5/12/11

Las horas muertas


Las horas muertas se elevan desde su lugar en el cementerio, muertas vivas danzantes que no despiden olores a náusea, que algún día me van a encontrar y se van a meter entre los meandros de mi cerebro, que van a comer mis pensamientos y mis oscuros deseos, futuros abortos de palabra y de lenguaje que nunca llegarán a poblar el mundo de los vivos, esos futuros seres inertes que se dejan penetrar por la imagen y que disfrutan con sadismo y con masoquismo a través de todos los sentidos, esposados al gran Dios que dicta lo que es mejor escuchar, lo más bello admirar, lo más puro oler y lo más digno de ser tocado.
Algo deben intuir, sufriendo de alguna especie de presagio que las revoluciona, como si se tratara de la misma fundación de la ciudad de los gemelos amamantados por la loba, algo deben sospechar porque se revolucionan como un motor futurista que en pocos segundos llega a superar los trescientos kilómetros por hora, pero ausente de lubricantes se recalientan y dan lugar a un chirrido inhumano, si algo así existe, una vez trastocado por el filtro de la percepción.
Por algún sendero nocturno me veo, veo mis hombros colgando de mi espalda, y sobre ellos, desesperadas, las palabras emprenden la huida, como ratas en un barco que se hunde, delinean recorridos hormigueantes, de lejos dando la impresión de una formación militar a la desbandada bajo el lema de sálvese quien pueda. El calor parece discutir con algo semejante al frío exterior de la noche, amparada en los contrastes que las sombras y las luces no identificables ofrecen sin ton ni son. El trabajo enquistado de las palabras que produce el atropello primero se manifiesta en un vapor que se eleva y despega a través de una cabellera que parece haber sido víctima de dedos expuestos a una gran corriente eléctrica, un humo que haría pensar en alguien que regresa de hacer deporte, jogging, o algo por el estilo, una de esas cosas que recomiendan los médicos para mantener el corazón en forma. De a poco, la temperatura hace que el vapor se transforme en un humo gris que se mezcla en sus incipientes volutas con los rulos desmadejados para luego tímidamente dar paso a los primeros escarceos rojos y amarillos, todavía no azules, de unas llamas. En esa imagen que tienen como telón de fondo el lado interior de mis párpados, asusta la tranquilidad, el aplomo, esos hombros que ni siquiera dejan lugar a pensar en la resignación, mucho menos en un ataque desesperado, en un intento de apagar los lengüetazos ígneos que comienzan a devorar la cabeza. Los colores cálidos comienzan a dar un aire brutal y colorido a un entorno blanquinegro solamente adornado por matices argento.
Más allá está la explicación de que las cosas no sucedan de otra forma, allá se ven venir ya a las huestes esqueléticas que buscan subir por las murallas de mi castillo, mi única propiedad, escondida detrás de las torres de mi cráneo, las horas muertas donde el lenguaje es tan sólo un requisito banal de pertenencia a lo humano, una insólita fórmula que fútil esconde los secretos de la locura, ese monstruo engendrado por la razón. Las invasiones bárbaras vienen cargadas de palabras técnicas que perfectamente podrían pertenecer a idiomas desconocidos o a otros mecanismos de comunicación. Cuando se acerquen, como si estuviera todo calculado de antemano, se encontrarán con un vacío o con los vestigios tiznados de una hecatombe, de un ritual órfico, con una burla. Y tal vez, en ese momento, debatan qué hacer con el huésped, con los restos de un ser carcomido en su parte superior y convertido en un artilugio de relojería. Muy posiblemente y a modo de satisfacción intentarán horadar con una daga de marfil algún punto a la altura del cuello y deleitarse en un festín particular, donde los muertos se reconocen entre sí y celebran la existencia de la nada, su propia tierra media. Quizá apelen a esa vieja y en apariencia fantástica tradición del pellizco, y así simplemente me obliguen a abrir los ojos nuevamente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario