12/12/10

Caminos en la nieve (II)


No sé muy bien dónde está. Puede que en Malasia. No lo sé, y es igual. Yo estoy en otro lado, pero me siento escindido, amputado como si se tratara de un brazo o una pierna, o de un órgano. Quizá por eso camino sin percatarme muy bien de las cosas, aturdido por extrañar la parte de mí extirpada, sin acostumbrarme a su ausencia. Es una parte de mi cabeza, no un lugar concreto, a lo mejor a alguno le da por llamarle, qué sé yo, la glándula pineal. Puede que sea algo parecido, porque la nostalgia no sólo ataca a mi alma, sino también a mi cuerpo.
Camino como ciego por la ciudad, entre desconocidos. Los más temibles son los sonrientes, los que hasta te hacen creer que podés contar con ellos, que están de tu lado, que sólo piensan en tu bienestar, esos lobos con piel de cordero.
Busco con mis manos esa parte que me falta y que de todos modos sé que no voy a encontrar, parezco alguien que ha perdido la billetera y palpa todo bolsillo posible, con cara abstraída y ojos que denotan calcular qué había dentro, documentos personales, dinero, tarjetas de crédito, algún número de teléfono importante.
Me ocupo y me entierro vivo en preocupaciones, para evitar tener que pensar mucho en ello, en la falta, en lo que no está y que me obliga a preguntarme si soy lo que soy precisamente porque no está. Intento jugar con la idea de que nunca lo tuve, de que soy así. A lo mejor todos son así. Todas también. Me siento incompleto, fallado y consciente de la falla. Suficiente para crear la idea de perfección, de la felicidad absoluta, esos estadios de la imbecilidad total. Algo parecido a la imperfección y a la infelicidad después de todo, pues me parece ver que estas no faltan en ningún lado, y la imbecilidad goza de perfecta y ubicua salud. Pululan como las quimeras, esos bichos hermosos que todo el mundo confunde con sueños irrealizables, con ilusiones y con oasis en medio del desierto. Juegan a ir de a tres, ese número que lleva título de confirmación, y que es la fantasía de tantas mentes masculinas.
Me lanzo a las calles, ya no a buscar, sino a ser encontrado. La nieve ya ha comenzado, y el viento permanece, único signo de que tal vez en algún momento exista una forma de la primavera. Con el soplo en contra los copos se incrustan en mi rostro, se golpean contra mis ojos, se clavan como malvaviscos en mis pestañas, y me obligan a progresar a ciegas por el camino cada vez más blanco, acuoso. La fisonomía sepultada bajo la capa blanca que me hace pensar en algún cuento de Chéjov, aunque no tengo idea de por qué, quizá por el halo melancólico que la escena sugiere.
Las luces parecen brillar detrás de pesados cortinados, como si todo fuera un teatro. Pero no sé de qué lado del telón me toca moverme. Paro un momento para tratar de dilucidar esta especie de malentendido, pero lo que es ya el comienzo de una tormenta de nieve se ensaña y me obliga a retomar el camino.
Busco un bar y me meto en el primero que encuentro, pero lo abandono por semivacío, odio los bares vacíos por hacerme pensar que estoy en el living de mi casa acompañado de un barman anónimo; pero más me molestan los semivacíos porque siento los ojos escrutadores como avispas que pinchan cada movimiento y cada gesto que hago. Prefiero que estén casi llenos, quiero ahogarme en el anonimato, en esa posibilidad que la multitud ofrece de disfrutar de la más absoluta soledad, donde los diálogos son un insulto a la razón y los ojos están hechos para no mirar, como Edipos multiplicados luego de desangrarse tras arrancárselos. Al nuevo intento doy con el bar que aparece en su majestuosa realidad, es un microcosmos que me enseña cómo es nuestra vida a través de los espejos que revisten las paredes pero que no son otra cosa que televisores que proyectan el programa de las cadavéricas almas en pena, todo dicho a través de vasos de pesado fondo que se deslizan por la barra y por los codos que efectúan una estudiada coreografía mientras empujan hasta la última gota del trago y la vierten en la garganta que devora las llamas del alcohol mientras el estómago espera reconfortarse como si de una estufa a leña se tratara y estuviéramos a su calor buscando la solución a todo y a nada en alguna página impresa con caracteres rústicos mientras recostados en nuestro sillón preferido, ese sobre el cual nos pegaríamos el tiro de gracia llegado el momento. Estando en el bar me veo sobre ese sillón, los colores cálidos que hasta casi repiten el crepitar del inquieto fuego reflejados en la piedra de las paredes de la habitación, las sombras móviles que parecen ejecutar una danza macabra, los ojos vidriosos todavía buscando eso que me falta, eso que siento que perdí, que no puedo precisar qué tan corpóreo o anímico sea pero que de cualquier modo le asigno una forma pues así de limitado soy, eso que sueño que alguna vez tuve, quizá en la infancia, cuando todavía era un animalito que no guardaba memorias y no tenía que pensar en una frase latina, porque la realidad era eso, en sí, un disfrutar del momento, el momento perpetuo, sin antes y sin después. Aunque hubiera golpes, y sobre todo traumas, los que hoy me dicen quién soy, con nombre y apellido.
Regreso a la inhóspita calle como un huracán, ingenuamente jugueteo con la idea de formar una tormenta perfecta, pero la personalidad de mi contrincante pronto me pone en mi lugar, en una lección de menos de un segundo me recuerda cuál es la proporción entre mi figura y las fuerzas de la naturaleza, y con toda la amabilidad que le es posible me indica el camino a casa. Esa gran superficie de plomo que es el cielo y que está casi a la altura de mi cabeza arroja inclementemente sus proyectiles nevados, al tiempo que mis pies se hunden al igual que mis expectativas en la masa helada que entorpece mis pasos.
El frío circundante y el silbido del aire semejante al canto de enloquecedoras sirenas que tiran con agujas de mis orejas colocan en mi cabeza la idea de que dejar el bar fue una tontería, pero ya es tarde para pensar en ello y es tarde de cualquier modo, si dicha noción existe, y hago caso omiso a cualquier idea, incluso a la del refugio que me espera. Lentamente, sin embargo me muevo. Como si mi cerebro se hubiera congelado, las ideas que ultrajaran mi posible tranquilidad quedan suspendidas en el aire, como cubos de hielo en el ingrávido espacio. Eso no quiere decir que no vengan nuevas, renovados golpes a mi debilitado espíritu. Espero, en todo caso, que el frío invierno de mi descontento, se vuelva pronto glorioso sol del verano de alguna parte en la que yo esté.

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