13/10/09

Un viaje de película

Un día estaba sentado en una sala de cine de Sheffield. Cuando salís de tu sobreentendido entorno natural, la relación entre lo que hacés y por qué lo hacés pasa a un plano primario. Si hay una cosa que extraño de Montevideo es la Cinemateca, formaba parte de mi rutina. Ese monstruo es un fenómeno inigualable, considerando las experiencias posteriores en otros parajes. Por una ridícula suma de dinero uno puede ver “hasta 100 películas” a lo largo del mes. El catálogo; donde frenéticamente cada principio de mes todo interesado recorre página por página para ver qué programa incluye la agenda, establece estrategias, debate interna e interminablemente cuando dos películas coinciden y no es posible ver las dos; forma parte de una costumbre tan aneja como desayunar algo humeante mientras la tinta del diario nos mancha los dedos. Los últimos catálogos que conozco lo hacían también, porque la calidad de los mismos cada vez era inferior, pero como cuando se trata de los diarios, ahí estaba parte de su encanto. Existe un grupo de la sociedad que se reúne de un modo extraño alrededor de la oferta cinematográfica, es casi como una secta, y uno aprende a reconocer rostros, sonidos, y hasta manías en ese asistir al cine que no deja de ser anónimo. Uno está rodeado de gente, pero completamente aislado en la oscuridad, más creo yo que en el teatro, donde es más común asistir acompañado. Ver cine es casi como leer. De hecho conozco personas que tienen cines privados, si bien a pequeña escala, pero, ¿qué es pequeña escala luego que uno ha presenciado películas como El Séptimo Sello en la Sala II de la calle Lorenzo Carnelli? La pantalla minúscula, un pobre parlante parado solitariamente delante sobre el suelo, unas pocas y viejas butacas, y los cartones de huevos oficiando de aislantes acústicos colgados de las paredes, la puerta de ingreso a un lado de la pantalla, la odiosa entrada de los impuntuales montevideanos crónicos, que gracias a ello y a la pereza de cerrar la cortina dejaban filtrar luz, ese enemigo cruel del vampírico séptimo arte, los chistidos, las quejas ulteriores. En ello reside precisamente el encanto de una de las salas más peculiares de la ciudad, porque convertía a cada película en una experiencia inigualable, un viaje en el tiempo, donde era imposible prever que podría pasar. A veces eran las propias películas, que por viejas tenían tales defectos que no resultaba posible verlas, o su audio inescuchable o inentendible.
Un día estaba sentado en una sala de cine de Sheffield. No había llegado tras una ardua selección entre miles de películas. En Inglaterra aprendí a elegirlas meticulosamente, porque a pesar de que hay salas donde se cultiva el cine arte, o cine de autor como gusta de decirse ahora, los precios distan de ser del todo populares si realmente se desea no ya ver cien películas, pero sí unas razonables seis u ocho al mes, pongamos, sobre todo si la visita es en pareja. Para empezar, el Showroom de Sheffield, uno de mis lugares preferidos de la ciudad, distaba de ser la Sala II de Lorenzo Carnelli, con sus cinco salas ultra modernas, sonido Dolby en varios altavoces distribuidos a lo largo y ancho de sus paredes, donde no había ni el más mínimo indicio de que los aislantes fueran cartones de huevos. Sumado a eso una cafetería, un restaurante de diseño, más un club (algo casi cercano a una discoteca, sin serlo) con música groovy y electrónica para chicas trendy con mini y chicos under con lentes, en su mayoría universitarios, probablemente la inteligentsia local, y en algunos casos, probablemente internacional, quien sabe, había gente de todos lados por ahí.
