29/11/09

Sin Título (XXXIV)

Veo el sol, como creo ver tantas cosas, me ilumina el rostro, o yo ilumino su cara redonda y flameante. Nos saludamos a la distancia, como dos contrincantes que se respetan y prefieren mantener la distancia. La tentación es grande, salir, acercarse, tocarse, pero todo a ras de tierra, nada de Ícaros, nada de naufragar entre las nubes, nada de izar el globo aerostático entre la niebla, tengo más de ochenta días para navegar por los siete mares y ya no hay muro que divida este de oeste, esas dos cosas que no sé que son, ahora los muros dividen norte de sur o tierra santa de tierra santa, deciden quién queda elevado a la categoría de humano y quién no.
Prefiero salir a caminar, toparme con doña María de los Cuidados, ese hermoso edificio que adorna la plaza que está frente a mi hogar, acercarme a la estación y trepar al primer metro que me lleve a dónde él lo desee, o ella, prefiero decir ella, como en alemán, die U-Bahn, que al fin y al cabo es más atractivo. Sí. Meterme en ella y perderme por los caminos de la ciudad.
Cumplir con algún designio para mí desconocido, dejarme llevar hasta que un grito en el cenit del día anuncie que debo salir, o bajar, mezclarme entre las gentes, que es menos en la estación final, descubrir que no soy el único, asomar y buscar el verde, responder al llamado de la naturaleza, dirigir mis pasos hacia zonas barrosas por la lluvia, la humedad, el Föhn que acompaña la respiración urbana, ese viento que viene del sur y peina a los Alpes y luego baja a la ciudad, a toda la región, embebiéndola de una atmósfera enrarecida, donde el frío de la montaña trae de la mano el calor mediterráneo del Véneto, de la Toscana, el aroma de las vides, de las olivas, la fragancias de la sensualidad de esas tierras más cálidas, que en los picos, esos pezones de las montañas, se inundan de frío polar y la gente se vuelve loca, sufre de vértigo, de pánico, quiere huir, cambia de humores.
Los altos árboles me abren el paso para que yo los visite, los saludo como se saluda a una persona mayor, me inclino antes los años que ellos gobiernan la zona, sin servilismos, una mezcla entre Goethe y de Beethoven al cruzarse con los monarcas, ni hacerse a un lado ni atropellarlos, el justo medio, que después de tantos años sigue siendo un buen invento. Los pasos que escucho cada vez son más míos, adentrarse en el bosque es adentrarse en uno mismo, pero acompañado por el suave contoneo de las hojas, de la hierba que cruje bajo los pies, de los rayos de sol que acuden a todo artilugio posible para eludir el follaje y tocarme en la cara, como ojos penetrantes que dejan la marca de su mirada.
¿Quién no ha soñado alguna vez con ser Thoreau y perderse realmente por los senderos boscosos, construir su propia casa y quedarse allí sobreviviendo por sus propios medios? Comenzamos de pequeños, cuando imaginamos la casa del árbol. No ser otro, ser el mismo pero en otro sitio, precisamente, para poder ser uno mismo. Un juego de palabras como tantos después de todo. Al fin y al cabo, como quería Salinas, qué felicidad cuando tú sólo seas tú. Sin metáforas, sin engaños, aunque ya el pronombre sea un anuncio. La anunciación de la diferencia, de la otredad, de tu ser y no ser, y de tu ser múltiple, porque en el reino de los pronombres tenemos seis posibilidades del ser, y eso sin siquiera tratarnos de usted, o sí haciéndolo pero sin tutearnos.
Miro la hora, pero no en el reloj, la miro a través de la ventana, leyendo en el largo de las sombras proyectadas cuál sea el momento del día. Como si se hubiera tratado de una película, he dirigido mi mirada a través de la pantalla que me une con el mundo exterior. Las horas han pasado sin que me fijara en ello, tras las caminatas reales o imaginadas. El día se escapa, empuja al sol fuera del alcance visual, a menos que me mueva rápido en su persecución, que desafíe el incansable rotar de los mares que nos rodean. Pero, ¿para qué? No cambiará mi destino. Mejor disfrutar de las sombras, de convertirme en un gato pardo más que se confunda con el resto de los seres que se mueven entre tinieblas, sin nunca identificar si somos astros que proyectan luz propia o reflejamos la que nos presta a intervalos algún otro o alguna otra.

