28/1/10

Mientras

El tiempo no pasa. Se detiene. Viene hacia mí y ahí se queda. Se clava, penetrando a través de la dermis, de los orificios, de los ojos, como si de millones de cabellos que realizan un movimiento inverso al de su crecimiento se tratara. Se hunde hasta la raíz. Deja su rastro, su marca, orada mi cuerpo, lo esculpe. Pero no sigue, su movimiento termina ahí. Luego no hay nada más. Eso es todo en cuanto al tiempo. No es ni un paso, ni algo que queda atrás. Se fija más allá de la superficie. En la superficie simplemente se manifiesta la mácula. Puedo sentirlo en la textura del pelo, en el color de la piel, en las formas cambiantes que rodean la boca, en el valle bajo los ojos y en el desgaste paulatino de las pupilas, en los vellos juncos que anidan en cada hueco en busca del sol. Su sello es cada grieta, cada surco que diseña especialmente para mí.

Camino por la ciudad. Está cubierta bajo un manto de nieve casualmente blanca. Por el día o por el clima, no lo sé, nadie parece habitarla. La piel de la ciudad, esto es, su superficie, sus azoteas, sus autos estacionados, sus motocicletas, su infinita colección de bicicletas, sus plazas, emulan una superficie lunar detenida en el tiempo. No es una ciudad fantasma, más bien parece una ciudad museo. No un museo de cera, un museo de hielo. En ese momento, en una calle cualquiera; o no, no una calle cualquiera, en la Herzogsstrasse, que normalmente es todo lo bulliciosa que puede serlo una calle muniquesa, con sus tiendas y algunos edificios que aún conservan huellas del Jugendstil, y la gente que entra y sale de los comercios y de las tiendas retro y de diseño y de segunda mano; en ese momento, decía, en que no hay alma a la vista, en que nada se mueve ni por acera ni por calzada, el tiempo luce esplendorosamente detenido. El aire huele limpio, como si lo hubieran recién lavado. Me detengo, no quiero mancillar esa tranquilidad. Cada tanto, algún copo de nieve se toma la libertad de argumentar en contra del filósofo de Elea, y emprende su viaje; bien desde el cielo plomizo pero casi transparente que convierte al sol en una luna plateada, bien desde el extremo de alguna rama de un árbol desnudo de hojas; bajando lentamente hasta posarse junto a sus compañeros de manto blanco. Entonces decido continuar, engañado por la idea de que el movimiento es cómplice del tiempo.

El tiempo es una aguja. Pero no es una aguja de reloj. No hay tic-tac. No hay cucú. No hay péndulo. El tiempo es un puñal que se clava en mi cerebro. Sólo tiene una última forma. Es la forma del pasado. Todo es pasado, el presente en todo caso es un empleado de aduanas sin ganas de trabajar para un futuro del que lo único que me interesa es imaginarlo como un pasado que todavía no ocurrió. Mi propia biografía, real o imaginaria. Las imágenes se mezclan sin orden ni concierto. Las voces resultan indistinguibles. ¿Vienen de adentro? ¿Vienen de afuera? Quizá todo es lo mismo, y se trate tan sólo de grados de realidad. Pero entonces, ¿con quién hablo?

En esta ciudad en la que no hay paso del tiempo y que se deja llamar Munich, aprendí que la nieve es juguetona. Entre su nacimiento allá arriba, que a veces no es tan arriba, y su llegada a su destino natural, a veces se pone de acuerdo con el viento y entres los dos realizan hermosos dibujos, o se dedican al arte abstracto y hasta no figurativo, en un ir y venir que más parece una coreografía o simplemente un capricho de un movimiento amoroso. Otras veces, siguiendo alguna de esas leyes de la física que nos hacen pensar que desafía las leyes de la física simplemente porque no podemos explicar lo que sucede, la nieve decide emprender un viaje inverso, y se eleva imitando al vapor. Al menos es su costumbre cuando los trenes osan invadir su tranquilidad horizontal y dejan una estela tras de sí, al igual que los barcos en el mar. Como con las estrellas, como con las nubes, si se tiene un poco de paciencia, puede uno encontrar un lenguaje. Es un lenguaje peligroso, que merced al ir y venir puede conducirnos a pensar en el tiempo, y que llega a su fin cuando decide posarse sobre la superficie ondulada que cubra la primera capa que ostenta cada centímetro urbano.