La película se titulaba Gegen die Wand en su original alemán (en español Contra la Pared, en Sheffield; como en toda Inglaterra; respondió al nombre de Head-On, a pesar de que hay otra película que se llama Head On sin guión y es sobre griegos en Australia). Es sin dudas una película que aun gustando o no, no deja a nadie indiferente, que odiás o amás, en otras palabras: arte, verdadero arte. La estructura, los personajes, la historia, y la música como un personaje más, con un rol particular asignado tan importante como el de los actores, conformando diría ya hasta parte del libreto. Yo, con mi cultura principalmente europea, pero proviniendo de Uruguay, estaba en una sala de cine de Sheffield, viendo como los personajes alemanes de origen turco convivían con una sociedad alemana que los lleva continuamente al límite. Yo entendiendo todo intelectualmente pero no completamente en la vida diaria que me tocaba vivir, cuando las palabras y los actos son la propia motion picture de la vida, cuando interpretar se vuelve más notorio porque no todos los códigos son tan fácilmente reconocibles, como si hubiera un desfasaje donde la teoría explica la realidad, pero el experimento de la vida práctica siempre opone alguna resistencia que nos hace dudar del punto de partida, que nos testea de continuo, que no nos deja descansar, que nos obliga a elegir continuamente el vocabulario hasta estar seguros de que se corresponde con la situación, de adoptar la pose correcta, de gesticular de cierto modo que no conduzca a equívocos. Y allí estaban, la chica turca que quiere dejar su conservadora vida turca a costa de lo que sea, para vivir como una chica alemana; y el hombre turco, que en realidad es alemán y no quiere saber nada con sus orígenes. Ser de o no ser de, quizá esa es la cuestión. Creo que haber visto la película donde la vi caló más hondo, puede que en Montevideo sólo la hubiera apreciado como una buena película más, una de mis favoritas tal vez, pero desde el falso refugio que nos prodiga el pedazo de tierra que entendemos propio y que en definitiva no lo es. Vivir en un lugar que no sentimos propio, cómo afecta eso a cada persona. A Sibel y a Cahit, personajes de Gegen die Wand, los llevó al camino de la autodestrucción. Si bien sobrevivir a ella puede significar una redención, creo que al fin y al cabo sólo lo podemos apreciar en el caso de él, aunque más bien puede sostenerse que ambos terminan esclavizados por sus actos, ya que como reza la canción que acompaña los créditos finales, life’s what you make it (tema de Take That soberbia y rockanroleramente interpretado por los alemanes Zinoba). Pero esto es lo que se procura cuando se plantean situaciones extremas, mostrar más crudamente lo que no notamos cuando los tonos son más grises, cuando no nos damos a conciencia contra la pared. Nunca sabremos a ciencia cierta el precio real de hacerlo o mantenernos fieles a una vida ajena a actos extremos.
El tema comenzó de cualquier modo a presentar interés, porque en este nuevo siglo que algunos llaman de las migraciones; como si el hombre no lo hubiera hecho desde siempre, pero que si lo hacía antes era un nómada que entra en una clasificación que responde a las leyes de la evolución; fui encontrando películas que en mayor o menor grado han llamado mi atención al respecto. Exils (Exilios) del director Tony Gatlif, nos presenta a una pareja de franceses de origen argelino que deciden emprender a través de Francia y de España el retorno a la tierra de donde es su familia. Siendo su director músico, es su propia música nuevamente en esta película un personaje más. Al final podemos ver que estos franceses argelinos, son en definitiva argelinos cuando están en Francia, y franceses cuando están en Argelia.
Princesas es una excelente película española, que tiene como personajes a dos prostitutas que se hacen amigas. Una es española, la otra es centroamericana. La segunda representa al gran porcentaje de latinoamericanas que se ven forzadas a ejercer la prostitución debido a su situación que unos llaman ilegal, otros irregular, otros indocumentada, y que no dejan de ser meros eufemismos para rebajar a las personas de su condición de seres humanos simplemente porque han cruzado una frontera. Acá no se trata de dos personas de diferentes nacionalidades que simplemente se cruzan por los azares de la vida. Acá de lo que se trata es de los universos paralelos que pueden existir en un mismo lugar. Pero hay un momento clave que conservo, un diálogo que resume una forma de ver el mundo, sobre la forma, como decirlo, patéticamente ignorante y reduccionista de muchas personas, muchas personas que son europeas. La española, que no hace saber a su familia a qué se dedica, invita a su amiga a comer en familia, y la madre de esta en cierto momento, conocedora de su origen centroamericano, le pregunta a la amiga si viajó a España en patera. La patera, pequeña y precaria embarcación que se ha hecho famosa en los últimos tiempos, significa no sólo el calvario de muchos africanos que se arriesgan a cruzar el mar desde el norte de África, sino también su tumba. Lo triste no es imaginar que una persona postule tal pregunta, que imagine que alguien puede atravesar todo el océano Atlántico en algo así, sino que representa un pensar que muchas otras personas tienen. Posiblemente no las personas que asisten a ver películas como Princesas, por eso en su momento se pudieron escuchar muchas risas, la risa de lo ridículo pero tan próximo.
A veces las películas (quizá siempre, no lo sé) presentan aspectos cinematográficos hasta fuera de ellas. Una persona que estudia medicina y cierto día decide recorrer América, luego de salir de su entorno choca con una realidad para él desconocida a tal punto, que la experiencia sentará las bases para su transformación en quien posteriormente conoceremos como el Che Guevara. Inspirado en su diario personal, la película es la conocida Diarios de la Motocicleta. La realidad de una clase media argentina, como supo serla también la uruguaya, distaba mucho de la desigualdad social, el esclavismo, la falta de sanidad, y todo un sinfín de injusticias que Ernesto Guevara fue encontrando por su viaje sudamericano. La música, otra vez personaje, lo es quizá más por la anécdota que acompañó la ceremonia de entrega de los premios Oscar. El músico y compositor es uruguayo, se llama Jorge Drexler, y su canción ganó el premio a Mejor Composición Original. Como él no era conocido en el medio estadounidense, a la hora de la ceremonia se optó por la dupla Carlos Santana y Antonio Banderas para su interpretación en vivo. A modo de lección, cuando subió a recibir su estatuilla, Drexler no utilizó su tiempo en agradecimientos, sino en entonar a capella unas estrofas de su propia canción.
