6/11/10

Ideas esparcidas


Escribir, sí. Pero ¿escribir qué? Al fin y al cabo se trata de letras. Entonces a lo mejor el tema está en cómo combinarlas. Las posibles palabras son infinitas. Las posibles combinaciones entre palabras son aún más infinitas. Una tarea vana. Sin embargo, la repetición juega un papel crucial. Como parte de la memoria, si no hay dos iguales, dos que pensamos iguales, que queremos creer iguales, no hay chiste, ni chisme.
La hoja blanca, esta tabula rasa enfrentada a mi propia tabula rasa, esa parte de mi cuerpo que lucha estoica y pírricamente contra semejante idiotez, crear, inventar, tamañas estupideces. Escribir es como coser y cantar, pero yo no sé cantar, y cada vez que paso la aguja sólo puedo gritar de dolor al pincharme el dedo índice con su aguijón. Ahí tengo la repetición. ¿Para qué escribir entonces? Hay tantas formas de pasar a la inmortalidad. Aunque no sé que es esa cosa de nombre tan espantoso. En todo caso, pasar a la memoria de personas a las que nunca voy a conocer. A ver, probablemente ver, sí, desde algún rincón donde me toque establecerme una vez que la loca esa haya venido a buscarme. La encapuchada esa de la guadaña.
Me visto de noche y escribo de negro, un gato pardo entre latas de pescado saqueadas y botellas de contenidos púrpura. Escribo para olvidar que tomo, y tomo para olvidar que existo, pero en general sólo logro olvidarme de dónde dejo las llaves y esas cosas, o de regar las plantas, y hasta de que no tengo plantas y que por eso no las riego.
La verdad es que quería escribir algo. En serio. Algo concreto. Eso que llamamos la idea principal, la que después trabajamos, enriquecemos, dotamos de detalles, y al final la convertimos en ¡ay! literatura. En un intento de ella. En un atisbo, un ensayo, un disparate. La idea era muy buena, pero eso era antes de antes. La cosa era muy sencilla, yo me sentaba, y escribía. No sé qué pasó entre medio, pero yo estoy escribiendo algo que no es lo que quería escribir, y la virgen, la santa, la puta idea no sé dónde está. De hecho, lo último que quería era escribir precisamente lo que estoy escribiendo. Si ni siquiera es escribir.
Así que me puse a buscar entre los papelitos que traía, a lo mejor anoté algo, ese método vano que uso como quien se ata un hilo alrededor del dedo para recordar algo al otro día y que ya intenté no sé cuántas veces sin éxito alguno, y por el cual termino sintiéndome doblemente idiota y además con un dedo casi engangrenado. De entre todos los papelitos que están esparcidos por el suelo de mi cocina, que saltaron de mi bolsillo como el payaso ese que me hacía morir de miedo cuando uno abría la cajita malvada aquella (sigo teniendo un miedo atroz a los payasos), ninguno me dice mucho. Están los que directamente no me sirven para un carajo, como las cuentas del supermercado, que igual reviso por si tienen aunque sea algún signo por algún lado, después están esos restos de papel con unos garabatos inentendibles, que son las pruebas de birome que hago cada tanto antes de escribir algo, sea una idea primigenia muy original y novedosa como la que me olvidé y estoy buscando entre papeles o simplemente la nueva lista de la compra o el teléfono de personas que conozco.
Mientras busco pienso en no pensar, a veces funciona. Pero es como con el personaje ese de Tolstoi, cuanto más intento sacarme la idea de la cabeza más se incrusta en ella, terca como una mula. Claro que la idea, cuando hablo de ella, viene a ser más o menos lo mismo que decir, qué sé yo, idea. Esas cuatro letras, porque de ahí no puedo pasar. Es como la tortura china de la gota que cae en la cabeza, una nada que te vuelve loco por repetición de nada. Igual nada es parte de la realidad, o su totalidad. Pero hoy no voy a entrar en disquisiciones filosóficas, bastante tengo entre no encontrar de lo que quería hablar mientras además me voy dando cuenta de a poquito de que después voy a tener que juntar cada uno de los dichosos papelitos. Es que después viene mi perro y se los engulle, no sé bien a santo de qué, porque está claro que no le gustan, y ya está en edad de saber que si lo hace es sólo para romper las paciencias, porque de cachorro ya no tiene nada el tipito.
