25/8/09

Una tarde en el infierno


Las reminiscencias a Une Saison en Enfer se desvanecen a medida que uno se acerca y pone sus pies sobre el territorio de lo que fuera el campo de concentración de Dachau. Lo que el poeta desde sus más intrínsecos delirios transformó en palabra deja de tener sentido al lado del infierno transformado en fábrica de matar personas.
El viaje es sencillo, uno toma el tren rápido (S-Bahn) y desde el centro de Munich no lleva más de treinta minutos. Luego la conexión es con el ómnibus. El pueblo que se muestra a los lados no desentona con otros de la región, puede que no con las atracciones de otros, pero bávaro al fin y al cabo.
El día jugó de cómplice, se vistió de gris y nos arrojó un par de lágrimas en señal de sintonía. El ómnibus comienza su recorrido. Un verde muy bonito dibuja el paisaje, cubriéndolo casi todo, incluso las huellas del pasado. A un lado del recorrido hay un “Camino del Recuerdo”. Dije que hoy es fácil acceder al KZ, por apelar a las dos letras que lo simbolizan en alemán. Durante años los prisioneros tuvieron que hacer el camino a pie, y recorrer famélicos y bajo los torturantes azotes de los vigilantes la calle Friedenstraße, lo que viene a ser la calle de la paz. A través de ella y durante unos tres kilómetros, eran conducidos a la muerte, conformando así un deleznable oxímoron.
Los signos que se muestran aquí y acullá hacen alusión a la época concentracionaria. Indicaciones, nombre de calles, plazas, monumentos, esculturas. Los nervios se manifiestan. No somos los únicos que vamos hacia allí, hay otras personas, hay otros idiomas en el ómnibus. Llegamos, es la primera vez que voy a enfrentarme a algo para lo que sé que no hay explicación, algo que Rimbaud no pudo haber imaginado. Tampoco Dostoievski o Munch, otros torturados. Voy a entrar a una fábrica diseñada para producir muerte. No tengo miedo a la parte visual, sí a la atmósfera que el terreno maldito transmita. La recepción ocupa un lugar anterior y exterior al campo. Algo llama mi atención. Además de la oficina de información donde adquirimos guías de audio, además de los baños, además de la librería, hay una cafetería. Yo tengo el estómago vacío, desde la mañana me siento algo culpable por cada vez que siento hambre, por poder atender a mis necesidades básicas sin tener siquiera que pensarlo. Y allí, a las puertas del KZ, el menú del día indica que hoy hay carne a la barbacoa. Sólo siento náusea al imaginar que alguien pueda comer allí, antes o después de la visita.
Emprendemos el camino, hay indicaciones, paradas para escuchar el audio. Nadie diría que es lo que se viene, detrás de una zona boscosa tan bonita como fresca. Lo primero que aparece es el edificio de entrada con su torreta de vigilancia, y debajo, el portón con su infausta insignia: Arbeit macht frei (el trabajo hace libre). Me llevó varios minutos atravesarlo. Al final lo hice.
Dentro se erige una gran superficie cubierta con algunos edificios, prácticamente todo ha desaparecido, dos barracas han sido reconstruidas y uno de los edificios sirve de museo. Hay algunos monumentos, destaca uno en memoria de quienes intentaron atravesar las alambradas para escapar y que produce un efecto escalofriante. Escucho a algunos guías aleccionando a los visitantes. Uno se muestra mas crítico en sus consideraciones (es extranjero), mientras que –casualmente o no– la guía alemana hace aclaraciones tendientes a la moderación. No sé a punto de qué, las pruebas están bastante a la vista.
Camino con mi aparato ortopédico que funciona de guía de audio pegado a la oreja, presiono los números, códigos, que me van dando la información a cada momento. Tomo fotos. Una tras otra. Quizá haga un puzzle. Evito a la gente, me distancio de Paula, Paula se distancia de mí. Hay una parte que me molesta. Me doy cuenta de que Dachau es un museo. La gente visita el KZ, un día después de visitar Neuschwanstein, esa bonita locura arquitectónica que ideó Ludwig II, y un día antes de ir a degustar una salchicha blanca en la Hofbräuhaus. Es parte de un ritual, una página más en una guía de viajes. Escucho risas. Recuerdo las palabras de Semprún: los pájaros habían dejado de trinar en Buchenwald, el humo de la muerte los había ahuyentado. Ahora los pájaros habían vuelto a cantar, y traían consigo risas internacionales. Padres con sus hijos, a quienes no señalan nada, los niños se comportan igual que en todos lados, se trepan a los monumentos, a los muros, a los muebles, gritan. Ellos, los más pequeños, no entienden nada, mejor. Pero me pregunto ¿para qué los llevan, si no les señalan nada? Quizá sean tan sólo una de tantas cargas, y da igual si toca ir al supermercado, al cine, o a Dachau. Veo unas mujeres musulmanas, sus prendas así las identifican. Siento la curiosidad de preguntarles si niegan el exterminio. Y si lo hicieran, ¿por qué están allí?
Entro en una barraca, la única donde es posible hacerlo. Camastros de madera en filas y columnas, rememoran los tiempos en que el KZ era todavía y con todo más o menos habitable. Se sitúan en lo que era la primera fila, las barracas destinadas a alemanes, a presos políticos normalmente. La administración clasificaba también las barracas, por supuesto, cuanto más alejada, más bajo. Los judíos, está claro, no ocupaban las primeras. A lo lejos diviso torres de vigilancia, el alambrado –en su momento electrificado–, el cielo gris, lluvioso de a ratos. La vida externa, hacia uno de los lados se ven pasar al otro lado del portón algunos vehículos. El museo ofrece demasiada información. Escapo a ella, la información puede leerse en cualquier lado, basta con tener interés.
Llega un momento en que siento cierta decepción. ¿Qué quería ver? ¿Qué quería encontrar allí? Y más aún: ¿pero esto es todo, un conjunto de edificios y punto? Continúo el recorrido, estoy seguro que voy a encontrarlo. Atravieso el camino donde otrora se erigían a los lados todas las barracas, ahora sólo señaladas sobre la superficie. Más indicaciones, de a poco voy dejando de escuchar el audio también, quizá porque muchas cosas son aclaraciones puntuales que ya había leído o visto en documentales. Cómo eran tratados los presos, el uso del lenguaje del campo, las vejaciones, los experimentos a los que eran sometidos, las manías de los celadores, las condiciones climáticas que jugaban en contra, algún testimonio, las fotos que acompañan cada punto de parada.
Hacia el final del camino algunos edificios religiosos, una iglesia, una sinagoga. Es hora de dirigirse al crematorio. Y con Semprún, estando yo despierto, siento retumbar desde algún lugar: Krematorium ausmachen! Otra iglesia, ahora una ortodoxa rusa, con su cebolla a lo alto. Me pregunto si tomo el camino correcto, porque lo que tengo delante es un hermoso jardín, árboles frondosos se levantan por todos lados, arbustos densos, flores. Sí, una piedra de más o menos mi altura hace referencia al crematorio, es indudable que es el camino, aunque cueste reconocerlo. Pero lo que hay al final, como si se tratase de un cuento de hadas, es la figura de una finca, una casa bien puesta, con su chimenea. Hay dos edificios. Uno es muy bonito, de madera, parece el establo para caballos. Es el crematorio antiguo. El otro edificio, la finca con su fachada de ladrillos, permite el acceso, el salón de desinfección –algo lógico cuando se quiere incinerar a alguien, es asegurarse que no tenga piojos, que el fuego no se contagie de tifus, hasta ese punto llegaron–, la sala de espera, los hornos. Doy la vuelta, por dentro, por fuera. Hay un recordatorio con una Menorah. Sigo sin salir de mi asombro ante la hermosura del jardín que es imposible no contemplar. Me pregunto si sería así durante la hora oscura. Emprendo la retirada. Me había engañado, estoy mucho más consternado de lo que había aventurado. No hay recreación, ni representación. Ninguna lectura previa, ninguna película, ningún documental, ninguna charla, me habían preparado para ver eso. Es mucho más elemental, sin efectos. Un centro fabril cuyo objetivo es destruir personas. La visita no es muy distinta como la de cualquier fábrica. La organización de ese conjunto gris de edificios me deja pasmado. Siento que quiero salir, ya son horas dando vueltas, y me doy cuenta que no voy a poder entender nada. Lo más cercano, siguen siendo los relatos de aquellos que se dieron cuenta que para transmitir la verdad de lo sucedido, tenían que fabular un tanto, como único medio para narrar lo inenarrable, lo inverosímil. Narrar el horror se convierte en una tarea similar a dar con el nombre del Innombrable. Quizá por constituir su contracara. El camino de regreso, hasta la estación del tren, lo realizamos a pie. Las reflexiones se suceden. Al final un escalofrío. La idea de que no es el hecho aislado lo que se vuelve el producto de una obsesión. Es lo que vino después. ¿Cuál es el mundo que pisamos? Auschwitz, Buchenwald, Dachau, Mauthausen y los demás campos, resultan inexplicables de por sí, pero para mi constituyen un misterio mayor aún a partir de la historia posterior a ellos. Vietnam, Camboya, las dictaduras latinoamericanas, Ruanda, Somalia, los balcanes, Guantánamo, los centros para inmigrantes ilegales en Europa, el gobierno de los consorcios que deciden quién come y quién no en cada uno de los puntos del planeta… Sin alambradas, sin muros, sin barracas materiales, me formulo la siguiente pregunta: ¿Cuántas personas sufren hoy sus vidas como si se tratase de un campo de concentración? ¿En que nos convierte eso a cada uno de los integrantes de la sociedad?

3 comentarios:

  1. Escalofriante leerlo, no tengo palabras, ni quiero ponerlas. Te envio por mail la obra Himmelweg, ya verás.

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  2. Impactante! Realmente me atrató la lectura, no solo por el buen relato de la misma, sino por su contenido. Sospecho que más allá de las películas que he visto, soy un gran desconocedor del tema. Talvez no sea la idea, pero vos sabés que a medida que iba leyendo, y mientras trataba de imaginar el lugar por donde ibas pasando, mi cerebro reclamaba a gritos alguna foto. ¿Será posible?

    Realmente muy bueno el artículo. Abrazo.

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  3. Muy bueno y muy bien escrito también, doble virtud! Yo que también estuve ahí puedo decir que atravesar el portón me costó un montón, como entrar en la dimensión desconocida! Aún hoy me parece increíble la sistematización o burocratización alcanzada por los Nazis! Da escalofríos y la moraleja de esta historia: vayan a ver los campos por favor! Es el único modo de palpar un poco de ese horror y conservar viva la memoria histórica! Forgive but not forget!

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