17/10/10

Especulaciones dominicales


Quiero morir. ¿Cuántas veces escuché quiero vivir? Pues yo quiero morir. Eso no significa acá, ya y ahora, hic et nunc. Para nada. Quiero vivir. La repetición de ese deseo estereotipado que sólo esconde una vida angustiada, repetitiva, sepultada tras innumerables represiones, aburrida en suma, como si vida significara algo más que meter y sacar aire de los pulmones, como si se tratase de una serie de aventuras dignas de ser contadas, una mezcla de sudor, adrenalina, pasión, erotismo.
Yo quiero morir, tranquilamente, ver y sentir cómo se deshidratan mis poros, ver cómo encanece cada una de mis células, cómo crecen los pelos anárquicos por los orificios de los oídos, por las narinas, en los nudillos. Quiero experimentar el contraste creciente entre mi lentitud de desplazamiento con la dinámica del entorno. Quiero averiguar si realmente seré capaz de formular mejores preguntas, o formularlas de un modo mejor, ya que de las respuestas no me hago esperanza alguna. Quiero averiguar cuál será el tono que adquiera mi pelo, si será plateado o simplemente gris, como lo estela que dejará tras de sí mi andar.
Quiero saber si es posible percibir el entumecimiento de los miembros, el cansancio de los años clavado entre las costillas, la putrefacción de los órganos, el desecamiento de las entrañas, el bombear atrofiado del corazón, la escasez de aire para el cerebro.
Quiero que me dejen de joder con la vida, esa cosa que ya no tiene sentido, ese pulgar que sólo busca presionarlo todo, oprimirlo todo, incluido especialmente al que está al lado. Y que me dejen en paz con los grandes sueños, preanuncio de grandes tormentas pesadillescas, porque la vida es mucho más lo que no hacemos que lo que hacemos. Vivimos bajo el peso del subjuntivo, asfixiados por él, estrangulados por él, hasta que un día uno de los dos se cansa y cede.
Basta de miedo a la muerte, único reducto real una vez que alguien decide ponernos sobre la tierra. Basta de buscar significado, porque no lo hay. Basta de engaños, de mirar para todos lados. Basta de excusas y de subterfugios. Basta de solipsismo y de hipocondría. Si querés una explicación, alcanza con separar las pieles que te unen al cuerpo, a la altura de los pulmones, tirar hacia los lados, separar los huesos que conforman tu torso, y allí, entre las sombras sangrientas que conforman tu yo más íntimo, vas a encontrar algo. Escondido entre cartílagos, entre hebras de sangre que llevan y traen tus glóbulos rojos y blancos coagulados, entre el andamiaje que te mantiene erguido, en algún punto cercano a esas alforjas moradas que ingieren y expulsan aire. Pero no te animás, tus dedos no se atreven a convertirse en estiletes, en bisturís, en equipo de cirugía sin anestesia. Encontrarse con algo propio, no ya con uno mismo, es doloroso, es la parte de la imagen que no nos ofrece el espejo, la parte que no queremos ver, la parte para la que necesitamos anestesia general mientras estamos escondidos tras una máscara y no somos capaces de percibir las luces cegadoras del quirófano. Para entrar en tu yo, necesitás hacer una representación, la performance de tu muerte. Y ni siquiera lo podés hacer solo, necesitás un corso a tu alrededor. Necesitás los nervios, alguna lágrima, tristeza, búsqueda de palabras no dichas por falta de valor o por exceso de soberbia, presión de manos ajenas sobre tus muñecas en señal de afecto falso o verdadero. Y mientras esa muerte fingida es una preparación para la verdadera, sentís que eso es vida. Una pequeña marca en la existencia de los demás. Esperanza vana, una memoria que será borrada una vez que los demás; esos mismos que aprietan tus muñecas porque ya lo adivinan; también se extingan.

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