1/10/10

La destrucción de las palabras II - El Túnel


No, no soy Juan Pablo Castel. Y no, no maté a nadie. Al menos que yo sepa. Aunque todos cargamos con alguna muerte, por pequeña que sea. No, no soy el personaje de ese, mi gran autor. Pero la palabra es la misma, aunque tenga un significado diferente. Eso no la vuelve especial.
El túnel, hoy, es lectura, es un tubo cuyas paredes están forradas de historias por el que me escapo como quien ha visto al diablo (y decide huir, están aquellos que se sienten cómodos en su compañía, aunque luego paguen el precio de dejarse dibujar un collar por la guadaña), y esas historias están diseñadas como caminos de letras hormigas que sigo con mi lente de aumento, a veces deformadas por el capricho de la vela que ilumina mi movimiento.
Es evasión, una especie rara de ella, porque funciona como un opioide que me permite tomar un descanso entre un enfrentamiento y otro de la realidad. Es dolofina, un bello nombre que no hace honor a su origen, porque no pone fin a dolor alguno, en todo caso, como en el intermedio de una obra de teatro, deja todo tras el telón, pero sólo por un rato. Es un antídoto contra la muerte, contra la muerte prematura y momentánea, no la definitiva, esa viene un día y en todo caso te permite jugarle una partida de ajedrez durante un par de noches escondidas tras el humo de cigarros y los vapores de algún brebaje.
Viajo en el tiempo, tengo aventuras, estoy encerrado en casa, sufro enfermedades, me hieren o me apuñalan, yo hago lo propio, o me meto en historias sin argumento o contadas a varias voces, naufrago y me convierto en caníbal o un viernes salvo a uno de ser degustado por fauces humanas, me despierto sin habla y me dejo someter a investigaciones que me convierten en un mentiroso empedernido que termina suicidándose, izo la velas y hundo mi barco entre cruceros ingleses frente a la bahía de Montevideo, o desde el proceloso mar me dejo engañar por las falsas señales emitidas por algún astuto de Punta Ballena que me hace encallar y al que luego invito a escribir sobre gauchos, me trenzo en intestinas batallas donde los malos siempre llevan uniforme de colores gastados de tanto infligir dolor sobre vidas ajenas en aras de defender alguna de las miles concepciones de la paz, cada tanto aparece algún pirata con un parche en un ojo o una pata de palo o las dos cosas más un simpático papagayo en el hombro que no juega a ser conciencia alguna, viajo en el Orient Express pero soy inocente, me doy al alcohol y por algún mecanismo desconocido me redimo, soy uno de los hermanos que mata y uno de los que muere, hablo con fantasmas, que es decir que hablo conmigo mismo, atravieso Europa en el año 1942 y descubro el color que el infierno me escondiera, me tiro en el diván y cuento lo que me pasó y lo que creo que me pasó y lo que creo que creo que me pasó, me dejo arrastrar por una pasión, que a veces es eso y es mucho decir, pero que en exceso es una enfermedad más, o a veces no le hago caso y me quedo mordiendo el labio inferior hasta que la última gota de sangre se desprende de él, me subo a algún verso y me doy contra alguna nube que esconde alguna flecha que me devuelve a alguna de las tierras posibles y desde allí descubro que no hay un infierno, sino muchos, y que cada uno lo plasma como una especie de sala 101 a la carta, y que rodeando el infinito muro que los agrupa nunca podré identificar a ninguno o dará con el Ur-ur-infierno, algo así como el horno de la pizzería de la esquina un sábado por la noche.
El túnel es para mí una cueva en la que me escabullo para sobrevivir al invierno, ese lento otoño que no te mata de frío sino de aburrimiento en cámara lenta con hojas que nunca terminan de caer y donde el viento sopla viejas melodías inentendibles para mis oídos ya civilizados de una vez y para siempre. Tiene tapa y contratapa pero yo me quedo en la tierra intermedia, allí donde se puede escuchar la respiración de los seres que la habitan, con nombres nórdicos o ballenas que nadan por los siete mares para esquivar un arpón furibundo.
También es la cloaca donde me enfrento a mi propia inmundicia, y a veces también a la de los demás, o a la inversa. Todo huele a pútrido, a esfínteres descontrolados, a ganas de barrer debajo de la alfombra cuando no hay alfombra alguna. A cáncer y a célula en descomposición y a tu dieta al ajillo. O sencillamente a tiempo que pasa, que a veces corroe todo como al barco hundido en las arenas de la orilla del océano, y otras deja nada más que eso, olor a viejo, esa cosa indescriptible que se te va metiendo con los años en las manos, en la boca, en los ojos, en todas las partes del cuerpo hasta dejarte insensible a cualquier aroma funesto. Olor a cólera y a fiebre amarilla salida de un cuadro mural. Podredumbre sin spleen y sin opio ya porque el crédito llegó más allá del límite y después se paga con el cuerpo, o la dosis cumplió su misión, o tal vez la trastienda de la tintorería china ya cierra por hoy sus puertas.
Me escabullo en el rincón más oscuro del oído, el más oscuro, allí donde ya no hay nada para ver y todo es sonido, incluso el silencio, que a veces habla más nítido que el lenguaje mismo. Ese lugar donde habitan los secretos y donde no existe la innecesaria moral porque la realidad es un eco muy lejano, y donde pese al azabache que todo lo pinta puedo ver sin rubor alguno como tus dedos se mueven suave y lentamente siguiendo un movimiento circular, o a veces son mis propios dedos que lo hacen mientras tu mano se cierra sobre mí y comienza a mecerse como si fuera un péndulo cuya curva fuera vertical, e intuyo que estamos frente a frente con miradas que se atraviesan, extáticos, como si el tiempo fuera tan sólo eso, movimiento y gritos y muerte y renacimiento.
Y entonces puede que sí sea Juan Pablo Castel, y que sí, que haya asesinado a María Iribarne. Eso no lo sé, sólo puedo decir que me trepo a otro libro para poder escaparme de la ficción. Y funciona. Porque ahora estoy del otro lado. Más allá de la ficción y de la realidad.

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