Las espinas del tiempo son inclementes. Dibujan una corona sobre mis poros y los tiñen de colores amoratados. El tiempo es mi pasión. Es mi cruz. Es mi Getsemaní. Allí voy, con mis brazos horizontales, cargando el álbum de fotos de la memoria, mientras me muevo entre los muertos. Momentos de la eternidad que quedarán en la nada, no por el peso de la historia, sino por la humedad y los humores atmosféricos que todo lo corroen con su sal de nunca mires hacia atrás caminante.

Mientras, escribo y moldeo y doy forma y esculpo al tiempo. Quisiera poder decir que lo escupo también. Pero no es así. Las formas que cobra son imágenes que se mueven a su antojo, como la nieve a mí alrededor, o como el nuevo Prometeo, o como el Golem. Creo que son interpretaciones, en algún punto lo son ineluctablemente, pero vienen como si no me pertenecieran, se asocian libremente unas con otras. En esa tarea sé que se esconde mi identidad. Y por eso no sé si creer que soy el escultor, o si simplemente soy una víctima. Probablemente sea las dos cosas. Mientras, escribo, y mientras lo hago, soy esclavo del subjuntivo, de todo lo que no soy, ni fui, ni seré, pero que imagino haber sido. Mientras escribo ni siquiera escribo lo que quiero escribir, porque la pluma es traidora y tiene voluntad propia. No tengo forma de conjurar el paso del maldito tiempo. Porque no existe. Ya ha hundido su última daga, la más certera.

18/1/10

Verso y Anverso (Parte II: Anverso o Verso)

It seemed to her such nonsense
-inventing differences, when people, heaven knows,
were different enough without that.


