobre el cual nos pegaríamos el tiro de gracia llegado el momento. Estando en el bar me veo sobre ese sillón, los colores cálidos que hasta casi repiten el crepitar del inquieto fuego reflejados en la piedra de las paredes de la habitación, las sombras móviles que parecen ejecutar una danza macabra, los ojos vidriosos todavía buscando eso que me falta, eso que siento que perdí, que no puedo precisar qué tan corpóreo o anímico sea pero que de cualquier modo le asigno una forma pues así de limitado soy, eso que sueño que alguna vez tuve, quizá en la infancia, cuando todavía era un animalito que no guardaba memorias y no tenía que pensar en una frase latina, porque la realidad era eso, en sí, un disfrutar del momento, el momento perpetuo, sin antes y sin después. Aunque hubiera golpes, y sobre todo traumas, los que hoy me dicen quién soy, con nombre y apellido.
Regreso a la inhóspita calle como un huracán, ingenuamente jugueteo con la idea de formar una tormenta perfecta, pero la personalidad de mi contrincante pronto me pone en mi lugar, en una lección de menos de un segundo me recuerda cuál es la proporción entre mi figura y las fuerzas de la naturaleza, y con toda la amabilidad que le es posible me indica el camino a casa. Esa gran superficie de plomo que es el cielo y que está casi a la altura de mi cabeza arroja inclementemente sus proyectiles nevados, al tiempo que mis pies se hunden al igual que mis expectativas en la masa helada que entorpece mis pasos.
El frío circundante y el silbido del aire semejante al canto de enloquecedoras sirenas que tiran con agujas de mis orejas colocan en mi cabeza la idea de que dejar el bar fue una tontería, pero ya es tarde para pensar en ello y es tarde de cualquier modo, si dicha noción existe, y hago caso omiso a cualquier idea, incluso a la del refugio que me espera. Lentamente, sin embargo me muevo. Como si mi cerebro se hubiera congelado, las ideas que ultrajaran mi posible tranquilidad quedan suspendidas en el aire, como cubos de hielo en el ingrávido espacio. Eso no quiere decir que no vengan nuevas, renovados golpes a mi debilitado espíritu. Espero, en todo caso, que el frío invierno de mi descontento, se vuelva pronto glorioso sol del verano de alguna parte en la que yo esté.

