4/11/11

Amanecer


La mañana es mi noche y empiezo a desperezarme, me convierto en un ser nocturno a pleno sol, brazos extendidos en el primer bostezo que semejan alas de murciélago, la cara hacia un costado, como queriendo evitar lo inevitable.
Los rayos solares violan la intimidad de mi oscura presencia, mis piernas, dos troncos de pesada madera, se hacen a un lado y hacen como que quieren moverse, obligando a mi torso a incorporarse. Parece que las distintas partes de mi cuerpo mantuvieran una discusión absolutamente incomprensible para mí, de la que de lo único que llego a atisbar es la consecuencia de que no se ponen de acuerdo.
Así y todo en algún momento tengo de frente los utensilios para calentar un café, con su espumosa leche y su escudera tostada escondida bajo una mancha de margarina y mermelada.
El entrometido sol metes sus filosos ojos también a través de la ventana de la cocina, pero acá se muestra menos intimidante, los colores más cálidos y como pretendiendo un abrazo de viejos amigos, como si se sintiera culpable por la escena anterior o como si no supiera nada de ella y manifestara un simple y natural afecto por todo cuerpo que se levanta y anda.
Pienso que planeo el día, que ordeno las cosas por importancia, cronológicamente, por interés, y al final me doy cuenta de que lo que uso son palabras y que al final todo es en vano, algo o alguien ya lo ha dispuesto todo para mí y yo simplemente creo pasar las páginas de un libro donde yo soy el protagonista pero que al mismo tiempo dice lo que yo fuera de la historia debo hacer a cada momento.
Para cambiar de humores o de tema voy a la sala de baño y sumerjo bajo litros de agua mi cabeza, primero fría y paulatinamente más caliente, hasta que siento como los poros se abren con el vapor que se pega a cada milímetro de toda superficie posible interior, incluida, tal como lo siento, a la parte interior de mi piel.
Con mi cuerpo chorreante y mis vestiduras de Adán desfilo hasta el dormitorio, donde elijo despreocupadamente con qué cubrir mi piel, y así, una vez arrojado del paraíso, engañarla haciéndole creer que no hay frío o temperaturas desagradables, pronto el algodón y la lana hacen causa común y transmiten calidez y comodidad a la tela que hace que mi cuerpo sea uno y no algo desparramado por todos lados, esa bolsa que en algún momento griego de la historia se decía que era la cárcel del alma.
El suave mullir de mis pies cambia por el sonido rítmico del calzado, como si fuera algo ajeno y que se moviera por mi propia casa como si fuera la suya, obligándome de vez en cuando a buscar en derredor por si acaso efectivamente hubiera alguien más.
La película, una matinée cotidiana que se repite en mi cabeza a la velocidad de la luz, me muestra cada vez trozos del universo, como si yo hubiera estado en todos lados y las memorias se juntaran acodadas por un rato al bar y yo fuera el bar, para luego irse cada una por su lado y a su antojo. En el momento culminante, cuando la incomprensión comienza a ponerme lívido y al borde de un precipicio, abro la puerta de casa, y esos pasos que ahora sé que definitivamente no son míos, me cargan y me arrastran, alejándome por el desconocido camino de todos los días.

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