22/7/10

Crónicas de H. (3)


Como quisiera escribir una canción
que me volviera otro
o yo mismo tres años mejor
Eduardo Darnauchans


La vida que lleva H. no es solitaria, podría mejor decirse que se trata de la vida de un ser solitario. Ahora es más fácil no ya intuirlo, sino identificarlo, comprobarlo. El paso de los años, tal como los anillos de un árbol permiten reconocer su edad, señala la profundidad de su soledad. No son arrugas, se trata de otra cosa, casi como si hubiera pasado mucho tiempo a la intemperie en una zona desértica y el viento hubiera depositado sobre su rostro los finos granos con que obsequia a quienes se introducen en su territorio.
Ahora está solo, pero no siempre fue así. Cuando aún vivía en su país de origen tuvo sus primeros roces de labios de adolescente, algo casi impensable considerando su introversión, pero que atraía a algunas chicas que querían descifrar lo indescifrable detrás de su falta de gestos. También tuvo su amor de juventud, pero esa es otra historia para ser contada en otro momento. Hoy importa más el ahora de H., aunque él mismo no lo quiera admitir, y aunque el ahora sea una palabra fútil que no existiría si no pudiéramos rememorar o proyectar o soñar.
La ciudad en la que está lleva vestido primaveral, el sol se filtra entre las ya existentes hojas de los árboles y tiñe todo de contrastes dorados y verdes profundos, las fachadas de los edificios históricos parecen espejos que reflejan los rayos del sol en todas direcciones, y las personas comienzan a ocultar sus ojos detrás de infinitos pares de lentes de sol.
H. practica la vieja costumbre de sentarse en un café a dejar que pasen las horas. Luego de pedir su bebida, un café igual al que tomaba en su ciudad natal pero que en este lugar insisten en denominarlo con palabras italianas, se acomoda y lanza una mirada a su alrededor. Está en la terraza del café, sobre él se yergue una sombrilla que impide que el sol lo ataque. Duda un momento sobre si dedicarse al diario que está sobre su mesa o dejar que la tranquilidad del entorno se mezcle con su análisis de lo ocurrido durante el día, para que lentamente oficie de exorcista, y el día laboral quede fuera de su cuerpo y de su alma. Cada imagen que se filtra a través de sus retinas parece una instancia de la sangría con sanguijuelas como las que antes utilizaban los médicos para quitar los malos humores de sus pacientes. Dos mujeres conversando distendidamente, un padre atando los cordones de su pequeño niño, los sonidos entremezclados que le llegan desde un parque cercano, todo y cada cosa van quitando a H. de sus horas anteriores para dejarlo donde realmente está, solo ante su café.
Cuando pasa una chica luciendo un vestido floreado, H., que ya iba a dirigir su mirada hacia otro lado como si no hubiera boyas que indiquen hacia donde dirigir la barca en el mar de la realidad circundante, vuelve sus ojos y de repente siente lo contrario, no que la nueva imagen contribuya a borrar de su mente las últimas vivencias, sino que lo transporte a otras anteriores, muy anteriores.
Años atrás H. tuvo una relación con una mujer que en primavera vestía un vestido muy similar al que ahora tiene delante de sus ojos, o al menos lo hizo durante dos o tres años. Él hacía poco tiempo que vivía en su nuevo país, mientras que ella era de allí, aunque de otra ciudad. Eran jóvenes, y todo era fresco para ellos. Dos personas que vienen de diferentes lugares tienen para sí todo nuevo, el pasado es sólo literatura, un cuento con el que cada uno puede amenizar los encuentros, aún cuando se trate de malas experiencias. Como en una sesión de psicología, sólo puede conocerse al otro a través de sus palabras, no se tiene otra información.
Por otro lado estaba el propio tema del lenguaje, aunque H. lo dominaba ya desde su llegada, el idioma vivo al comienzo lo avasalló, con sus códigos propios de comunicación que van mutando en el tiempo, tratando de identificar cuándo realmente debía apostar por la formalidad o la informalidad, captar los matices suficientemente bien para reír en caso de que fuera humor, enajenarse al mismo tiempo de su propio idioma y pensar y sentir en otro, para no parecer descortés o demasiado cortés o no suficientemente cortés o cortés pero en una situación inapropiada, acompañar sus propias palabras con los movimientos y los gestos adecuados, en definitiva, convertirse en otro sin dejar de ser él mismo. Una batalla perdida, porque pronto descubrió que toda su vida se había tratado de lo mismo, sólo que por esa época, su adaptación al nuevo universo lo ayudó a notarlo.
Ella fue no sólo una gran ayuda en esa época, sino también un gran consuelo. Los que hayan decidido vivir en otras tierras probablemente entiendan lo que esto último pueda significar. Pero en cierto momento H. detectó algo que comenzó a molestar su sueño. Si bien su apariencia en el nuevo país no señalaba a las claras que fuera extranjero, por momentos ni siquiera su forma de hablar, en su entorno más cercano; y su entorno más cercano tenía como cenit a su pareja de vestido primaveral floreado; podía ver que era una suerte de elemento exótico, o al menos que cierta dosis de exotismo jugaba un papel importante en lo que a él respecto de los demás atañía. Esto no era algo negativo en sí para él, pero sí la intranquilidad de no poder saber qué porcentaje de ello había. Cuando hablaban, cuando iban al cine, cuando se reunían con amigos – los amigos de ella por sobre todo porque era de los dos la única que por ese entonces podía tener amigos –, cuando