5/12/10

Caminos en la nieve


La nieve. La zona urbana se convierte en un lodazal, jaspeado gris, marrón, cada vez menos blanco. Los pies se hunden al caminar sobre ese sorbete informe y de mal aspecto, y probablemente de peor sabor.
Los vehículos parecen lanchas fuera de borda, lanzando indiscriminada y rabiosamente la nieve a su paso, dejando detrás un surco negro como señal de que aún existe el asfalto.
No tengo más remedio que aventurarme y salir a la calle, transitar como un ser entumecido más, el gorro calado hasta los lados de la garganta, la ropa como capas de cebolla, las manos enguantadas escondidas en los bolsillos. Mi sobretodo, mi propia imagen vista desde frente y a cierta distancia, los tonos grises que inundan todo, me hacen recordar esa foto de Helnwein que retratara a James Dean, y digo sólo la foto, y exceptúo el cigarrillo que cuelga de entre los labios del ícono.
Hago mis deberes sociales, no importa ahora cuáles, los de turno, y después quiero algo en retribución, un plus que haga valer la pena tener que efectuar el sacrificio de tantos minutos para vestirse, de tanto esfuerzo para mover los pies entre tanta dificultad, de que mi roja nariz sienta que su congelamiento no fue en vano. Así que tomo ese camino que me aleja de las calles transitadas, que me acerca al parque con su riachuelo de cubitos de hielo.
Cuando los ruidos urbanos se van alejando, el clima se vuelve más agradable. La nieve inventa un aire límpido por el que el sonido viaja de un modo diferente, como si se generara un vacío y cada movimiento de la naturaleza fuera percibido por los oídos de una forma diferente, más lenta, precisa, independiente. Mis pasos hacen crujir la superficie ondulada e imperfecta, y cada grano que se desploma bajo mis pies emite un gemido que llega hasta mí como si fuera una parte de mí, como si todo sucediera dentro mío, y así con todo lo que puedo ir escuchando a mi paso, el distante canto de un pájaro, el movimiento de las ramas de los árboles, el grito alegre de un niño lejano, el graznar de un cuervo invisible para mis ojos.
El aire que despido se vuelve más denso, la respiración se hace un fuelle que vuelve tangible lo que mis pulmones expulsan, y puedo tocarlo como si se tratara de un resto arcaico que me hubiera abandonado, y cuyas formas podría interpretar como si fueran no otra cosa que bajas nubes o dibujos realizados por un fumador empeñado en trazar figuras con el humo.
A medida que me alejo de la urbe todo se va volviendo más blanco, más silencioso, más lunar. La última nieve, una capa interminable de blanca seda todavía inmaculada, se transforma en territorio virgen. Esto es lo más atractivo y misterioso. Este es para mí el secreto de la nieve. Otorgar la posibilidad de pisar algo por vez primera, de jugar a ser un descubridor, de que cada uno de mis pasos sea como una pisada de astronauta. Internarse en el bosque es adentrarse también en uno mismo, solo, en medio de una especie de nada, un piélago que se presenta en toda su desmesura, que si quiere puede aplastarnos con su pulgar o sepultarnos con alguno de sus rugidos cargados de una mezcla de árbol y tormenta de nieve. Es materializar al lobo en una estepa varios grados bajo cero. Es esperar a que caigan nuevas nieves y escondan el camino de regreso, para que éste sea un nuevo camino a su vez, un sendero nunca transitado siquiera por mí.
Continúo internándome en lo que ahora sólo puedo adivinar es un bosque a mi alrededor, tanta blancura es como el negativo de la noche y nada se distingue ya de nada, pensando en los recorridos que tantas veces escuché han resultado en fuente de inspiración, de revelación, al igual que las dunas del desierto. Un gato casualmente blanco aparece ante mí, lo adivino a través de sus destellantes ojos interrogativos, queda petrificado ante mí en esa postura característica, no al acecho, sino a la espera de adivinar mis intenciones. Como si leyera mi pasado y mi futuro al unísono parece haber detectado la ausencia de peligro, y con total parsimonia reanuda indiferente su andar, como si yo no existiera.
Después de tantos minutos y paradójicamente a lo que se pudiera pensar, el frío inicial que supone pasar de una atmósfera cálida como la de la casa a una gélida como la que me acompaña desde que abandoné la puerta de mi edificio, se ha ido transformando en una sensación inmune a la baja temperatura. Como el estado afiebrado que antecede a una enfermedad o que acompaña a un acto creativo, siento como si hubiera bebido un licor que ha templado mis venas y mis arterias, que les ha inyectado una suerte de alegría infantil. Quizá todo sea producto de mi imaginación, y el frío haya mermado como de costumbre no sólo mi sensibilidad corporal, sino también intelectual. Pero de cualquier modo, adormecido o no, la sensación es agradable y no importa si lo que tengo delante es a la muerte blanca.
Entonces me detengo, hago un giro completo, y excepto por algunas marcas negras que entiendo deben ser los troncos de los árboles, me doy cuenta de que estoy definitivamente solo, de que si quisiera podría sentarme sobre la nieve y dejar que el clima decidiera mi destino, hasta que algún desprevenido o el deshielo me señalaran. Pero con mis ropas oscuras me siento como una mancha en el paisaje, como el objeto que desentona y está fuera de lugar, como un invitado que es aceptado a la fuerza, más extraño aun porque mis huellas han sido borradas silenciosamente y nada hay que me ate a lo que está en cualquiera de las direcciones posibles.
Comienzo lo que creo es el camino inverso, un nuevo itinerario por senderos nunca antes profanados, con nuevas formas de crujir bajo mis pies, con nuevos dibujos a fuerza de pulmón, con nuevas ideas que sólo el andar solitario puede despertar. Me dirijo a la otra parte placentera de una salida invernal. El que termina con desarmar la madeja de prendas que me cubren, el de la calefacción y los colores cálidos de la luz casera, el que me sirve una taza de té tan caliente y humeante como exótico y un poco de pan untado de manteca y mermelada, el que me recuesta cómodamente sobre el sillón, me cubre con una manta de lana a cuadros y me acerca el libro que comenzaré a leer y que al día siguiente encontraré enredado en mi pulóver abierto en alguna página que seguramente no ha de ser la que estaba leyendo.