25/11/09

Unir por los puntos (Escrito Hipóxico)

un sonido una palabra un signo tras la oscuridad los pasos guían o son guiados a tientas a ciegas por las calles estrechas de una ciudad desconocida como en un sueño donde Virgilio se transforma en la voz de Brenna Maccrimmon que oficia de hilo de Ariadna por los meandros de un laberinto sin paredes donde imperan los sentidos para los que no fuimos congraciados la única arma es el lenguaje somos el animal lingüístico pace Aristóteles no somos el pollo desplumado pace Platón no somos la hoja en blanco pace Locke somos todo eso y el escritor de nuestro propio cuento al modo de Escher en las manos que se dibujan a sí mismas como las aspas de un molino de viento que se ríe del pobre y desgarbado Quijano subido en su pobre y desgarrado rocín encarcelados en alguna de las interminables catedrales carcelarias de Piranesi pero con los colores de Chagall soñamos con lo que no tenemos para volverlo nuestro y así soñar con otras cosas para no tener pesadillas con la muerte que es nuestra única madre porque madre hay una sola según reza el peso de la tradición tradiciones que vienen de oriente donde las almas se pelean a muerte entre gruesos granos de arena como en esa obra de Goya hundidos hasta las invisibles rodillas y un perro que como todos los perros observa todo en tecniblancoynegro esperando que el ganador no le de una patada mortal como al final de aquel cuento de Benedetti cierto doctor especializado en asma que vagaba por las tierras septentrionales de un país pequeño de quien nadie recuerda el nombre y que está al oriente de cierto río de cuyo nombre nadie sabe su significado el dolor acompaña cada compás del espíritu que desconoce lo que es el verdadero dolor aunque lo vea en cada rincón en cada instante pero como esos jóvenes que se vuelven resilientes a fuerza de las circunstancias que no eligieron como nadie elige nada la llama de la vela que se usa como prueba fidedigna de que no hace mella alguna sobre la piel como el faquir que se recuesta plácidamente sobre el colchón de clavos o el chamán que camina sobre brasas humeantes así también ajenos al dolor caminan las mezquinas almas que sólo sufren porque en algún lugar está escrito que hay que declararse doliente para olvidarse del ser que está en el principio de todas las cosas y como sonámbulos deambulan trabajando como la araña que urde viejas telas cubriendo todo de gris polvo que no es de estrellas porque está cansado y ya no entiende de giros recovecos intersticios ni músicas ajenas que también son signos pero que no están signados para despertar de la apatía a estos seres náufragos de su propia existencia que como Winston Smith cada vez reducen su lenguaje a fuerza de borrar y cambiar el pasado y mientras el campo queda guardado en alguna bucólica escrita en idiomas inaudibles intraducibles como durante las épocas que los sacerdotes no se habían vuelto herejes sino que habían olvidado el latín probablemente a fuerza de producir los mejores fermentos y destilados que también son parte de la tradición como envenenar por las orejas a un rey o inventar guerras para no tener que pelear con uno mismo o encerrarse en lo alto de una montaña a escribir ensayos o inventar infiernos que por alguna razón siempre están abajo pero ahora no funciona más porque ya no existe abajo ni arriba y ni siquiera existe una realidad ni el plano ni el norte está arriba ni el sur está abajo porque a un pintor uruguayo simplemente se le ocurrió igual que a un genovés una vez se le metió en la cabeza que enfilando hacia el poniente iba a aparecer en el levante y a alguien se le dio por decir que ese genovés había descubierto algo pero en realidad nadie descubrió nada porque simplemente nos toca estar acá pero nos podría haber tocado estar en otro lado donde la palabra descubrimiento no existiría porque simplemente se llamarían las cosas por su nombre que es algo también relativo porque la rosa que es una rosa que es una rosa pero si la rosa está contenida en cada letra que la conforma yo estaría repitiendo a ese Tiresias del siglo XX antes de terminar de rondar por la aureola de este texto que no termina acá y que continúa aunque no lo veas porque la noción de fin es otra forma de decir antes después y basta y porque lo demás es quizá silencio aunque puede que simplemente sea un color o una forma de la que como no sabemos definir diremos que es informe como un signo una palabra un sonido

