25/2/11

El buey y el estúpido (un oxímoron)


Se fue metiendo sin pedir permiso. Como el reuma que va acariciando los huesos hasta que un día los comienza a acogotar, o un virus que pasa desapercibido hasta que la cadena de estornudos te despierta en una sala de urgencias. Se inmiscuye, como la vecina mirona que baja las persianas dejando rendijas a través de las cuales poder observarte sin ser ella observada. Entrometida o invitada de cartón piedra papel marché no se quita de encima como una mancha solar adherida a la capa más externa de la piel. Comienza como una sensación que pasa todos los niveles del escozor hasta volverse un rascarse obsesivo compulsivo que no sirve para nada porque no te la podés sacar de encima.
La vida real si querés ponerle nombre. Una cosa así de pomposa y aristocrática que no puede nombrarse con menos de tres palabras. Te entumece y te hace temblar la mano como en un estado catastrófico de Parkinson, la mano no puede controlar la birome, la pluma de ganso, el lápiz, todo se escapa sintiendo el peso de los ojos múltiples y no necesariamente en número par no ya que se posan sobre cada movimiento, sino sobre cada uno de los posibles devenires de tu piel, tus huesos, y tu espíritu. Sin dialéctica, sin historia, una cámara que congela tu ser y estar por el simple hecho de no dejarte pisada, por no dar puntada sin hilo. No valen pucheros para la vil que ha dejado la sensibilidad perdida en los vestidores de la historia, esa vieja puta que se ríe histéricamente porque ya no encuentra pañuelos con los que enjuagarse las lágrimas.
Es la misma que se convierte en panóptico, ese ojo de aguja por el que va a pasar el camello, y por el que van a pasar tus días casi sin que te enteres, como quien cose cantando. Ese ojo que esconde un aguijón puñal que se celebra a sí mismo perforando los intersticios de tu epidermis.
Y entonces algo previstamente inesperado. Todo se detiene y una experiencia lumínica peor que la luz, donde de tanto ver no se puede ver nada y donde todos los gatos son blancos. Como extirpado de mí mismo, un apéndice del yo que me abandona o yo que me abandono a mí mismo y desaparezco atrás de una cortina de hierro que baja como una guillotina aséptica que susurra sibilante con su ir y venir. Yo dejando caer el mazo no para hacer filosofía a martillazos sino para hacer saltar por los aires otra vez la hoja que libre tendrá su caída, eligiendo haciendo como que no dónde caer.
Busco salir y encontrarte en algún punto donde no nos reconozcamos para no ser identificados, una búsqueda del grial que sirve el vino de la vida en los pronombres salinos. Pero todo se hunde arrastrado por las cadenas que esclavizan nuestra existencia y nos condenan a trabajos forzados cosechando el algodón para nuestra mortaja en los infinitos campos donde la música es a ritmo de gatillos desaforados que no buscan imponer ninguna verdad sino sólo herir primero para herir mejor. Y así termino, con el ojo amoratado y con las manos maniatadas como al principio, sin poder haberte dicho en lo más mínimo lo que mis labios repiten como un rayo que no cesa.

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