Virginia Woolf, To The Lighthouse


Elías viaja en un barco repleto de esas personas que en el idioma imperante de estos días deciden dejar de ser personas para pasar a ser denominados inmigrantes ilegales. A riesgo de parecer personas, arrojan por la borda los últimos despojos de humanidad que les quedan: el pasaporte. De aquí en más, para él, sólo Elías. No conocemos su nacionalidad. No conocemos su lengua. Todo resulta anecdótico. Elías, descubriremos, sonará para los oídos europeos como Alias. Alias de todas las personas que por diferentes razones, deben dejar la tierra que los vio nacer para buscar un sitio que creen mejor. También Alias por su capacidad para metamorfosearse en cualquier personaje, dependiendo de las circunstancias. Un Edén. Jugando con el título del escritor John Steinbeck, East of Eden (que a su vez cuenta con una notable adaptación cinematográfica de Elia Kazan, y en el propio nombre del director hay ecos de Elías), Costa-Gavras crea una epopeya en torno al tema de la inmigración a Europa, y pone por título a su película Eden is West (Eden à l’Ouest), por lo que puede suponerse que en lo que a geografía corresponde está de acuerdo con el Nóbel de Literatura (y con el texto bíblico que presupone el primero). Como cada vez que alguien navega en busca de algo, se escuchan los ecos del viaje de Ulises, pero esta vez no parece este el caso.
Esta es más o menos la otra cara de la moneda, la tapa o la contratapa del libro que me tocó cierto fin de semana. Día sábado. Como dije antes, da igual. Cuando hablé del domingo, día de concierto, hablé de un día donde emociones en apariencia contradictorias se fusionaban. Una suerte de llanto de alegría brotó espontáneamente. Sabemos que eso existe. Hoy la cosa es diferente. Hoy toca el verso, o el anverso.
El sueño de Elías es el de muchos, llegar a la tierra de la prosperidad y de las oportunidades. Kafka escribió un libro a propósito. En la historia de Elías puede verse que el autor conoce el libro. A diferencia de Kafka, que nunca pisó los Estados Unidos, Costa-Gavras conoce bien el terreno en el cual centra su historia, él experimentó en carne propia el ser inmigrante, cuando por aquellas fechas ser griego en París era más o menos como no ser europeo (por aquellas épocas tampoco España lo era para muchos, recuerdo que en alguna página de Alejo Carpentier se aloja una alocución de un francés que sostiene que Europa termina en Los Pirineos, por ejemplo). La historia no apela a sacudir directamente la sensibilidad, no es un drama social. Está repleta de situaciones ridículas y de otras de esas por las que si se tratara de una película latinoamericana los eruditos del cliché no tardarían en decir que está impregnada de realismo mágico. Lo trágico presentado con dosis de humor. Lo trágico elevado a su máxima potencia con cada posible sonrisa, con cada risa, con cada risotada.
Las nacionalidades, mal endémico que todavía arrastramos, han metamorfoseado a su enemigo. Primero surgieron las naciones, por supuesto, un buen motivo para guerrear. Después hubo casos en que se unieron al darwinismo social y se crearon capítulos de la historia como el que incluye al nazismo y su odio racial. Ahora la repulsa es hacia todo aquel que se ve obligado a cambiar de país y, o, de continente, y que está representado generalmente en el personaje del pobre. Cuando las dos cosas se unen (porque están también los otros, los que por profesión hasta son invitados a cambiar de paradero, y esos son bien vistos la mar de las veces), no existe válgame Dios. Aunque hay excepciones, como bien nos enseña Elías. A través de su personaje, de algún modo anónimo, descubrimos los tics, las paranoias, los estereotipos, las manías de los europeos contemporáneos. La Europa que predica una moralidad y un ethos que no practica, queda al desnudo. Gracias a la figura de un personaje que cuenta entre sus cualidades con la de ser muy bien parecido, honesto, confiable, ingenuo, crédulo, y con un gran instinto de supervivencia. Como las características no son buenas en sí, las consecuencias de poseer cada una de ellas harán que Elías reciba constantemente una de cal y otra de arena.
En la película, según mi interpretación, hay dos personajes clave. El ya mencionado Elías, y el mago. Sobre el primero recae el curso de la historia, sobre el segundo, el destino del personaje, y de algún modo, la moraleja de la historia.
Elías viaja en un barco que transporta personas que pronto dejarán de serlo. El lugar al que se dirigen los tratará peor que a delincuentes comunes. Mucho peor. No tendrán derechos, se convertirán en infrahumanos.
