22/8/10

Sol-i-loquio

Por la ventana se filtran los últimos rastros del luminoso día, y con ellos va despertando la aurora de mi melancolía. Quizá sean el embrión de estas letras, pero, ay, escribir que uno duda es tan propio de otro que ya crece también la culpa por la inseguridad. Y así, otra semilla que crece.
Busco las palabras. Curiosamente encuentro manadas de ellas, enjambres de ellas, multitudes de ellas. Pero no son las que necesito, éstas se esconden detrás de las primeras como conejos en su madriguera, en el punto más alejado de la luz, mi lápiz que intenta trazarlas. Las palabras que no busco se agrupan, forman rocas cada vez más grandes, cada vez más duras, granito sólido que forma montañas. Entonces tomo el cincel y no busco dar forma a nada, en realidad quiero destruir, tirar abajo, para poder acercarme a lo que anhelo, esas tímidas, escurridizas, pequeñas palabras que se esconden detrás de esas sus monstruosas hermanas que todo lo tapan. Labor de Sísifo labrar la piedra que se reproduce. Mientras se forman ríos, crecen árboles, nacen animales, se forma un nuevo caos con su imagen especular el cosmos, todos conviviendo juntos, todos sabiéndose y odiándose sin saberlo, resistiendo cada uno a su manera, procurando no ser devorados por algún Saturno hambriento.
Sé que la búsqueda es mi destino, aunque mejor quisiera decir que tal vez lo sea. Es un problema, una vez que los mecanismos del pensamiento se disparan, sabemos que éste funciona, pero poco más. Vemos los engranajes como si estudiáramos un reloj, pero tan sólo para inventar una hora, un minuto, un segundo. Un momento que ya no existe y que no sabremos si existió, porque en todo caso quedará flotando sonriente en las costas de nuestra imaginación. Casi digo memoria, esa pequeña pérfida que nos define mientras nos clava sus puñales perpetuos por la espalda mientras nuestros ojos se fijan inocentemente en el porvenir, en lo por venir que nos encuentra desprovistos de inocencia alguna.
Mientras mi herramienta trabaja tan incansable como desconsoladamente, la pregunta se transforma, busca su identidad también, quiere encontrarse, definirse, dejar su paso marcado en la ciénaga que todo lo traga. Lo único que se va cincelando es un para qué inmenso y permanente. Comienza la sospecha, puede que se trate de un no distinguir el árbol del bosque, o a la inversa. A la postrer todo se trata de reorganizar, de juntar el polvo con el agua e ir moldeando la argamasa. Está ya allí y lo inventamos. Suerte de sutil paradoja, que una vez escrita, la leo y como por arte de magia deja de serlo. Puedo distinguir ahora el vórtice por donde todo entra y todo sale. Pero a riesgo de perder lo que estaba buscando, porque ahora no sé de qué lado buscar, no sé si sentarme a esperar a que la musa me bese la frente o si debo seguir empujando la rueda. Finalmente, mientras decido esperar, opto por empujar la piedra que a su vez talla callos sobre mis manos.
Las rocas, esos colosos, son mis miedos. Puedo adivinar tras de ellas también a algunos de mis fantasmas. Enfrentarse a ellos es la única tarea a la que puedo arrojarme. Quizá se trate de los consabidos molinos de viento, pero como el Hidalgo Quijano, Quijada, o como se llame ese señor, prefiero ser arrojado por las aspas y que mi cuerpo se consuma mientras las palabras que viajan en la maleta de mi mente se baten a duelo con mi verbo interior, ese que está antes de mí y que, gran frustración, nunca logro ni traducir ni convertir en palabra digna de ser llamada tal.

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