3/1/10

Marea (Boceto Op. 58)

El mar crece enardecido. Cobra la forma de un puño de acero que me golpea en las costillas, en el vientre, en los muslos, en la planta de los pies, en los labios. Es una y mil formas que juegan a placer con mi cuerpo. La espuma es como alfileres que atraviesan mis poros y roban el aire de mis pulmones. La sal cristaliza en mi interior y oxida mis huesos. La fuerza de su impetuosidad noquea como la arena de una tormenta de más allá de las mil y una noches, donde el desierto está exánime de soñadores con un universo urbano que los tratará peor que el calor del día y el frío glaciar de las noches. Ahora estoy en medio de un desierto, y los granos de arena se incrustan como si se tratara del proceloso mar del de Ítaca. Tras pasar el infierno líquido de matices arenosos de Turner, no me espera más que la soledad de las macizas cuevas de algún Piranesi o de las maravillosas imposibilidades matemáticas de Escher. Subo y bajo por donde es imposible bajar y subir, no ya mecido sino escupido por esa garra que secuestró a Crusoe, que convirtió a niños en asesinos, y que invita a pensar en la aventura sólo porque a algunos se les ha ocurrido retratarlo con el mejor lenguaje. Pero estar en el medio, eso que se llama el ojo de la tormenta, y que no puedo saber qué es, porque todo parece ser ojos, todo parece ser un gran ojo que me devora con cada parpadeo. Pero estar allí, entonces, es algo que sólo podemos desearle a nuestro mejor enemigo, a ese que habita dentro nuestro y nos recuerda que nosotros no somos nosotros, y que mira para otro lado cuando jugamos a creer que nuestra vida es nuestra vida.

Munich, algún día entre el 2008 y el 2009

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