Otras veces no hay que ir lejos para experimentar lo ajeno. Acá en Munich se está por estrenar una película uruguaya, que se titula El Baño del Papa. Hago la referencia a su estreno (aunque ya pasó por el festival de cine uruguayo a principios de año) porque la titularon en alemán “Das große Geschäft” (El Gran Negocio). Si se conoce la temática, puede entenderse lo acertado del título, como a mí me pasó, si además uno averigua que “el gran negocio” también es una forma idiomática que los alemanes tienen para referirse a una de las necesidades que hacemos cuando acudimos al baño, la interpretación (ya que no la traducción) al alemán merece un aplauso. Recuerdo que cuando la vi me llevó tiempo asimilar la realidad con la que había entrado en contacto a través de la historia que allí se presenta. No era que no lo aceptara, como es común cuando alguien ve desde una perspectiva ajena algo que no le gusta acerca de algo ya conocido, es que me planteó la pregunta de si eso era en Uruguay. Y sí, era. Una nueva representación de lo Unheimlich.
Las decepciones también tienen su presencia. Babel, la aclamada, es un muestrario disparatado de algo que de tan obvio no merece ni contarlo, todo hermosamente presentado, excelentemente filmado y muy bien acompañado musicalmente, pero lleno de estereotipos y de una búsqueda descabellada de la interconexión que existe entre diferentes eventos del mundo “globalizado”. Los contenidos son amablemente dejados a un lado, los personajes son casi tan desconocidos antes como después de la película, y con ello, como turistas que pasamos por alguna ciudad histórica sin tener una idea de su historia, pensamos que adquirimos conocimiento por ósmosis o gracias a un par de anécdotas deformadas para endulzar los oídos extranjeros. Las relaciones causa-efecto son tan forzadas que Hume se debe aún estar desternillando de la risa mientras en algún lugar del universo juega infatigablemente al billar, porque Babel no es metáfora de nada.
Si bien puede parecer contradictorio, es justamente otro tipo de decepción lo que puede ser positivo. En The Last King of Scotland (El Último Rey de Escocia) la trama inventa a un joven doctor galés que viaja a África, más precisamente a la Uganda de Idi Amin, y allí se convierte en su doctor personal. La excusa es presentar un excelente retrato de la figura de Amin, maravillosamente interpretado por Forest Whitaker, un actor que personalmente me encanta. Pero hay varios elementos que dejan en evidencia lo decepcionante que puede ser la forma de entender la realidad allende las fronteras de Europa de un europeo medio. Amin, sin lugar a dudas, es un ser bestial. No es posible disentir sobre este punto. Pero el joven doctor que parte para salvar y ayudar a los pobres necesitados, tal como lo presenta la historia, no lo hace más que por escapar a estar bajo el zapato paterno. Completamente desinformado de la nueva realidad que lo circunda, va por el mundo persiguiendo en realidad sus propios intereses, haciendo la vista gorda acerca de la brutalidad y camuflándolo con sus corteses formas británicas que tienen como objetivo y consecuencia no otra cosa que meter en la cama a la mayor cantidad posible de africanas. Una especie de racismo ingenuo, si existe tal cosa, dentro de un marco más amplio de ingenuidad que suele caracterizar a muchos que se piensan que son naturalmente superiores y que el mundo está dispuesto para que ellos se paseen sobre él. En este caso, hasta que la situación explota en su propio rostro.