comían, cuando se acostaban y cuando hacían el amor, llegaba un punto en que él no podía descifrar que era lo que podía ser interesante o atractivo para ella, si lo que simplemente une todos los días la vida de dos personas o si cada acción en su mínima expresión tenía un componente de diferencia que pudiera adjudicarse a que él venía de otra parte, y que en ello consistiera todo. Una escritor una vez tituló uno de sus libros con la frase la vida está en otra parte. Creo que eso define bien lo que por aquel entonces H. sentía, y debo agregar que aún hoy siente, luego de años de absorber la vida en el nuevo sitio y de haber adquirido casi diríase que por ósmosis las prácticas y costumbres e incluso muchas de las manías y fobias de su nuevo hábitat. Él mismo era una representación, un enviado especial, un estigma caminante de que la vida sí está en otro lado. En otras palabras, cuando H. llevaba sus pensamientos al límite, no podía dejar de verse a sí mismo como un chimpancé de laboratorio, donde cada cosa que hacía era respondida con total naturalidad, pero por detrás no era más que una mímica que escondía el simple afán de descubrir el comportamiento de un ser procedente de otro nicho.
Esta situación lo fue aislando, por supuesto, cada día era como colocar una nueva piedra sobre su propia torre de Babel, donde las diferentes lenguas que lo separaban del resto eran precisamente las que no se hablaban, las que acompañan al lenguaje por detrás del telón que subimos con cada salida del sol.
Su mujer, a la que hay que decir que quería mucho, intuía que no todo funcionaba bien, no sólo era rica en inteligencia, sino que su poder intuitivo hacía honor a su ser femenino. Ambos se querían, de esa forma en que no podemos imaginarnos sin el otro, pero sobre todo en que no podemos dormir sin el otro, ese momento que algunos consideran de debilidad, pues nos dejamos ir mientras nos invaden los sueños y donde estos pueden comulgar y mantener la unidad diurna en nuestro universo inconsciente, algo que puede ser más puro y sin duda más interesante que la posibilidad de compartir mil copas para dejar que sea la desinhibición del alcohol lo que nos acerque.
La torre continuaba su ascenso, no se sabe quién subía con ella o quién permanecía abajo, en las relaciones eso nunca está claro. Incluso puede que hubiera dos torres, cada uno en la suya, que es lo más probable.
El momento de revelación para H. llegó cuando todo eso que había acumulado durante todo ese tiempo, esa gran configuración de situaciones, acciones, imágenes, es decir, la vida de los últimos años en su totalidad, no se trataba más que de lo que él mismo sentía, él era el que había estado llevando adelante el experimento, él era el que había estado viendo algo exótico en todo, en su mujer, en su entorno, en los demás, y hasta en su percepción de él mismo, porque todo había pasado a ser nuevo y diferente, que es más o menos igual a decir que era lo mismo. Esto fue para él como pasar de observar con el microscopio al telescopio. Ahora veía toda la constelación, incluido él y las estrellas y los agujeros negros, y se dio cuenta que había sido víctima de un engaño, de su propio engaño. No podía culparse ni culparla a ella, que quizá, tras el desgaste que toda rutina produce, tal vez hubiera arribado a similar descubrimiento, porque al fin y al cabo, llega un momento en que no hay más remedio que darse cuenta de que lo que tenemos delante es un ser humano, ni más ni menos, con todos sus vicios y virtudes. Y en ese momento una voz nos dice sin engaños si seguimos o no.
Con el tiempo cada uno fue asumiendo que no, como quien acepta que el destino está impreso en un libro que ocupa un anaquel de una librería con la que nunca hemos dado, y las disputas de los primeros tiempos que terminaban muchas veces con fogosas reconciliaciones; fogosas sobre todo por parte de ella, ya que H. nunca fue muy demostrativo con sus pasiones; ya no pasaban de ser pequeños intercambios de argumentos en pro y en contra hasta que la situación quedaba subsanada. Un día, con pocas palabras pero más que suficientes, decidieron separarse, intentado no echarse mutuos reproches a fin de darle la dignidad que esos años juntos habían tenido, y no como una mala inversión que los dejaba mal parados de cara al futuro. Porque secretamente ambos sabían, al menos él, que el futuro era lo que se terminó convirtiendo en su presente. Mantuvieron contacto durante algún tiempo, hasta que también quedó claro que no se debían obligación alguna, y que en todo caso, la comunicación forzada podía terminar volviéndose una burla impuesta por las buenas costumbres sociales, una bofetada a esas noches en que ambos supieron compartir sus sueños. Así que antes de que las cartas comenzaran a tener pausas cada vez más prolongadas entre una y otra, y de que las llamadas telefónicas se poblaran de silencios más extensos, acordaron tácitamente dejar que fuera únicamente el destino el que los dejara cruzarse alguna vez.
H. se da cuenta de que lleva unos segundos con los ojos cerrados. Los abre y es como si se despertara, y el fuerte resplandor que aún impera lo ciega un poco. Cuando puede distinguir con más claridad las imágenes que bailan a su alrededor, ve a lo lejos la figura de la chica que lo llevó a navegar por otros tiempos, y que ese viaje al pasado fue lo que en definitiva lo alejó del día que quería dejar atrás. Sorbe lo que resta de su café, coloca el diario bajo su brazo derecho, y camina en su dirección.

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