28/1/10

Mientras

El tiempo no pasa. Se detiene. Viene hacia mí y ahí se queda. Se clava, penetrando a través de la dermis, de los orificios, de los ojos, como si de millones de cabellos que realizan un movimiento inverso al de su crecimiento se tratara. Se hunde hasta la raíz. Deja su rastro, su marca, orada mi cuerpo, lo esculpe. Pero no sigue, su movimiento termina ahí. Luego no hay nada más. Eso es todo en cuanto al tiempo. No es ni un paso, ni algo que queda atrás. Se fija más allá de la superficie. En la superficie simplemente se manifiesta la mácula. Puedo sentirlo en la textura del pelo, en el color de la piel, en las formas cambiantes que rodean la boca, en el valle bajo los ojos y en el desgaste paulatino de las pupilas, en los vellos juncos que anidan en cada hueco en busca del sol. Su sello es cada grieta, cada surco que diseña especialmente para mí.

Camino por la ciudad. Está cubierta bajo un manto de nieve casualmente blanca. Por el día o por el clima, no lo sé, nadie parece habitarla. La piel de la ciudad, esto es, su superficie, sus azoteas, sus autos estacionados, sus motocicletas, su infinita colección de bicicletas, sus plazas, emulan una superficie lunar detenida en el tiempo. No es una ciudad fantasma, más bien parece una ciudad museo. No un museo de cera, un museo de hielo. En ese momento, en una calle cualquiera; o no, no una calle cualquiera, en la Herzogsstrasse, que normalmente es todo lo bulliciosa que puede serlo una calle muniquesa, con sus tiendas y algunos edificios que aún conservan huellas del Jugendstil, y la gente que entra y sale de los comercios y de las tiendas retro y de diseño y de segunda mano; en ese momento, decía, en que no hay alma a la vista, en que nada se mueve ni por acera ni por calzada, el tiempo luce esplendorosamente detenido. El aire huele limpio, como si lo hubieran recién lavado. Me detengo, no quiero mancillar esa tranquilidad. Cada tanto, algún copo de nieve se toma la libertad de argumentar en contra del filósofo de Elea, y emprende su viaje; bien desde el cielo plomizo pero casi transparente que convierte al sol en una luna plateada, bien desde el extremo de alguna rama de un árbol desnudo de hojas; bajando lentamente hasta posarse junto a sus compañeros de manto blanco. Entonces decido continuar, engañado por la idea de que el movimiento es cómplice del tiempo.

El tiempo es una aguja. Pero no es una aguja de reloj. No hay tic-tac. No hay cucú. No hay péndulo. El tiempo es un puñal que se clava en mi cerebro. Sólo tiene una última forma. Es la forma del pasado. Todo es pasado, el presente en todo caso es un empleado de aduanas sin ganas de trabajar para un futuro del que lo único que me interesa es imaginarlo como un pasado que todavía no ocurrió. Mi propia biografía, real o imaginaria. Las imágenes se mezclan sin orden ni concierto. Las voces resultan indistinguibles. ¿Vienen de adentro? ¿Vienen de afuera? Quizá todo es lo mismo, y se trate tan sólo de grados de realidad. Pero entonces, ¿con quién hablo?

En esta ciudad en la que no hay paso del tiempo y que se deja llamar Munich, aprendí que la nieve es juguetona. Entre su nacimiento allá arriba, que a veces no es tan arriba, y su llegada a su destino natural, a veces se pone de acuerdo con el viento y entres los dos realizan hermosos dibujos, o se dedican al arte abstracto y hasta no figurativo, en un ir y venir que más parece una coreografía o simplemente un capricho de un movimiento amoroso. Otras veces, siguiendo alguna de esas leyes de la física que nos hacen pensar que desafía las leyes de la física simplemente porque no podemos explicar lo que sucede, la nieve decide emprender un viaje inverso, y se eleva imitando al vapor. Al menos es su costumbre cuando los trenes osan invadir su tranquilidad horizontal y dejan una estela tras de sí, al igual que los barcos en el mar. Como con las estrellas, como con las nubes, si se tiene un poco de paciencia, puede uno encontrar un lenguaje. Es un lenguaje peligroso, que merced al ir y venir puede conducirnos a pensar en el tiempo, y que llega a su fin cuando decide posarse sobre la superficie ondulada que cubra la primera capa que ostenta cada centímetro urbano.

Las espinas del tiempo son inclementes. Dibujan una corona sobre mis poros y los tiñen de colores amoratados. El tiempo es mi pasión. Es mi cruz. Es mi Getsemaní. Allí voy, con mis brazos horizontales, cargando el álbum de fotos de la memoria, mientras me muevo entre los muertos. Momentos de la eternidad que quedarán en la nada, no por el peso de la historia, sino por la humedad y los humores atmosféricos que todo lo corroen con su sal de nunca mires hacia atrás caminante.

Mientras, escribo y moldeo y doy forma y esculpo al tiempo. Quisiera poder decir que lo escupo también. Pero no es así. Las formas que cobra son imágenes que se mueven a su antojo, como la nieve a mí alrededor, o como el nuevo Prometeo, o como el Golem. Creo que son interpretaciones, en algún punto lo son ineluctablemente, pero vienen como si no me pertenecieran, se asocian libremente unas con otras. En esa tarea sé que se esconde mi identidad. Y por eso no sé si creer que soy el escultor, o si simplemente soy una víctima. Probablemente sea las dos cosas. Mientras, escribo, y mientras lo hago, soy esclavo del subjuntivo, de todo lo que no soy, ni fui, ni seré, pero que imagino haber sido. Mientras escribo ni siquiera escribo lo que quiero escribir, porque la pluma es traidora y tiene voluntad propia. No tengo forma de conjurar el paso del maldito tiempo. Porque no existe. Ya ha hundido su última daga, la más certera.

1 comentario:

  1. Este texto es uno de los que más me gustaron. Creo que es por su lenguaje altamente poético. Además de su prosa muy poética, me gustó que fuera un texto redondo. Feliz Cumple!!!!

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