Las desventuras del joven Elías lo llevarán a toparse con un sinfín de personajes. Muchos de ellos, enfrentados a seres fuera de la ley, darán rienda suelta a impulsos reprimidos por el miedo al castigo. Al no existir éste, no importa si lo que tenemos delante es un ser humano. Basta pensar por analogía en lo que sucede en el Sudeste Asiático, destino predilecto por un gran número de europeos supuestamente normales, que piensan que en un paraíso exótico las leyes no existen y se dan a la profanación de niños como quien compra algún souvenir representativo de la cultura local. Elias es víctima de lo mismo, será objeto de intentos de explotación sexual, será una virtual víctima de juguemos a cazar a los inmigrantes ilegales en el mencionado resort, será esclavizado por una empresa que somete a inmigrantes, será perseguido por la policía con más ahínco que si persiguieran a un asesino, será robado más de una vez. En lo espiritual será humillado, rebajado una y otra vez, malinterpretado adrede, será víctima de engaños, de intento de aprovecharse de él.
Como puede resultar previsible, no serán otros que los de a pie quienes lo ayuden en sus peripecias, a pesar de tener una suerte de romance con una turista alemana que a su modo le presta ayuda, luego serán los trabajadores del campo, los camioneros, un camarero, y los eternos perseguidos de Europa: los gitanos, serán ellos quienes le ofrezcan de tanto en tanto alguna ayuda. En definitiva, aquellos que conocen en carne propia que Europa no es un paraíso para todos, que también puede ser privativo para muchos, aquellos que saben –no por un saber académico, sino porque la vida se los enseñó- que los derechos humanos valen más para unos que para otros y que para algunos otros ni siquiera valen. Hasta alguien que es de sus propio país (debemos entenderlo así, porque no se sabe cuál es) se aprovecha de él. La forma de la piedad puede cobrar formas insospechadas. Una mujer le ofrece ayuda, y esa ayuda consiste en darle un saco de vestir para que Elías luzca decente y pueda conseguir un trabajo.
¿Y el mago? El mago representa la metáfora del acto de prestidigitación que puede suponer Europa. Elías desembarca en la Côte d’Azur, entre sus peripecias en el resort, una consistirá en hacer de asistente del mago, quien al momento de su partida le ofrece una tarjeta personal y le dice que vaya a verlo a París. Es evidente que Elías procede de algún lugar donde la palabra todavía tiene algún valor, y juega todas sus cartas a ir al encuentro de la única persona que le ofrece una especie de segunda oportunidad. En el ínterin recorrerá Francia de Sur a Norte enfrentando todo tipo de situaciones. Al final dará con el mago nuevamente, y el acto de prestidigitación se cumplirá a la perfección, desvelando el truco que se esconde detrás.
Por el camino quedan situaciones que nos son presentadas como si de una comedia se tratara, una comedia de errores. La sonrisa amenaza de continuo, una sonrisa incómoda, por supuesto. El punto más gracioso puede darse en una pareja de griegos adinerados que recogen a Elías cuando hace autostop en una estación de servicio. Los diálogos entre la pareja rememoran a las discusiones de un par de neuróticos pudientes de mediana edad que pueblan las películas de Woody Allen. El desenlace en este caso termina de modo dramático por las consecuencias que suponen para el pobre Elías.
Creo que aquí reside el gran logro de la película, la narración de una experiencia trágica a través de situaciones disparatadas. El aparente desorden es certero: sin plan, sin dinero, sin papeles, sin hablar bien francés, Elías está expuesto al caos que ofrece la realidad circundante. Él no decide, la realidad en su conjunto lo hace por él. Pero con el transcurrir de la historia, la clave se pone en evidencia, el humor que al principio relaja, que rompe el hielo, va dándole profundidad al tema del que trata. Cada vez se sabe más que Elías juega el papel del perdedor que sale más o menos bien parado ante cada situación. Pero, ¿hasta cuándo? Las risas van disminuyendo ganadas por la incomodidad. El humor ha conseguido su cometido, han dejado en evidencia lo que se proponía. No nos ofrece una especie de denuncia social a la carta, no se nos presenta como un documental. Como si de una lupa se tratara, aumenta las dimensiones trágicas de la historia.
Las risas de ese domingo, son risas de tristeza. La tristeza de saber el engaño y la humillación al que se ven sometidos miles de personas, miles de Elías. Otra vez los sentimientos en apariencia opuestos se yuxtaponen.
Risa triste, alegría con lágrimas. Sábado y domingo, dos caras de una misma moneda, la tapa y la contratapa de un libro, un comienzo y un final donde no se sabe cuál es cuál. Día sábado, Festival de Cine griego.
Hoy escribo para vos, Elías, estés donde estés.

