1/11/09

De Palabra


Me quedé mudo de palabras. Traicioneras me abandonaron, como si yo fuera un barco que se hunde, alejándose en botes salvavidas. Así que sólo puedo hablar de ellas. Sobre ellas. Es todo lo que puedo hacer. De las que sufren amnesia y se vuelven a resbalar con la misma cáscara de banana, de las que tropiezan con la misma piedra y se dan de bruces nariz contra el suelo. De las que se inyectan el mal de Alzheimer y permiten y justifican y se engañan, en vez de entender y de no olvidar, perdonar si acaso. Por eso esas son las más aburridas y tontas.
Me divierten más las que juegan con fuego, las que son fuego, y con sus largas lenguas me abrazan la cara, dejándome los cachetes colorados y sin vergüenzas, encegueciéndome con sus colores brillantes rojos y amarillos, dejando en las sombras todo lo que no es puro, todo lo que es ajeno a la pira. En movimiento perpetuo, pura vida, incansables, suben y se extinguen como gritos en la montaña que viajan a través de ecos interminables y transmiten su calor más allá de los picos nevados, a seres con otros rostros, con otras vestiduras, con otras costumbres, con otras palabras.
Hay familias de palabras. Y hay palabras que detestan las familias. Que las soportan hasta que pueden emanciparse, para un día despedirse sin dejar de manifiesto ningún significado, que al fin y al cabo es innecesario. Hay otras que se vuelven locas porque no pueden hacerlo, pero sucede que nadie las entiende y les da por asignarles títulos que nada tienen de nobiliario, y así nadan en el latín, en el griego, buscando en sus oscuras profundidades esa cosa maldita que otros llaman nombre, especie de inútil exorcista del caos que prefieren no reconocer, como si multiplicar las letras bajo infinitas combinaciones conformara una cortina que lo aísla, que lo mutila, que lo hace desaparecer, sin darse cuenta que están creando uno nuevo, y tal vez ni siquiera diferente.
Las hay ávidas de placer que se arrastran en susurros hasta el oído que las quiere escuchar y secretean lo impronunciable, convirtiendo todo en piel de gallina, en escozor, en suspiro, en deseo prohibido que se convierte en realidad.
A veces hay que soportar a las vandálicas, armadas de cócteles Molotov, que más que representar el mal lo que hacen es sufrir de juventud, ese tesoro que las palabras más viejas cada vez les roban más temprano y luego las endeudan, sólo por el hecho biológico de tener el tesoro más preciado, que ya no es divino, sino una carga que quieren sacarse de encima, para buscar ser jóvenes cuando ya no lo son, cuando ya nunca lo volverán a ser.
La perfidia inagotable convierte a las dulces palabras que nos encandilan como a conejos, primero en fuertes tenazas que nos aprietan el cuerpo y que luego se nos clavan como cuchillas por la espalda, hasta dejarnos desangrar. Su misión en el mundo es tan sólo esa. La mutilación del ser, de la pureza, de lo que a las palabras hace pensar y decir -quizá equivocadamente- que yo soy yo. Mientras no podemos desviar la mirada de esos ojos dulces que nos inspiran amor, las punciones se multiplican por detrás, desgarrando la piel, los músculos, los huesos, como infinitas espadas de Damocles.
Están las que sufren y lloran por los pasillos, pasándose la vida de rincón en rincón, pensando que el destino está escrito en un libro donde sólo existen altos muros que esconden el sol pero no las inclemencias climáticas, que dejan que las gotas frescas de las lluvia se apareen con las lágrimas saladas que se empeñan en salir como si se tratara de una impráctica fuente en el centro del mar.
La modernidad se divide entre palabras artificiales y artísticas. A veces se confunden y son la misma cosa. Las primeras coquetean y se maquillan, sonríen en presencia de las otras palabras y siempre tienen la respuesta adecuada, pero por sobre todo la pregunta que consigue conjurar al verdadero tema, pensando que así pueden confundirlo, evitar lo inevitable, lo que ningún invento hará prescribir, el final anunciado. Por eso, cuando nadie las ve, también lloran un poco, pero enseguida se recomponen, porque la vida solitaria no les pertenece, y siempre puede tocar el timbre por sorpresa alguien inesperado, para quien hay que estar en óptimas condiciones. Las otras, las artísticas, también tienen como objetivo conjurar a la muerte, por eso se encargan mediante su ars de regalarle cosas al mundo, con una etiquetita bien clara que diga que es obra de ellas, y así multiplicar su nombre para la eternidad, pero, sólo de las palabras, y dentro de las palabras, sólo de las afortunadas que saben leer, que tampoco son tantas como muchos se engañan llamándolo lo normal; porque cuidado, la mayoría de las palabras no saben leerse ni escribirse, y como carecen de vocabulario también desconocen muchos sentimientos y estados del alma, con lo que –justo es decirlo- también se ahorran una gran cantidad de vanos sufrimientos, pero su vida está conformada precisamente por una sola, que funciona como una cárcel cuyas dimensiones no exceden la medida del cuerpo y todo queda en ser como un reloj, que da la hora hasta que un día se descompone, y ya no dice ni tic ni tac.
Hay un manojo de palabras eremitas, pero ya no tienen lugar en el vocabulario, porque ya no queda lugar a dónde ir casi, y eso que en la historia de las palabras hay sobradas razones para creer que hoy podrían ser muchas más, si no se hubieran empeñado como se siguen empeñando en matarse unas a otras, a veces sin razón, otras veces por pasión francesa que se dice no es un delito, y otras muchas veces en nombre del mismo dios que las creó y las cobija a todas. A falta de montañas escondidas, de altas rocas inaccesibles para las palabras comunes, las palabras eremitas se hacen pasar por misántropas y se construyen casas a prueba de ruidos, a prueba de otras palabras, pero no a prueba del tiempo. La dificultad estriba en que ya no están en las alturas, y se les hace más difícil dictar sermón. Por eso el presente está quizá tan descarriado. Las palabras ya no se sacrifican por otras, ni por ellas mismas. Dicen, yo soy palabra, y punto. Luego marchan, pensando que eso es suficiente, y a veces lo es. Palabra.
La descripción es infinita, aunque muchos crean lo contrario, incluso si se llaman William y vienen portando una enorme navaja desde Ockham. Las más divertidas se pasan de fiesta en fiesta, nadan en burbujas de cava español, de champagne francés, de Sekt alemán, o de prosecco italiano. Otras se hacen llamar las héteropascales que cuentan con incontables grupos radicales que ejercen mucha presión sobre todo lo que es distinto, siendo su principal blanco las palabras sodomitas, esas que como bien dice su nombre son parientas de las palabras gomorras, que disfrutan de los placeres entre el mismo género si permanecen en sus pueblos de origen o se convierten en estatuas saladas si miran hacia atrás una vez que salen de ellos.
Mis palabras preferidas son las que no sienten la necesidad de decir que son palabras, tienen sus crisis de identidad como todo lo que se mueve, pero no andan por ahí pisoteando la realidad o lo que queda de ella, imponiéndose y diciendo aquí estoy. Son palabras y punto. Asunto de tomar o dejar. Nada más. Pueden ser muy originales, no vayan a pensar otra cosa, pero la mayor parte del tiempo pasan desapercibidas, entre tinieblas, para que la gran mayoría, descontenta y resentida, no las descubra y las ataque, para que no les roben la intimidad. Se exceden en soñar, pero no son idealistas a la carta. Suelen ser muy románticas, pero su timidez las hace parecer torpes, o incluso incomprendidas o altaneras. Es que casi todas las palabras se creen seguras en sí mismas y la verdad es que no lo son, así que cuando ven a alguien que sí lo es pero aparenta no serlo, pues, la historia se repite e intentan arrebatárselo.
Podría seguir hablando sobre las palabras, pero tengo miedo de que si continúo hablando de ellas, mi mudez se convierta en un estado permanente, y ellas piensen que ya no las necesito, cuando es justamente lo contrario. Voy a prender el fuego para conjurar el frío; a preparar un té oscuro que acaricie tibiamente mis entrañas, a predisponer el espíritu mediante la siempre grata compañía de la música, a buscar en algún libro lo que hoy siento que me falta. Y luego, quizá…