Abatido por la angustia como por un disparo intento buscar cierto confort en la idea de que si era tan importante, pues ya me voy a acordar. Pero como de budismo no sé niente me refriego la pregunta por la cabeza y no me doy tregua, yo soy bien occidental, lo quiero todo y ahora. No puedo imaginarme qué es ser occidental, pero normalmente nadie cuestiona nada al respecto. Sobre todo los que no tienen idea alguna de geografía, porque la división viene a cuenta de cosas que están al este y al oeste de no se sabe qué diantres, y sin embargo, a nadie se le ocurre incluir a África, que está precisamente debajo de la central internacional de la cultura occidental. En una de esas las longitudes están torcidas y se dan la maña para eludir una buena masa de tierra. Pero bueno, será porque es un continente con mucha riqueza, que vale más subyugado y sin tener idea de qué es qué, y que desde la colonia no ha sido más que un gran laboratorio de los más grandes cerebros de ideólogos del mal que uno pueda imaginarse. Empezando por los mal llamados campos de concentración, esa aberración que sólo cobró vigencia cuando la sede central de la cultura occidental decidió aplicar el sistema; esto viene a ser, el mismo método, pero aun perfeccionado si ello es posible; dentro de la región que había dado a luz a semejantes luces con nombres como Bach, Kant, Goethe, Mann, y algunos nombres franceses también, y austriacos, y de otros lugares de cuyos nombres prefiero no hacer uso de memoria.
Me voy por la tangente, pero sólo como forma de ir al centro, al meollo del asunto, que le llaman. Qué palabra más horrenda, meo yo.
Dejo los papeles en el suelo, cierro la puerta del jardín, que el perro fuera bien se lama. Descorcho y me dejo llevar por las aguas del proceloso mar rojo, que no sé si serán afluentes del Estigia o del Leteo. A lo mejor son tan sólo el camino más corto para el hospital, si me pasa como la última vez que el tropezón tuvo la buena voluntad de darme la frente contra la punta de la mesa. Con un poco de suerte, los vapores me van a elevar y me van a depositar en el camastro, hasta que don despertador dé rienda suelta a las Erinias y me haga saltar como un gato que se cuelga de la araña para conducirlo a ese, el infierno tan temido. Y de ahí a comenzar, sin tiempo ya para pensar en buscar entre los cajones de la memoria, más bien como buen perro de Pavlov, correr al baño, preparar café, pensar en menos de dos minutos si la camisa blanca más nueva o la más vieja, y salir rajando para esa tediosa actividad que ataca mi creatividad como el reuma ataca a los viejos, salvo que a mí me ataca con o sin humedad, es más bien como un mazazo directo a la nariz, con sangre y todo saltando para todos lados, y después, con cara de payaso, vade retro patán (¿o era satán?).
Puedo también irme a la cama, y que con la ayuda de Orfeo me entretenga mientras alguna musa tenga a bien susurrarme los primeros cantos de lo que yo quería transformar en palabra escrita, pero entre unos y otros y la indecisión que seguramente tenga alguna raíz burocrática, seguro que voy a terminar durmiéndome como un tronco. Y por más freudiano que me ponga, yo ya sé cómo es al otro día, alcanza con que me acuerde para que lado de la cama me tengo que levantar, ni pensar en lo que hayan sido los sueños, y mucho menos interpretarlos. ¿Interpretar qué? No me jodan, si es sueño, es sueño, si uno lo recuerda, ya es una interpretación, y después viene otra interpretación. Demasiado rulo para mí, hay que pensar que me tengo que despertar demasiado temprano. Siempre es demasiado temprano para levantarse, y por sobre todo, para acostarse. El asunto es que me pongo un poco eléata y digo que el sueño es sueño, y el no sueño no sueño. Pero eso es parte de la gracia magna, o la Magna Grecia, muy lejos del Asia Menor, que paradójicamente diera tipos tan grandes, aunque a veces por mirar las estrellas se dieran de bruces contra el suelo.
