24/10/10

Ficción y fricción


Quedo desconcertado, mi cuerpo se encorva, adopta la forma de un signo mamífero de interrogación, a veces inicial, otras tantas final, como si practicara diferentes posturas de yoga. La pregunta es vieja, y la respuesta una nueva pregunta perenne. No puedo decidirme y afirmar eso es la realidad. Sólo sé que también adopta formas diferentes, que cambia y me cambia y que ambos nos cambiamos, incluso que nos intercambiamos. Otras tantas veces es simplemente como si leyéramos a dúo las primeras páginas de aquellos Motivos de Proteo, de cierto escritor que rodaba por las calles de Montevideo con su gesto adusto y distante.
Lejos de la intelectualidad es donde me siento mejor resguardado. Lejos de las tormentas lógicas, de los argumentos palaciegos, de las citas nada románticas, de los circunloquios rimbombantes y de los pájaros que te cagan en la cabeza. La mayor parte del transcurrir no es otra cosa que mi rostro contra el pavimento, arrastrado por la masa, atado a un burro que corre enajenado porque le han encendido fuego el rabo, llevado a empellones como un muñeco diseñado para exorcizar algún mal que aqueja al conjunto, sí, mi rostro arrastrándose contra el cemento, calentándose, derritiéndose, perdiendo su forma si es que alguna tenía, convirtiéndose en cera caliente, mezclándose con mis pelos, llegando al hueso y dejando que éstos se conviertan en polvo. Eso es la realidad. Pura fricción, una alta temperatura en crecimiento que me abrasa, me licua. A veces. Es una imagen en movimiento, una película. Y si no es movimiento, si la imagen es tan sólo una fotografía, el cemento permanece bajo mi mejilla derecha, pero no en el futuro, sino en mi presente, es mi rostro bajo una bota que se apoya con fuerza inimaginable y aplasta mis cabellos, hace salir pus por mis orejas, asfixia mi cerebro, hace saltar mis ojos y mi lengua se exhibe loca como un cucú desesperado.
Estoy en el metro, bajo todas esas escaleras mecánicas, hasta que constato que la línea que necesito tomar acaba de pasar; sí, hasta veo la parte trasera saludando al comienzo del túnel aún en señal de irónica despedida; entonces observo la pantalla informativa y constato cuántos minutos me separan del próximo tren. Me siento, decidiendo sin decidir realmente; como si fuera algo tan rutinario como dirimir entre ir al baño en el primer momento que sentimos la necesidad, o aguantarnos un poco; si tomar el libro que tengo marcado en la página tal, o conectar mis oídos a la música. Opto por lo segundo, fabrico un muro de sonido, y ahí siguen las cosas, como antes, pero al mismo tiempo como más lejos, como si pudiera verlas a través de la caída de agua de las cataratas, aunque con más nitidez, sepultadas bajo el peso de la música, ahí continúan las cosas, los avisos, algún ratón travieso que juguetea ahí donde el andén, las personas, los tacos de alguna chica que se escuchan como si pisaran en otra estación de metro y el túnel trajera un eco cansado, la mugre dentro y fuera de los basureros, las luces artificiales, las columnas, el tren que pasa en dirección contraria. Todo está ahí, pero podría ser un cuadro de Manet, una película de Tarkovski, un experimento en un laboratorio, una nube enojada, cualquier cosa. La resemblanza con un sueño puede resultar repetida, pero así es como todo aparece tras el caos en aumento y los ritmos cada vez más estridentes de The National Anthem de Radiohead. Todo el mundo está tan cerca. Esperando, esperando. Pero entonces y por algún motivo que no me interesa conocer las notas salen disparadas, rebotan contra las paredes, el techo, el suelo, nacen en mis auriculares y como flechas se clavan en las personas, imagino escenas salidas del Acorazado Potemkin, pero simultáneamente nada, todo sigue igual, en apariencia, y la trompeta se sale de quicio, mientras mi cuerpo está sumido en la más profunda apacibilidad, casi como dormido, en trance, o muerto. Encuentro algo patético en eso, pero mi inmutabilidad se mantiene así, empedernida, orgullosa, pasivamente agresiva, con los ojos perdidos en la pared que alguien construyó enfrente de mí. Y entonces llega el tren, y la realidad se va, como si entre ambos hubiera existido previamente un pacto secreto.
Nunca un beso puede ser algo más real. Un verdadero beso es un acto de redención, de reconciliación con la tragedia de existir. El acto de cuatro labios y dos lenguas que se traban en una pacífica batalla lejos de ser sensual, forma el único tentáculo que me une a la realidad, y sin embargo, la sensación es de irrealidad, de no estar, o más bien, de estar en otro lado, incrédulo ante el momento mágico, el milagro de que la materia y la no-materia puedan interactuar sin preguntarse qué es qué ni quién es quién, sin fragmentaciones, en perfecta sintonía, entendiendo que el nombre universo no es casual y que todo cohabita. Y los efectos opiáceos se esparcen por mi cuerpo, y me hacen olvidar las preguntas. O tal vez es un momento de sabiduría en el que por ello mismo no hay que postular ninguna, porque todo está claro, en orden, más allá de la neurosis racional. Así se convierte en una droga a la que hay que volver, cada vez con más frecuencia, en dosis más grandes, más intensas, hasta llegar al dolor, a la sangre que brota, y provocar la herida para repetir el placer. Pero para entonces ya no son besos, sino mordidas. Y los labios se transforman en salvajes fauces que procuran sangre y se relamen ante su solo aroma, como un lobo que acecha entre las nieves del bosque. Entonces todo está perdido, porque el lobo carga las pieles del asesino, cuando es una pobre víctima solitaria.
Estoy en casa, la página blanca ante mí como un océano en el que ineluctablemente voy a ahogarme. Me doy, quiero creer, a la ficción, de otra manera mi destino es el hospicio, el asilo como tiernamente llaman en inglés, el psiquiátrico. Y me digo que todo es un invento y el resto una excusa para convertir ocurrencias en palabra escrita. Todo queda moldeado por las líneas del alfabeto, por sus contornos, por las rectas, por los puntos y la falta de signos de exclamación. Una vez que lo veo inscrito, ya no sé qué pertenece a qué. A mí no, desde luego. O sí. La confusión me lleva a evitar el sueño y las multitudes, a no tomar el metro, a pretender que no poseo boca, a no sentarme ante el teclado. Acompañando el movimiento escucho una voz que me dice que todo es una fantasía.

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