3/12/09

Verso y Anverso (Parte I: Verso o Anverso)

El fin de semana presenta en sí mismo dos caras de la misma moneda. Lo conforman dos días, uno es el principio, el otro el final. Como las tapas de un libro. En esos dos días uno se puede encontrar también con las dos caras de la moneda, o con la tapa y la contratapa del libro.
Sábado, día de cine. Domingo, día de concierto.
Echo la moneda, y a cara o cruz dice que comience por el domingo. Decir que es el final es sólo una estrategia de poner un dudoso orden sobre las cosas, dentro de unos años no sabré que ocurrió antes o después, y probablemente no recordaré siquiera que cualquiera de las dos cosas pasaron, aunque me acompañen en algún lugar desconocido de mi conciencia.
Hace ya varios años una persona conocida me hizo escuchar a Jan Garbarek. Todo ocurrió como si de casualidades se tratara. Una reunión, un qué hacemos después, un qué tal si vienen a casa a comer algo, un qué les gustaría escuchar, un lo que tu quieras, y finalmente olvidar la cena, olvidar a las personas, y quedar prendado de los sonidos que salían por los parlantes de ese apartamento frente a la rambla montevideana. ¿Cuánto hace ya? Quizá diez años. Recuerdo que el disco era “Rites”, un CD doble que, según supe después, dio mucha proyección al músico, que ya contaba con una muy importante trayectoria. Recuerdo la atmósfera que ese saxo tan potente generaba, en su fusión de ritmos de jazz con algunos sonidos electrónicos y una personalidad definitivamente nórdica. Recuerdo haber salido al otro día a buscar material de él, a abastecerme de su música. También busqué información sobre él. Es una costumbre, a veces un defecto, pero siempre busco información sobre los artistas que me interesan. Defecto porque a veces basta con recibir el arte de la persona. Aunque me abstengo, siguiendo el mandamiento de Augusto Monterroso, de conocer a los escritores a los que admiro (pese a haberme casado con una, que vendría a ser la excepción que confirma la regla). Así comencé a comprar algunos de sus discos. En épocas difíciles, siempre me ayudó la música, además de la literatura, para salir adelante, o en alguna dirección. Es mi terapia, otros van al psicólogo o al psiquiatra, salen a correr, se dan a la bebida, trabajan en exceso. Yo me encierro entre unas páginas, dejo pasar el tiempo, crecer un poco la barba, hasta cerrar con un golpe seco las páginas del libro. O simplemente escucho música. Jan Garbarek me ayudó en su momento. Por eso los artistas a los que sigo, los miro al mismo tiempo como a amigos. Te dan lo mejor que tienen, y a lo mejor eso sirve. En mi caso, sirve.
Luego la vida me llevó de un lado para otro, en otra vida debería contar mis peripecias ultramarinas, pero en tiempo de aviones, sólo puedo enumerar en todo caso las veces que sufrí de síndrome de cambio de horario, algo que no le interesa a nadie, y tampoco a mí. Garbarek pasó en cierto momento a ser escuchado con menos frecuencia, pero como a esos grandes amigos que dejamos de ver por un tiempo prolongado, la amistad no se vio disminuida en grado alguno por el paso del tiempo.
Cierto día de este año viajaba en el tranvía, estaba contento, porque Munich todavía conserva algunos que son tradicionales, de hace más de cincuenta años atrás, y que te retrotraen a tiempos pasados, cuando todo era más mecánico, antes de que las palancas fueran sustituidas por botones, y las voces humanas por sonidos grabados por computadoras, aunque la velocidad del viaje sea la misma y en lo práctico los nuevos no sean exactamente más cómodos o algo. De repente vi un afiche anunciando un concierto de Garbarek. Claro, dije, ahora estoy en Europa, en Munich más precisamente, esto es normal. Pero fue todo un acontecimiento interior. ¿Debería bajar inmediatamente del tranvía para leer la información? Recuerdo haberme preguntado. Finalmente no lo hice, estaba claro que habría más información en otro lado. No la encontré, tuve que bucear en Internet para confirmar cuándo y dónde tendría lugar el concierto. Es común ver afiches antiguos por las calles, ya me he llevado alguna que otra desilusión, por ejemplo cierto día al enterarme que Leonard Cohen tocaba cinco minutos más tarde del momento en que yo tomaba conocimiento de su concierto. Pero en esta ocasión todo funcionó bien, Garbarek tocaba en el futuro de ese pasado que estoy contando, y había aún entradas. Domingo de concierto, finalmente. Y ahí, en la sala de la Philharmonie de Munich, superé mi miedo al reencuentro con mi viejo amigo. La sala estaba llena, aunque no colmada. Pese al esfuerzo económico adquirí en realidad una de las localidades más baratas. Una de las ventajas de Internet es que para esta sala por ejemplo uno puede apreciar con precisión la perspectiva que tendrá en el asiento que escoja, y la verdad, no estaba mal. La acústica, es, como luego descubriría, perfecta, al menos para mis no profesionales oídos. No importaba estar algo lejos, la idea era escuchar música en vivo. Para mi sorpresa no tenía a mi alrededor ni a estudiantes, ni a gente que pareciera haber juntado las monedas para poder entrar. De la primera a la última fila pude divisar a las gentes envueltas en sus mejores trapos. Como en todo evento artístico, fue interesante en lo previo poder atisbar a esos grupos que se muestran, que seguramente aparecerían en alguna publicación social, que comentarían “yo estuve” o se deleitarían al escuchar “el otro día te vi en el concierto de”. Allí estaba yo, cumpliendo con un sueño, un deseo que se mantenía prolongado desde hacía muchos años. Allí enfrente estaba uno de los exponentes artísticos de la alta cultura europea. Uno de los imanes que Europa había diseñado para atraerme. Y el concierto fue de antología. La música no es para mí algo que se escuche con los oídos, es más bien algo que entra por cada uno de los poros y se concentra en algún lugar no físico, cuyos síntomas pueden ser que los ojos se mojen, que las manos tiemblen, que las piernas se muevan nerviosas. Si esos síntomas físicos no se manifiestan, la cosa no va por ese lado. Y puede ser Beethoven, Garbarek, Eddie Vedder, Selim Sesler o Zitarroza, da igual.
Al terminar el concierto emprendí el regreso a casa, inicialmente a pie. La sala se encuentra en una zona céntrica y sus alrededores resultan hermosos tanto de día como de noche. Caían unas pequeñas gotas mientras mis pies cruzaban el Isar, verde de día, tan oscuro al caer el sol. Mientras, la música que acababa de escuchar se repetía en mi interior.
Ese fue un domingo de un fin de semana. La realización de un sueño mantenido durante muchas noches, imaginado tantas veces al colocar mi cabeza entre los auriculares para captar mejor cada sonido, como según decía Córtazar, que es la mejor forma de escuchar música. Un domingo en Europa y lo que ella tiene para ofrecer a sus habitantes y visitantes. Un verso o un anverso, un principio o un fin, la tapa o la contratapa de un libro que se está escribiendo.
Luego les cuento del sábado.

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