Lo mismo sucede con Winterreise (Viaje de Invierno), película alemana que vi más recientemente. Su título se inspira en el ciclo de canciones de Franz Schubert, quien a su vez se había inspirado en los poemas de Wilhelm Müller. En cierto modo muy buena, pero lo es cuando representa la neurosis del personaje en su propio entorno europeo, pero injustamente naif cuando lo hace salir del mismo. El sujeto, viejo, racista, de pasado próspero pero en bancarrota, encuentra como salida a la adversidad económica que enfrenta intervenir con africanos en una transacción financiera en la que en principio no tiene que invertir nada. Es una vieja trampa que es verdad que tiene como representantes a algunas mafias africanas. Una persona hace una oferta muy jugosa. Como no puede hacer una transacción millonaria a su propia cuenta por alguna razón más o menos plausible, le pide a un tercero que abra una cuenta para hacerlo a través del tercero, dejando un porcentaje suculento para el último. Todo ante escribano (notario), firmando un contrato, pero, con una condición de último momento, sólo a modo de garantía, para que la transacción se complete, el tercero debe antes depositar algunos miles de euros, por cuestiones de confianza, como quien dice. Huele mal desde Dinamarca el asunto, pero el viejo loco interviene contra todo sano juicio, y en realidad lo único que hace es lo contrario de forrarse, esto es, perder los miles de euros que dejó como garantía. Así decide viajar directamente a África y exigir la devolución de su dinero. A lo que se enfrenta es a direcciones que no existen y a la información, como es de esperarse, de que son mafias violentas las que llevan adelante estas actividades, recibiendo hasta del mismo representante consular que desestime su propósito y vuelva con vida a su país, ya que escapa a toda posibilidad recuperar su dinero, más bien lo que puede lograr es perder su vida. Sin embargo el testarudo personaje no sólo insiste, sino que consigue su propósito. A esta altura ya no importa el cómo, sólo se puede apreciar que el honor sólo persiste en el ámbito intra fronteras europeo, que los africanos son unos delincuentes, y que además son estúpidos. Una lástima, porque como dije anteriormente, el cuadro inicial es muy bueno. Lo que deja en evidencia que hay casos en que no saben hablar más que de sí mismos.
Algo así como lo que me pasó con Lost in Translation (Perdidos en Tokio). Sofía Coppola tiene muchos adeptos y es la reina cool y todo eso, así que estimo que existe la posibilidad de ganarme reprimendas por lo que voy a decir. Si es así, mejor. Para empezar su adaptación de la novela The Virgin Suicides (Las Vírgenes Suicidas) de Jeffrey Eugenides me pareció mala, pero eso es hoy harina de otro costal. Otra vez hay aspectos excelentes, todo muy bien empaquetado, las actuaciones son de lo mejor, sobre todo de Bill Muray, y el tema es claro, dos estadounidenses que no entienden ni pito ni de japonés, ni de la cultura local. El retrato intenta ilustrar los avatares existenciales de sus personajes en conjunto con una realidad completamente ajena que los aísla. Pero esto es paradójico porque ellos muestran que su aislamiento no responde sólo a su visita a Japón, en todo caso lo pone más de manifiesto. Pero a los treinta minutos yo comienzo a preguntarme por qué es que japonés que aparece en la película (y aparecen muchos, es Tokio después de todo) es presentado como un idiota. Son todos idiotas, al menos para la cámara, y por ende para los personajes. La postura podría ponerse así: lo que no entiendo, lo que no responde a mi concepción del mundo y de mi entender el mundo, es idiota. Quizá ese es el propósito de la película y yo no lo capturé, mostrar precisamente eso. Es curioso que esto se manifieste en el arte. O quizá es lo que procura mostrar dicho arte, y me quedé a mitad de camino. También podría suponer la dificultad de la simbología utilizada y las probables deficiencias del poder metafórico de las historias cuando pasan de explorar las frustraciones de ser en el mundo de ciertas personas –que casualmente o son estadounidenses o son europeas- a mostrar los posibles vínculos o interacciones de esas personas en otros entornos o con otras culturas. Esto no me sucedió con otra película que sí me encantó y se titula Erleuchtung garantiert, de la directora y escritora alemana Doris Dörrie, que una vez la presencié en un festival bajo Iluminación Garantizada, y luego pasó a ser conocida como Sabiduría Garantizada (la primera versión es más fiel al original, y personalmente la prefiero). Dos hermanos alemanes viajan por distintas razones a Japón también, en un camino de búsqueda el uno y de escape el otro, pero de algún modo ambos terminan encontrando algo acerca de sí mismos. Jugando con ciertos elementos presentes en Lost in Translation, cierto tono de comedia, las dificultades a la hora de la comunicación, la incomprensión absoluta de la grafía y la simbología locales, además de lo cultural en gran medida, me parece una representación mucho más respetuosa con lo que no entendemos, y cómo pueden encontrarse caminos no sólo para convivir con ello, sino también para aprender de lo ajeno y de lo propio, convirtiendo en enriquecedora una experiencia contando únicamente con los indescifrables elementos que a veces nos llegan. Dicho de otro modo, y apoyándome en el alfa de este sitio, recordando que yo soy otro, el otro soy yo.

2 comentarios:

  1. ¡Cuánto placer me han dado las tardes que compartimos en la penunbra, en ese misterioso interegno donde la luz se vuelve el vehículo de lo metafísico!
    Abrazo y felicitaciones por este bello texto.

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  2. Muchas gracias querido Caronte. Cómo se extrañan las vivencias compartidas... la previa, las discusiones ulteriores... la luz, las sombras... Me alegra mucho que hayas leído este texto, y que te haya gustado.

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