28/3/11

Lunes: sin taxis semánticos


Lo peor del lunes es cuando termina, porque me deja a la espera del próximo, siete días con sus horas y sus minutos y sus segundos sabiendo que se va a repetir, no sólo en sí, sino que se va a anunciar casi en cada momento del día anterior.
Todavía no sé si la semana comienza el domingo o el lunes. Hoy es un comienzo, un incipit que tiene una pregunta, sencilla, sin muchas vueltas, quizá tan constante como predecible, pero absolutamente incontestable (quería decir irresponsable). ¿Cómo la palabra, que no sé de dónde viene realmente, que se forma en algún punto de la materia gris, se pierde por los cauces de mis arterias y mis venas, por los caminos de mis tendones y mis nervios, y no se transforma en algo escrito? Existe un punto, un triángulo de las Bermudas, un agujero negro, que la absorbe y la hace desaparecer de esta dimensión.
A veces creo que la solución está en esa imagen que me visita de cuando en cuando, la palabra que se metamorfosea, que se moldea a sí misma, hasta convertirse en una hoja afilada, un gólem metálico que corta mi garganta, cortando el puente que une mi cerebro con mi mano derecha escribiente. O tal vez, en ese salto de sangre, en esa fluidez incontrolable que mana del geiser de la carótida abierta, se lleva como el Leteo todo rastro posible de palabra, para sumergirse en el olvido.
Esa imagen se torna definitivamente carne, porque esa palabra que no se materializa más que para presentarse en otras formas que me hieren, me produce verdadero dolor, como si una multitud me apaleara en la plaza pública; me produce una jaqueca, como si hubiera amanecido de una noche de dulces alcoholes; me duele el alma, de la misma manera que si me hubieran hecho un nudo en el intestino o me hubieran colgado de él a una rama de un árbol.
No importa si estoy listo, si mi lápiz está cargado, si la hoja está palpitando. Todo está dispuesto, pero cuando giro la cabeza y me encuentro reflejado en el espejo intuyo inmediatamente lo espurio y ridículo de la toda situación, puedo sentir el crujir de los dientes de la imagen reflejada peleando impúdicamente por explotar en una risa enajenada.
Te lo quiero contar, quiero correr como un niño y llorártelo con los cachetes colorados y mojados, porque de antemano está claro que no hay madurez ni virilidad envueltas en esta inexplicable situación, así, desnudo, infantil, quedo mudo y no puedo ni restregarme los ojos para conjurar el mal sueño. El mal sueño es la realidad.
Y en la proximidad quiero escuchar el confort, la palabra que como en una narración desde uno de los lados de la cama me conduzca a un sueño si no placentero, cuando menos soportable. Pero tus propias palabras, y más, hasta cada emisión no hablada, bulle y sale embebida en tus jugos gástricos, surge de tu boca, de tus ojos, de tus narinas, como una lava asquerosa y hedionda, porque en tu mejor intento, el bálsamo que ingenuamente procurabas darme no puede esconderlo todo y termina mostrándose tal como es. Tu olor completa con la letra que le falta lo que realmente está en vos, tu dolor, representación de tu angustia existencial que me vomitás, que cae sobre mi cara y me abrasa. Y mientras me consumo me doy cuenta que yo soy vos, que nunca me moví y que sigo con el lápiz en la mano y mis ojos clavados en el espejo, y que todo no ha sido más que una reflexión que el final del lunes con su estela trágica de porvenir me ha despertado.

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