3/1/10

de Bob Dylan

How does it feel
How does it feel
To be without a home
Like a complete unknown
Like a rolling stone?

Desde un margen del Leteo

Repasar la memoria es darse de bruces contra esos baches que ninguna municipalidad podrá cubrir, esos pozos azules, agujeros negros o como gusten. Son los baches de la memoria, o dicho de otro modo, el olvido. ¿Cuántas formas puede cobrar? Quizá tantas como Proteo, o más, gracias a ese invento que nos gobierna: el subjuntivo.
Mirar hacia atrás; algo imposible en cierto modo si nos tomamos a nosotros mismos como referencia, dado que estamos esclavizados a mirar hacia adelante, como ese pobre Alex DeLarge, el torturado personaje central de A Clockwork Orange; es un gran molino de viento, que tras de sí guarda un silo enorme con todo lo que no recordamos que hicimos, pero también con aquello que olvidamos que íbamos a hacer, aquello que prometimos hacer, aquellas ocurrencias, los grandes planes, nuestros deseos –incluidos los de mejorar nuestra persona –, y todo eso que pertenece a los mundos posibles de nuestra mente. Allí están ese grito que no quisimos darle a un ser querido, y que sin embargo ambos olvidamos, o creemos que lo hicimos; ahí está esa otra persona que vimos tan sólo una vez con el rabillo del ojo y con la que imaginamos el mejor sexo imaginable; ahí está la realidad, que simplemente la olvidamos cada dos por tres para no pegarnos un tiro; ahí están el último producto de la tecnología y el últimos grito de la moda, juntos quizá, medio olvidados una vez que descubrimos que en realidad no han generado cambio alguno en nuestro transitar; el espejo, que nos forzamos a olvidar para empañar nuestra vanidad y para no tener que enfrentarnos a nosotros mismos; el golpe injustificado que una vez recibí y que se oculta en mis profundidades, procurando no generarme traumas, que creo haber superado, y que nunca sé si lo hago; el engaño; sí, el engaño…
Así que mirar hacia adelante es nuestro sino, un sinónimo de nuestro instinto de supervivencia, y de algún modo otra suerte de engaño, nos muestra ese lugar puro y limpio de defectos, una suerte de Arcadia sobre la tierra que nos mantiene expectantes, hasta el punto de lo que relata Víctor Frankl sobre su experiencia en el Lager. Somos como ese personaje que nadie quiere ser y que damos en llamar el Hombre-Sandwich, ese ser encerrado entre dos tablas que hace publicidad en la calle. Nuestro cuerpo en el medio, la vista puesta al frente dejando claro que no hay retorno, y nuestra mente viajando por todos los tiempos y modos posibles del lenguaje, haciéndonos creer que recordamos porque ponemos nombre a esa pequeña argamasa de imágenes, de sensaciones, de tonterías colocadas indecentemente por la repetición; y creando los escudos que intentan borrar nuestra animalidad, otorgándonos la idea de que estamos seguros para ocultar el terror que cada movimiento nos inspira, cada espacio que escapa a nuestro territorio conocido, a cada nuevo ser que se cruza en nuestro camino. Quizá deberíamos aprender un poco más de los conejos, o de los pequeños roedores, ya que tanto se gusta mentar nuestro parecido cerebral. Son esos pequeños mamíferos que ante todo, en cada instante de sus existencias, tienen miedo, pero que conviven con él sin intentar probarse falsas vestiduras.
Ahora me detengo, aquí, a un margen del Leteo, y me pregunto, como tantos otros, como fui a dar al lugar en el que estoy, y miro hacia un lado y hacia otro del río inclemente, que nos vuelve los descastados de Mnemósine, y me doy cuenta que pertenezco en cuerpo y alma a él, que soy parte de él, que soy el agua que fluye y que soy –como cualquier otro– único en cada momento, como señalara desde otro margen el de Éfeso. Quizá algún día nos crucemos, dos gotas de agua, y no nos reconozcamos, igual que en esos casos cuando actuamos y no nos reconocemos a nosotros mismos.
No quiero continuar, a riesgo de olvidar lo ya escrito, de olvidar el cometido de estas palabras, en definitiva, el sentido último y primero, el Alfa y el Omega de su existencia, que nunca queda claro cuál es.

