7/11/10

Crónicas de H. (7)


No sé muy bien de dónde venía. Yo llevaba una de esas bolsas de la compra con las que no queremos que nadie nos descubra, como si fuera una muestra de falta de elegancia, una debilidad de la carne, comprar y luego marchar con la chismosa de tela deshilachada en las puntas. Lo vi ya desde lejos, caminaba como recuerdo haber visto que lo hacía ya hace muchos años las últimas veces que nos cruzamos. No aparentaba ser viejo, en todo caso su postura señalaba cierta propensión a la vejez, o a un estado de aburrimiento pertinaz.
Hoy el día era gris, como su traje, y con su sombrero y largo sobretodo parecía una figura salida de los años cincuenta. Un papel representado con mucha naturalidad, sin la necesidad de muchos jóvenes de sumergirse en tiendas vintage para rememorar épocas que nunca vivieron y de las que en realidad no saben mucho. En este día H. era los años cincuenta.
Por un lado no quería que me descubriera, después de tanto tiempo, con las zanahorias asomando por la boca de la bolsa. Intentando hacer equilibrio con mi bolso de todos los días, el que esconde algunos libros y lápices para escribir. Así que me puse a observar una vidriera y dejar que su andar distraído no se fijara en mí, para luego comenzar a seguirlo.
Su andar denotaba algo extraño, era pausado y suficientemente lento como el de alguien que simplemente salió a dar una vuelta, sin un destino preciso. Pero al mismo tiempo, estaba claro que H. se dirigía a algún lado en particular, que sus pies perseguían un objetivo. En todo caso, del modo en que alguien sabe que su destino así lo tiene signado y no importa el camino que se tome, irremediablemente se terminará en el punto que los augures han previsto.
Comencé a observar desde mi nueva perspectiva la figura que H. me ofrecía. No llevaba un cigarro en la mano, pero eso no quería decir que hubiera dejado el hábito. El portafolio que colgaba de su mano izquierda parecía el mismo que años atrás, sobre todo considerando el aspecto gastado en algunas partes y con el brillo del roce en otras. Sus zapatos denunciaban también años y el esmerado trabajo de un zapatero de confianza, que debe haber cambiado la suela en más de una ocasión para que el zapato siga siendo más o menos el mismo y colocado alguna pieza interna, para que el meñique de los pies no termine de perforar el lado externo de cada calzado.
Cualquiera podría decir que continuaba trabajando en el mismo lugar invariable y estático desde la eternidad. Sé que no es así, al menos no completamente, porque H. ha cambiado de país en más de una ocasión. Pero sí es presumible que trabaje para la misma empresa. De hecho, no caben dudas. Su pesadumbre, su aspecto de hastío no como estado sino como parte de su ser, sólo puede provenir de alguien que hace años trabaja para una misma empresa.
H. gira a la izquierda, y yo unos metros detrás con él. La avenida por la que pasamos a transitar está llena de gente, alguna con andar también lento, y un mar de personas prestas que resoplan ante la pasividad de los demás, y hasta llegan a soltar algún mascullado insulto contra quienes osan interponerse en su camino. Cada uno en su mundo, no esperando, sino demandando que el resto de los habitantes se adapten a él.
Al llegar a la esquina presto atención, por si H. decidiera descender por la boca del metro. Pero no. De repente se me ocurre que se dirige a su casa, algo que no sería del todo en vano, pues me permitiría saber dónde vive, pero que daría por concluida mi repentina persecución. Mientras iba calculando todo el tiempo que me era necesario para dirimir si debía acercarme a hablar con él, o simplemente continuar en el mismo plan. Quizá de resultas que estaba descubriendo que me gusta observar a la gente, un voyeur, ni más ni menos. Pero no podía ser eso, porque, ¿qué atractivo podía despertar alguien como H.? O en todo caso, dándole un par de vueltas, mucho. Esa parsimonia, esa tranquilidad, ese fastidio, esa apatía, no dejaban de constituir una nota diferente en un mundo que se revuelve entre los de dientes apretados y los que no paran de sonreír, pero todo a velocidad, como si el apocalipsis llegara en cualquier momento. Y puede que en parte tengan razón, da igual. No sé qué es más triste.
Finalmente H. ingresa en un café. Esa costumbre no ha cambiado. Hago una pausa antes de llegar, observo el café desde cierta distancia. Un edificio con años, y cuyo diseño denuncia la influencia del Art Noveau, la arcada de la entrada con puertas de vaivén de madera maciza y ornamentada ostentando sendos cristales por los que se puede ver a través, la forma semielíptica de sus ventanas, las rejas que protegen los ventanucos que dan al subsuelo con diseños florales y rocambolescos, las líneas curvas del interior que pueden adivinarse desde el exterior.
