3/1/10

Desde un margen del Leteo

Repasar la memoria es darse de bruces contra esos baches que ninguna municipalidad podrá cubrir, esos pozos azules, agujeros negros o como gusten. Son los baches de la memoria, o dicho de otro modo, el olvido. ¿Cuántas formas puede cobrar? Quizá tantas como Proteo, o más, gracias a ese invento que nos gobierna: el subjuntivo.
Mirar hacia atrás; algo imposible en cierto modo si nos tomamos a nosotros mismos como referencia, dado que estamos esclavizados a mirar hacia adelante, como ese pobre Alex DeLarge, el torturado personaje central de A Clockwork Orange; es un gran molino de viento, que tras de sí guarda un silo enorme con todo lo que no recordamos que hicimos, pero también con aquello que olvidamos que íbamos a hacer, aquello que prometimos hacer, aquellas ocurrencias, los grandes planes, nuestros deseos –incluidos los de mejorar nuestra persona –, y todo eso que pertenece a los mundos posibles de nuestra mente. Allí están ese grito que no quisimos darle a un ser querido, y que sin embargo ambos olvidamos, o creemos que lo hicimos; ahí está esa otra persona que vimos tan sólo una vez con el rabillo del ojo y con la que imaginamos el mejor sexo imaginable; ahí está la realidad, que simplemente la olvidamos cada dos por tres para no pegarnos un tiro; ahí están el último producto de la tecnología y el últimos grito de la moda, juntos quizá, medio olvidados una vez que descubrimos que en realidad no han generado cambio alguno en nuestro transitar; el espejo, que nos forzamos a olvidar para empañar nuestra vanidad y para no tener que enfrentarnos a nosotros mismos; el golpe injustificado que una vez recibí y que se oculta en mis profundidades, procurando no generarme traumas, que creo haber superado, y que nunca sé si lo hago; el engaño; sí, el engaño…
Así que mirar hacia adelante es nuestro sino, un sinónimo de nuestro instinto de supervivencia, y de algún modo otra suerte de engaño, nos muestra ese lugar puro y limpio de defectos, una suerte de Arcadia sobre la tierra que nos mantiene expectantes, hasta el punto de lo que relata Víctor Frankl sobre su experiencia en el Lager. Somos como ese personaje que nadie quiere ser y que damos en llamar el Hombre-Sandwich, ese ser encerrado entre dos tablas que hace publicidad en la calle. Nuestro cuerpo en el medio, la vista puesta al frente dejando claro que no hay retorno, y nuestra mente viajando por todos los tiempos y modos posibles del lenguaje, haciéndonos creer que recordamos porque ponemos nombre a esa pequeña argamasa de imágenes, de sensaciones, de tonterías colocadas indecentemente por la repetición; y creando los escudos que intentan borrar nuestra animalidad, otorgándonos la idea de que estamos seguros para ocultar el terror que cada movimiento nos inspira, cada espacio que escapa a nuestro territorio conocido, a cada nuevo ser que se cruza en nuestro camino. Quizá deberíamos aprender un poco más de los conejos, o de los pequeños roedores, ya que tanto se gusta mentar nuestro parecido cerebral. Son esos pequeños mamíferos que ante todo, en cada instante de sus existencias, tienen miedo, pero que conviven con él sin intentar probarse falsas vestiduras.
Ahora me detengo, aquí, a un margen del Leteo, y me pregunto, como tantos otros, como fui a dar al lugar en el que estoy, y miro hacia un lado y hacia otro del río inclemente, que nos vuelve los descastados de Mnemósine, y me doy cuenta que pertenezco en cuerpo y alma a él, que soy parte de él, que soy el agua que fluye y que soy –como cualquier otro– único en cada momento, como señalara desde otro margen el de Éfeso. Quizá algún día nos crucemos, dos gotas de agua, y no nos reconozcamos, igual que en esos casos cuando actuamos y no nos reconocemos a nosotros mismos.
No quiero continuar, a riesgo de olvidar lo ya escrito, de olvidar el cometido de estas palabras, en definitiva, el sentido último y primero, el Alfa y el Omega de su existencia, que nunca queda claro cuál es.

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