5 comentarios:

  1. Muy inteligente e interesante tu análisis, estimado amigo. Y por cierto más que necesario, ya que a ninguna persona le debe quedar duda alguna de que son las palabras, las que marcan a las sociedades, el rumbo de su existencia.

    Me asalta solo la duda de la actividad que vas a realizar después de leer tu libro.

    Abrazo.

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  2. Gracias "Serrucho", qué inmediatez de respuesta, hasta parecería que la hubieras tenido preparada.
    Los puntos suspensivos son una invitación al mundo de la ambigüedad, tras ellos se esconden infinitas posibilidades, igual hay una que prima y cuyas pistas surgen del propio texto...

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  3. Adore tu relato. Y a la vez, en este recreo fugaz en el que inquiri en las actualizaciones de tu blog, encontre en tu osadia de desafiar el mercado de lo estipulado, una reconfortante discusion conmigo misma, sobre el acto de hablar, y el placer de crear palabras.

    Vos decis:
    "Las palabras ya no se sacrifican por otras, ni por ellas mismas. Dicen, yo soy palabra, y punto. Luego marchan, pensando que eso es suficiente, y a veces lo es. Palabra."

    Yo creo, q efectivamente as palabras si se sacrifican por otras que algunos han llegado a denominar "silencios".

    Abrazo

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  4. Querida Nati,
    muchas gracias por tu interesante comentario.
    Palabra/s y silencio/s, ¡qué pareja en la que no puede existir el uno sin el otro...! La mayor parte del tiempo es casi imposible determinar cuál de los dos sea más importante, y ahí está la magia, creo yo.

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  5. Esto me recuerda mucho a la música y a su prima la poesía! A veces son los silencios, los espacios en blanco, que dan el verdadero significado a lo escuchado, leído.

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