Es una huella evidente de que H. debe haber elegido con mucha paciencia y detenimiento este lugar, tras caminar a lo largo y a lo ancho de la ciudad, hasta dar con el café correcto. Esto último no es sino un lugar tradicional, donde se conserven antiguos modos y rituales; como que el café venga acompañado de un pequeño vaso de soda por ejemplo; que no hayan instalado un aparato televisor con deportes a toda hora o con música impersonal; que las camareras parezcan centinelas que vinieran de fábrica junto con el edificio, y que respetaran el ritmo de cada cual, en el caso de H. reconociéndolo y en todo caso saludándolo con un leve movimiento de cabeza a modo se santo y seña; que la prensa estuviera a disposición con esos palos con gancho en un extremo colgando de alguna columna; que tuviera espejos en las paredes que multiplicaran las salas y donde los diálogos parecieran entremezclarse con la eternidad, aunque sea por un momento; que el piso fuera de madera lustrada por el paso de miles de pares de zapatos y las pesadas alfombras permitieran ver su rebeldía elevando sus cerdas ocultando el polvo acumulado; que a través de sus ventanas pudiera verse la calle y el pasar de los transeúntes y el tráfico pero como desde una burbuja que sólo un edificio con su solidez de más de cincuenta años puede asegurar. Un lugar en definitiva, al que si uno volviera después de veinte, treinta, o incluso cuarenta años, luciera igual. Excepto por algunas trazas del inexorable paso del tiempo, más bien una especie de decadencia menos visible que plausible de ser intuida. Más o menos como H.
Tras unos momentos, me decido y avanzo, también yo, y tras atravesar sus puertas, identifico a H. en una de las mesas, a la espera de alguna bebida caliente que debe haber ordenado sin necesidad de buscar en una carta que debe tener memorizada. Encuentro una mesa libre pequeña, circular, de mármol jaspeado gris y blanco y dos sillas de madera oscura a los lados, una para mí y otra para mi abrigo y mi bolsa de los mandados. La camarera de rostro rígido se acerca y más que preguntarme qué deseo tomar espera que yo me pronuncie. Quiero decirle que lo de siempre, o, lo que toma el señor aquel que está allá. Pero sé que con eso sólo despertaré su suspicacia, en modo alguno su complicidad, así que simplemente pido lo primero que se me ocurre.
Cada momento que pasa, como si yo en todo caso fuera un investigador privado de poca monta, me retrae y me aleja de H., pero al mismo tiempo siento que me permite ir confirmando cada una de mis presunciones sobre su persona, algo que puede no ser más que otro engaño de mi mente. Y a la vez siento que esa posición me resulta cada vez más cómoda en cuanto a que existe algo atractivo en el juego de observar sin ser visto, construir un personaje a mi antojo, donde todo sea como yo lo imagine. Y también incómodo, yo conozco a H., no parto de cero, y estoy intentando atribuirle lo que yo sé de antaño más lo que me figuro que el tiempo ha implantado en su persona, pero todo eso no tiene explicación ninguna. No es que la necesite, pero, más bien la pregunta es qué necesidad. Entonces pienso que lo mejor sea simplemente acercarme, retomar el momento inicial, ese de la pura casualidad, si es que tal cosa existe. Olvidar que ya todo se ha vuelto turbio por mi indecisión y que no tendré más remedio que fingir, sí, fingir que sorpresivamente me encuentro en su café, el mismo día y a la misma hora que él, y que luego de elevar mi vista mientras espero mi humeante brebaje lo descubro, después de tantos años, pero entonces la sonrisa será falsa y probablemente todo lo que venga luego, hasta que la gracia disponga un diálogo que me permita sepultar en el olvido todo este manojo de diatribas y que cuando llegue finalmente a casa me sonría ante semejante cadena de tontas conjeturas.
También pienso que quizá no todo sea casual, que H. me haya descubierto entre la multitud del mismo modo que yo a él, y que simplemente se haya dejado seguir, conduciéndome hasta allí para darme la oportunidad de hablar con él en un lugar inventado para ello, no como signo de altanería, sino como una muestra más de su introversión, de su incapacidad de ser el primero en elevar la voz y saludar, como si al momento de comenzar una partida de ajedrez me cediera las blancas para que yo hiciera el primer movimiento.
Me incorporo, doy los primeros pasos, y sólo tengo dos posibilidades, extender la situación presente y dirigirme a los lavabos, o simplemente acercarme a la mesa donde H. está ahora perdido entre las páginas de un diario. Es cuestión de centésimas de segundo hasta que la decisión está tomada, y dejo que mis pasos simplemente obedezcan.

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