1/11/09

De Palabra


Me quedé mudo de palabras. Traicioneras me abandonaron, como si yo fuera un barco que se hunde, alejándose en botes salvavidas. Así que sólo puedo hablar de ellas. Sobre ellas. Es todo lo que puedo hacer. De las que sufren amnesia y se vuelven a resbalar con la misma cáscara de banana, de las que tropiezan con la misma piedra y se dan de bruces nariz contra el suelo. De las que se inyectan el mal de Alzheimer y permiten y justifican y se engañan, en vez de entender y de no olvidar, perdonar si acaso. Por eso esas son las más aburridas y tontas.
Me divierten más las que juegan con fuego, las que son fuego, y con sus largas lenguas me abrazan la cara, dejándome los cachetes colorados y sin vergüenzas, encegueciéndome con sus colores brillantes rojos y amarillos, dejando en las sombras todo lo que no es puro, todo lo que es ajeno a la pira. En movimiento perpetuo, pura vida, incansables, suben y se extinguen como gritos en la montaña que viajan a través de ecos interminables y transmiten su calor más allá de los picos nevados, a seres con otros rostros, con otras vestiduras, con otras costumbres, con otras palabras.
Hay familias de palabras. Y hay palabras que detestan las familias. Que las soportan hasta que pueden emanciparse, para un día despedirse sin dejar de manifiesto ningún significado, que al fin y al cabo es innecesario. Hay otras que se vuelven locas porque no pueden hacerlo, pero sucede que nadie las entiende y les da por asignarles títulos que nada tienen de nobiliario, y así nadan en el latín, en el griego, buscando en sus oscuras profundidades esa cosa maldita que otros llaman nombre, especie de inútil exorcista del caos que prefieren no reconocer, como si multiplicar las letras bajo infinitas combinaciones conformara una cortina que lo aísla, que lo mutila, que lo hace desaparecer, sin darse cuenta que están creando uno nuevo, y tal vez ni siquiera diferente.
Las hay ávidas de placer que se arrastran en susurros hasta el oído que las quiere escuchar y secretean lo impronunciable, convirtiendo todo en piel de gallina, en escozor, en suspiro, en deseo prohibido que se convierte en realidad.
A veces hay que soportar a las vandálicas, armadas de cócteles Molotov, que más que representar el mal lo que hacen es sufrir de juventud, ese tesoro que las palabras más viejas cada vez les roban más temprano y luego las endeudan, sólo por el hecho biológico de tener el tesoro más preciado, que ya no es divino, sino una carga que quieren sacarse de encima, para buscar ser jóvenes cuando ya no lo son, cuando ya nunca lo volverán a ser.
La perfidia inagotable convierte a las dulces palabras que nos encandilan como a conejos, primero en fuertes tenazas que nos aprietan el cuerpo y que luego se nos clavan como cuchillas por la espalda, hasta dejarnos desangrar. Su misión en el mundo es tan sólo esa. La mutilación del ser, de la pureza, de lo que a las palabras hace pensar y decir -quizá equivocadamente- que yo soy yo. Mientras no podemos desviar la mirada de esos ojos dulces que nos inspiran amor, las punciones se multiplican por detrás, desgarrando la piel, los músculos, los huesos, como infinitas espadas de Damocles.
Están las que sufren y lloran por los pasillos, pasándose la vida de rincón en rincón, pensando que el destino está escrito en un libro donde sólo existen altos muros que esconden el sol pero no las inclemencias climáticas, que dejan que las gotas frescas de las lluvia se apareen con las lágrimas saladas que se empeñan en salir como si se tratara de una impráctica fuente en el centro del mar.