4/12/10

¿Yo? Por el asco... (2) - La res, murió temblando de dolor y de miedo...

He aquí un fragmento del poema milonga de Alfredo Zitarrosa, cuyo contenido me resulta impactante, y que ve multiplicado su efecto cuando se lo escucha magistralmente interpretado por la voz de su autor, tan exquisita, profunda y grave, única.

He aquí un fragmento que mueve y que está como nunca lo he visto del lado del animal, que lo muestra como víctima en su estado más íntimo, que pone en evidencia la sinrazón de que el fin justifique los medios.

He aquí un fragmento que también es una forma de decir por qué hace ya tiempo que no como más carne, porque no quiero ser cómplice y tras una opípara comida esgrimir con orgullo que nada hay más sabroso que la carne, mientras durante horas los trozos de un ser torturado recorren con parsimonia mis entrañas.

He aquí un fragmento de "Guitarra Negra" que habla por sí solo, y por lo tanto no es necesario que yo continúe:

"… temblando,
con el frontal partido por el marrón,
por el marronero,
cae sobre sus costillas, pesada como un mundo,
la res
cae con estrépito,
de bruces sobre el cemento
balando al descuajarse su osamenta,
ya sólo un pobre costillar enorme,
ya sólo un pobre cuero y sangre,
media tonelada de huesos astillados,
hincados en toda esa vida
temblorosa y atónita
ahí se va alzando,
como un pesado pingajo,
atrapada por la pata por un gancho que le salta arriba,
que la alza por un ojal abierto en el garrón de un cuchillazo en plena estupidez sentimental,
en plena media tonelada de monstruoso dolor,
incomprensible,
absurdo,
balando, plañidera y tonta,
como un escarabajo que no piensa,
mientras medita lentamente por qué duele tanto
y por qué duele qué parte de quién
que es ella misma, la res, abierta al descuartizamiento atroz por todas partes,
que nunca habían dolido y que eran tantas partes,
tan extensas
y que pastando nunca habían dolido
haciendo leche, esperma, músculos, crin y cuero y cornamenta viva,
que eran la vida misma manando hacia sus adentros,
vibrando tiernamente como un sol cálido
hacia sus adentros
y nunca habían dolido
ya está colgada
las patas delanteras se enderezan,
se endurecen y avanzan hacia adelante y hacia arriba,
implorantes y fatalmente rígidas,
rematadas en cortas pezuñas que hace un instante amasaban el barro del corral, el estiércol de otros cien balidos,
dinosaurios del siglo de las máquinas,
nacidos para morir de un marronazo
ahora ya es carne azul colgada en la heladera
"Uruguay for export"
aquella res,
que murió de un marronazo,
cayó y tembló todo el frigorífico
aquella otra res
que recibió el marronazo en plena frente, de dos dedos de espesor,
mientras entraba al tubo desconfiando porque allí no había pasto,
alcanzó a comprender que había otra res delante,
balando,
que ya se la llevaba el gancho
Y cayó detrás, también,
y el cemento tembló bajo esos huesos
aquella otra res,
que esquivó el marronazo
y que cayó también,
con un ojo reventado y una guampa partida,
deshecha
también cayó
y tembló la tierra,
tembló el marrón,
tembló el marronero;
la res,
murió temblando de dolor y de miedo
de un marronazo en plena frente
"for export"
del Uruguay..."

http://www.youtube.com/watch?v=j7A6f8yoeHk
(El fragmento puede escucharse a partir del minuto 5' 05'')