Marea (Boceto Op. 58)

El mar crece enardecido. Cobra la forma de un puño de acero que me golpea en las costillas, en el vientre, en los muslos, en la planta de los pies, en los labios. Es una y mil formas que juegan a placer con mi cuerpo. La espuma es como alfileres que atraviesan mis poros y roban el aire de mis pulmones. La sal cristaliza en mi interior y oxida mis huesos. La fuerza de su impetuosidad noquea como la arena de una tormenta de más allá de las mil y una noches, donde el desierto está exánime de soñadores con un universo urbano que los tratará peor que el calor del día y el frío glaciar de las noches. Ahora estoy en medio de un desierto, y los granos de arena se incrustan como si se tratara del proceloso mar del de Ítaca. Tras pasar el infierno líquido de matices arenosos de Turner, no me espera más que la soledad de las macizas cuevas de algún Piranesi o de las maravillosas imposibilidades matemáticas de Escher. Subo y bajo por donde es imposible bajar y subir, no ya mecido sino escupido por esa garra que secuestró a Crusoe, que convirtió a niños en asesinos, y que invita a pensar en la aventura sólo porque a algunos se les ha ocurrido retratarlo con el mejor lenguaje. Pero estar en el medio, eso que se llama el ojo de la tormenta, y que no puedo saber qué es, porque todo parece ser ojos, todo parece ser un gran ojo que me devora con cada parpadeo. Pero estar allí, entonces, es algo que sólo podemos desearle a nuestro mejor enemigo, a ese que habita dentro nuestro y nos recuerda que nosotros no somos nosotros, y que mira para otro lado cuando jugamos a creer que nuestra vida es nuestra vida.

Munich, algún día entre el 2008 y el 2009

Domingo (uno de tantos)

