31/5/11

El virus de lo absoluto

El costo de atravesar los océanos a lo largo de estos años ha hecho que sintiera que una parte de mí me hubiera sido amputada. Una nueva parte más de esa parte hoy me fue restaurada, y claro, ahora estoy en el periodo adaptativo en el que el cuerpo se vuelve a acomodar a elementos que se reintegran a él, que tras una sonada distancia acumulando polvo en tierras lejanas se han vuelto algo extraños, por qué no decirlo.
De las tantas definiciones que comienzan con yo soy y que normalmente me generan un rechazo compulsivo, hay una que resulta especialmente de mi gusto y que dice yo soy mis libros, pero dicho al modo de quien da por sentado que los libros no son más que lo que uno ha leído, porque si no, éstos no son más que cosas como puede serlo un abrecartas; que los hay muy bonitos y de aspecto curioso; y de ahí entonces el énfasis en el mis, porque tampoco es lo mismo por decir acaso mi ejemplar de "Las partículas elementales" que el de otra persona o el que está listo para la venta en el anaquel de cualquier librería.
No sé si hoy soy más yo por volverme a reunir con ellos. Está claro que no juegan tan sólo el papel de piezas ortopédicas que voy adhiriendo en los huecos tantos años vacíos, pues me traen muchas cosas más que el objeto y el contenido. También olores, por eso abrir la caja es casi un evento ritual, la nariz cerca de la abertura que mis manos van ampliando, porque ese momento es único, como si se tratara más bien de un arcón cargado de elixires y esencias orientales. Luego, cuando la luz ya se filtra definitivamente es el momento en que lo que está dentro de la caja termina de fusionarse con el nuevo entorno y ese momento mágico se pierde. Ese olor soy yo unos años atrás rodeado de ellos.
Recuerdos y anécdotas, una discusión a partir de una página recién leída, caminar hablando de cierto libro con algún ser querido o admirado o las dos cosas, saltar de un libro a otro; una de las funciones más importantes para mí, el libro que invita a ir en otra dirección, a la búsqueda de lo sugerido en esa gran discusión literaria que algunos grandes escritores parecen mantener a lo largo del transcurso de su historia. Volver a encontrar una página marcada, la tonalidad exacta del amarillo de las páginas de un libro de segunda mano, la cubierta dañada en aquel punto que me devuelve al momento en que se produjo la herida. Están incluso algunos títulos aún no leídos, que de ese modo se reintegran a mi proyecto de lectura, esa otra gran definición para las bibliotecas personales. Están las páginas con líneas subrayadas y las que tienen papelitos con las citas de mi interés copiadas en ellos. Surge así un desfile de inverosímiles papeles, de todo color, tamaño, y estilo, algunos en los que ya no se entiende ni lo que dice. Rescato de entre todos ellos dos en los que me fijé con más atención. Uno es algo que pretende ser el comienzo de una narración, uno de tantos bosquejos. Me gusta, y tengo presente el por qué y para qué, aunque aún no sepa hacia dónde continuarlo. No lo transcribo acá porque este espacio virtual es sólo uno de los tantos rostros de mi Dr. Jekill y Mr. Hyde, no estando aún definido de cualquier manera cuál cara sea esta a la que acá se puede acceder.
Pero sí me animo a dejar un fragmento que copié de uno de los más importantes escritores vivos con los que haya tenido suerte de toparme en mi errar por las letras. Porque también soy los fragmentos escritos que acumulo.


"Una vez que un hombre o una mujer jóvenes son expuestos al virus de lo absoluto, una vez que ven, oyen, "huelen" la fiebre en quienes persiguen la verdad desinteresadamente, algo de su resplandor permanecerá en ellos. Para el resto de sus vidas y a lo largo de sus trayectorias profesionales, acaso absolutamente normales o mediocres, estos hombres y estas mujeres estarán equipados con una suerte de salvavidas contra el vacío."


George Steiner
Fe de errata 
Siruela, p. 64

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