La modernidad se divide entre palabras artificiales y artísticas. A veces se confunden y son la misma cosa. Las primeras coquetean y se maquillan, sonríen en presencia de las otras palabras y siempre tienen la respuesta adecuada, pero por sobre todo la pregunta que consigue conjurar al verdadero tema, pensando que así pueden confundirlo, evitar lo inevitable, lo que ningún invento hará prescribir, el final anunciado. Por eso, cuando nadie las ve, también lloran un poco, pero enseguida se recomponen, porque la vida solitaria no les pertenece, y siempre puede tocar el timbre por sorpresa alguien inesperado, para quien hay que estar en óptimas condiciones. Las otras, las artísticas, también tienen como objetivo conjurar a la muerte, por eso se encargan mediante su ars de regalarle cosas al mundo, con una etiquetita bien clara que diga que es obra de ellas, y así multiplicar su nombre para la eternidad, pero, sólo de las palabras, y dentro de las palabras, sólo de las afortunadas que saben leer, que tampoco son tantas como muchos se engañan llamándolo lo normal; porque cuidado, la mayoría de las palabras no saben leerse ni escribirse, y como carecen de vocabulario también desconocen muchos sentimientos y estados del alma, con lo que –justo es decirlo- también se ahorran una gran cantidad de vanos sufrimientos, pero su vida está conformada precisamente por una sola, que funciona como una cárcel cuyas dimensiones no exceden la medida del cuerpo y todo queda en ser como un reloj, que da la hora hasta que un día se descompone, y ya no dice ni tic ni tac.
Hay un manojo de palabras eremitas, pero ya no tienen lugar en el vocabulario, porque ya no queda lugar a dónde ir casi, y eso que en la historia de las palabras hay sobradas razones para creer que hoy podrían ser muchas más, si no se hubieran empeñado como se siguen empeñando en matarse unas a otras, a veces sin razón, otras veces por pasión francesa que se dice no es un delito, y otras muchas veces en nombre del mismo dios que las creó y las cobija a todas. A falta de montañas escondidas, de altas rocas inaccesibles para las palabras comunes, las palabras eremitas se hacen pasar por misántropas y se construyen casas a prueba de ruidos, a prueba de otras palabras, pero no a prueba del tiempo. La dificultad estriba en que ya no están en las alturas, y se les hace más difícil dictar sermón. Por eso el presente está quizá tan descarriado. Las palabras ya no se sacrifican por otras, ni por ellas mismas. Dicen, yo soy palabra, y punto. Luego marchan, pensando que eso es suficiente, y a veces lo es. Palabra.
La descripción es infinita, aunque muchos crean lo contrario, incluso si se llaman William y vienen portando una enorme navaja desde Ockham. Las más divertidas se pasan de fiesta en fiesta, nadan en burbujas de cava español, de champagne francés, de Sekt alemán, o de prosecco italiano. Otras se hacen llamar las héteropascales que cuentan con incontables grupos radicales que ejercen mucha presión sobre todo lo que es distinto, siendo su principal blanco las palabras sodomitas, esas que como bien dice su nombre son parientas de las palabras gomorras, que disfrutan de los placeres entre el mismo género si permanecen en sus pueblos de origen o se convierten en estatuas saladas si miran hacia atrás una vez que salen de ellos.
Mis palabras preferidas son las que no sienten la necesidad de decir que son palabras, tienen sus crisis de identidad como todo lo que se mueve, pero no andan por ahí pisoteando la realidad o lo que queda de ella, imponiéndose y diciendo aquí estoy. Son palabras y punto. Asunto de tomar o dejar. Nada más. Pueden ser muy originales, no vayan a pensar otra cosa, pero la mayor parte del tiempo pasan desapercibidas, entre tinieblas, para que la gran mayoría, descontenta y resentida, no las descubra y las ataque, para que no les roben la intimidad. Se exceden en soñar, pero no son idealistas a la carta. Suelen ser muy románticas, pero su timidez las hace parecer torpes, o incluso incomprendidas o altaneras. Es que casi todas las palabras se creen seguras en sí mismas y la verdad es que no lo son, así que cuando ven a alguien que sí lo es pero aparenta no serlo, pues, la historia se repite e intentan arrebatárselo.
Podría seguir hablando sobre las palabras, pero tengo miedo de que si continúo hablando de ellas, mi mudez se convierta en un estado permanente, y ellas piensen que ya no las necesito, cuando es justamente lo contrario. Voy a prender el fuego para conjurar el frío; a preparar un té oscuro que acaricie tibiamente mis entrañas, a predisponer el espíritu mediante la siempre grata compañía de la música, a buscar en algún libro lo que hoy siento que me falta. Y luego, quizá…