Yo no sé si alguno de ustedes tiene idea del sufrimiento por el que estoy atravesando. Espero que no se ofendan si los trato de ustedes, me refiero al uso de la segunda persona plural formal (sí, es formal). Es que no tengo ni la más pálida idea de cuántos ojos se puedan posar sobre esto que no es un texto, porque lo que de veras quiero escribir está oculto bajo alguna bendita y grisácea piedra de mi cerebro, alguna piedra que se debe estar desternillando de la risa y yo no me puedo dar cuenta, porque su silueta se muestra igual de quietecita que siempre. Igual uso el singular, porque de todos modos me hago la idea de que debe ser medio difícil que más de un par de ojos se dediquen al mismo tiempo a leer lo mismo, en el mismo momento y en el mismo lugar. A lo mejor sí. Son las maravillas de la tecnología moderna. Pero por otro lado, si uso el singular, sería una forma más inclusiva de hacer sentir a los lectores (¿habrá alguno? Y, de haber alguno, ¿habrá llegado hasta acá?), algo más cercano, incluso el vos no estaría nada mal, aunque eso podría llevar a más de uno (si hay uno, hay dos, y eso es más de uno) a pensar que en realidad no es tan así eso de no ser de ningún lado, pero queridos (y queridas), una cosa es el lenguaje, y otra muy distinta es el uso del lenguaje. Bueno, en definitiva: Yo no sé si tenés idea del sufrimiento por el que estoy atravesando. Sí, te hablo a vos. ¿Alguna vez intentaste escribir algo? No una esquela, sino algo con sentido, con forma y contenido, algo bonito aún cuando las palabras fueran espantosas o al revés, algo que pensaras que fuera digno de leer en, digamos, quinientos años. Y que como no tenés nada a mano para metabolizar la genial idea en el momento en que el rayo te pincha la cabeza, porque estás en la calle, no tenés ni una bic ni un papelito arrugado en el bolsillo, y encima es tarde, llueve, todo está cerrado y tenés como veinte minutos de caminata sin resguardo alguno, cuando llegás a tu casa, desesperado, lo primero que hacés es tratar de sacarte el agua y la murria de encima, te secás, te abrigás, y a lo largo de todo el proceso te acordás de los nombres de todos los dioses griegos de los que nunca te acordarías si alguien sencillamente te preguntara, y al final, cuando refritaste la comida del día anterior, te sentás a la mesa, das el primer bocado y te limpiás la boca con el revés de la mano, en ese rumiante momento tu cabeza comienza a rumiar que te estás olvidando de algo, de la gran idea, de la que te va a sacar de la cloaca miserable que es tu vida, pero no te podés acordar de ningún modo, y te atragantás, y tomás a discreción agua, té, café, vino, pero nada, cada vez es peor, y ya te imaginás loco antes de serlo, que va, ya te diagnosticás de hecho y te das vos mismo la receta, que no sirve para nada porque tu cabeza va del hueco donde se supone que está la idea, más bien ya la tumba de la idea, con su lápida y las flores alrededor y todo, y vos mismo, con la barba de trescientos días y el salto de cama más que puesto enrollado de algún modo alrededor del cuerpo, yendo y viniendo, trazando surcos en el parquet y haciendo oídos sordos al palo de escoba de la vecina de abajo que no se cansa a su vez de protestar por el susurro de tus pantuflas indigentes a intempestivas horas de la madrugada. Sí, yo sé que vos sabés de qué hablo. Ambos sabemos. Entonces sabés que la estoy pasando mal. Que siento cómo los huesos crecen como enredaderas y se atenazan en torno a mis músculos, los asfixian, los hacen explotar, que se me saltan por los orificios de las orejas, de las narices, de la uretra, del culo, me salen por todos lados y me exterminan, me convierto en un animal que se devora a sí mismo. Es como el cuadro de Goya, como si Saturno no se comiera a sus hijos, sino a sí mismo, eso sí, pintadito tal cual por el mismísimo Goya, porque para estas lides otro no vale.
Increíblemente, me acordé de lo que quería escribir. Pero ahora está tan mediatizado por todas las líneas que acabo de implantar en mi cerebro; y en tu cerebro querido y/o querida lector/a, pues nunca me olvido de vos; ya soy tan otro gracias a la mera acumulación de tiempo aunque no de espacio porque juro que en momento alguno me moví de esta bendita silla desde la que tecleo pero que no deja de sumar puntos para diferenciarme fenomenológicamente del que en algún momento fui y ya no soy ni nunca seré, que ya la idea, la maravillosa idea, ese momento sin parangón no ya en la historia de las ideas sino de la literatura, la voy a apuntar en mi bloc de notas, para que la dicha y la fortuna de la inmortalidad me lleguen en, digamos, quinientos años. No, mejor aun, la voy a ocultar bien, para que no la encuentren antes de mil quinientos años, así al menos será, espero, tema digno de estudio de algún ingenuo y quizá no del todo desorientado estudiante de arqueología.

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