El clima sólo invita a dedicarte a vos mismo. Creo sospechar que por eso la gente odia el mal tiempo. A mí me gusta, me regodeo con eso de disfrutar una buena taza de té y también con la de convivir con mis fantasmas sin poder eludirlos, aunque sea por un rato. El blend de hoy será, en aborigen, un té del este frisio (Ostfriesen Tee), pero cuya hoja originalmente proviene de algún remoto paraje indio (y no hindú, como muchos gustan de decir). Si se tratara de una bebida espirituosa, diríamos que se trata de un té con personalidad, y cuerpo. Potente, en fin, vamos. Con leche, porque Alemania no me ha quitado la tradición que La Isla impregnara en mí. Y la cuestión filosófica que aqueja a los británicos, sobre si la leche se ha de servir primero, o después que el té, ha sido solucionada por mí como quien corta el nudo gordiano. Una cuestión práctica que comparto con un gran amigo, que por cierto, nacido en la Gran Bretaña, su alma navega entre ese pedazo recortado de Europa y sus orígenes germanos. La leche primero, y luego no hay necesidad de cucharita para revolver. Estéticamente, es más hermoso ver como se fusionan los líquidos, el caliente y el frío, el de mayor cantidad -ejerciendo presión- sobre el de menor, y los rayos que despersonalizan a ambos, como lenguas de fuego que pronto se consumen, hasta formar ese color, que dependiendo de la cantidad de leche, puede llevar a un tono más o menos beige.
Mientras el domingo se va transformando propiamente en él, al menos para mí, la música va poblando los intersticios silenciosos y va indicando los estados de ánimo. "When your mind's made up, there's no point trying to change it" expresan desgarradoramente los parlantes, y la emoción de concentrar el tono justo, con las palabras adecuadas, invitan, cómo si no, a poner algunas palabras sobre este domingo, que es un domingo más, y por eso también es único. Los relatos de Roberto Bolaño quedaron atrás, con esa interrogante que me acosa, sobre qué es precisamente lo que lo lleva a ser considerado tan grande escritor, y por otro, quizá guiado por eso mismo, no puedo dejar de leerlo, no sé si denominarlo morbo, pero después de todo, de esto trata la literatura, de no poder despegar los ojos de ella, así que la interrogante queda de algún modo indirecto plenamente contestada. También quedan entre las sombras de esa fantástica obra de los hermanos Coen las imágenes de The man who wasn't there, que es la mejor forma de disfrutar del cine negro de otrora sin sentir que uno debe hacer de tripas corazón y eludir la cuestión de que después de todo te separan cuatro décadas de películas, de historia, de apocalipsis, porque después de todo, también seguimos leyendo a Shakespeare, a los clásicos griegos (bueno, algunos lo hacemos), a Diderot (que es quizá más contempóraneo que nosotros mismos), a Goethe, a pesar de estar ya pasaditos de ese siglo XX que mirado en perspectiva sólo despierta lágrimas y un deseo de escupir todo y a todos, y que en todo caso nos deja artistas, artistas que no pueden haber existido sin el horror. ¿Existe acaso otra manera de leer a Primo Levi, a Jorge Semprún, a George Steiner, y en definitiva, para volver atrás y con tono algo más familiar, al propio Bolaño?
Y después, tomar y retomar las páginas de Cormac McCarthy, ahora famoso gracias a, precisamente, los hermanos Coen. Adorno dijo una vez que después de Auschwitz no es posible escribir poesía. McCarthy retrata el horror con una prosa poética inigualable, mostrándonos hasta la desesperación lo que en definitiva somo capaces de hacer. La historia lo respalda. Pronto será nombrado y mucho por la adaptación de su última novela, The Road. Narrativa post-apocalíptica, que para mí, guarda una relación de sangre con las palabras que le estoy leyendo actualmente en su Blood Meridian, que también es a su modo post-apocalíptico, pero situado en el siglo XIX, cuando los seres humanos manifestaban su impulso de poder montados a caballo. Sólo un gran escritor puede lograr que prestemos atención a una descripción de tan alta demostración irracional de violencia. Pero el punto es que nosotros, los desterrados, obtenemos en la universidad de la vida un doctorado en estudios comparados, y mirado en retrospectiva, parece que estuviera leyendo una novela sobre el pasado de mi país, sobre la llamada Tierra Purpúrea (William Hudson, The Purple Land), cuyo apelativo no resulta más que de otra cosa que la pura sangre (or the bloody blood). La caza de indígenas, el trato sobre seres considerados no-humanos (y volvemos a la parte más negra del siglo pasado, al mismo tiempo), el derecho a ocupar tierras por ser civilizados, por hacer uso del contrato de propiedad que nadie firmó, porque es una quimera que el hombre se figuró en su afán de subyugar al que se le ponga adelante, y de exterminar a los que ya estaban ahí. Y no se puede decir, como antaño, a punta de revólver, no señores y señoras, eso es un eufemismo, las cotas de violencia no conocen límites, como tampoco se las puede llamar inhumanas, pues por gente están hechas, y para tal fin, cualquier medio es válido, el arma blanca, el puño, la pierna, el miembro masculino (suerte de arma blanca, que según como se use aniquila el cuerpo pero sobre todo el alma), y los cuatro elementos, por exceso de presencia (incendiar, quemar, sepultar hasta en vida, ahogar) o por ausencia (de aire, que también es ahogar). En Uruguay existe un antecedente literario, al menos que yo conozca, que abordó el tema, que es ¡Bernabé, Bernabé! de Tomás de Mattos (que nos remite a ¡Absalón! ¡Absalón! que antes de ser un título faulkneriano ya figuraba en las páginas bíblicas), pero McCarthy lo supera infinitamente, justo es decirlo, en calidad poética. De cualquier modo, la historia está ahí, para que la toquemos y que nos toque, y para no olvidarnos que somos descendientes de asesinos, mientras al mismo tiempo se asesina hoy por iguales o similares razones en eso que llamamos el mundo globalizado y que ya lo era desde que Cristóbal escuchó que alguien gritaba ¡Tierra!.
El domingo continúa su curso, el tiempo pasa, los acordes ya no se escuchan, tan sólo las campanadas que anuncian el pasaje a la madurez del día, y que me recuerdan que el té se enfría...

(Esto pertenece originalmente a otro domingo, pero el de hoy, que también es el de otro año, se presenta de forma tan similar que parecen primos hermanos, así que no creo que sea casualidad que haya dado con lo escrito, mientras por supuesto me acompaña otro humeante té, la música de "Once" me acompaña de continuo y acabo de volver a ver la película, sobre Bolaño y mi opinión actual escribí hace pocos días y lo sigo leyendo por supuesto... pero todo esto son explicaciones vanas, puede que al fin y al cabo lo ponga porque se me cantó y listo.)