5/12/10

Caminos en la nieve


La nieve. La zona urbana se convierte en un lodazal, jaspeado gris, marrón, cada vez menos blanco. Los pies se hunden al caminar sobre ese sorbete informe y de mal aspecto, y probablemente de peor sabor.
Los vehículos parecen lanchas fuera de borda, lanzando indiscriminada y rabiosamente la nieve a su paso, dejando detrás un surco negro como señal de que aún existe el asfalto.
No tengo más remedio que aventurarme y salir a la calle, transitar como un ser entumecido más, el gorro calado hasta los lados de la garganta, la ropa como capas de cebolla, las manos enguantadas escondidas en los bolsillos. Mi sobretodo, mi propia imagen vista desde frente y a cierta distancia, los tonos grises que inundan todo, me hacen recordar esa foto de Helnwein que retratara a James Dean, y digo sólo la foto, y exceptúo el cigarrillo que cuelga de entre los labios del ícono.
Hago mis deberes sociales, no importa ahora cuáles, los de turno, y después quiero algo en retribución, un plus que haga valer la pena tener que efectuar el sacrificio de tantos minutos para vestirse, de tanto esfuerzo para mover los pies entre tanta dificultad, de que mi roja nariz sienta que su congelamiento no fue en vano. Así que tomo ese camino que me aleja de las calles transitadas, que me acerca al parque con su riachuelo de cubitos de hielo.
Cuando los ruidos urbanos se van alejando, el clima se vuelve más agradable. La nieve inventa un aire límpido por el que el sonido viaja de un modo diferente, como si se generara un vacío y cada movimiento de la naturaleza fuera percibido por los oídos de una forma diferente, más lenta, precisa, independiente. Mis pasos hacen crujir la superficie ondulada e imperfecta, y cada grano que se desploma bajo mis pies emite un gemido que llega hasta mí como si fuera una parte de mí, como si todo sucediera dentro mío, y así con todo lo que puedo ir escuchando a mi paso, el distante canto de un pájaro, el movimiento de las ramas de los árboles, el grito alegre de un niño lejano, el graznar de un cuervo invisible para mis ojos.
El aire que despido se vuelve más denso, la respiración se hace un fuelle que vuelve tangible lo que mis pulmones expulsan, y puedo tocarlo como si se tratara de un resto arcaico que me hubiera abandonado, y cuyas formas podría interpretar como si fueran no otra cosa que bajas nubes o dibujos realizados por un fumador empeñado en trazar figuras con el humo.
A medida que me alejo de la urbe todo se va volviendo más blanco, más silencioso, más lunar. La última nieve, una capa interminable de blanca seda todavía inmaculada, se transforma en territorio virgen. Esto es lo más atractivo y misterioso. Este es para mí el secreto de la nieve. Otorgar la posibilidad de pisar algo por vez primera, de jugar a ser un descubridor, de que cada uno de mis pasos sea como una pisada de astronauta. Internarse en el bosque es adentrarse también en uno mismo, solo, en medio de una especie de nada, un piélago que se presenta en toda su desmesura, que si quiere puede aplastarnos con su pulgar o sepultarnos con alguno de sus rugidos cargados de una mezcla de árbol y tormenta de nieve. Es materializar al lobo en una estepa varios grados bajo cero. Es esperar a que caigan nuevas nieves y escondan el camino de regreso, para que éste sea un nuevo camino a su vez, un sendero nunca transitado siquiera por mí.
Continúo internándome en lo que ahora sólo puedo adivinar es un bosque a mi alrededor, tanta blancura es como el negativo de la noche y nada se distingue ya de nada, pensando en los recorridos que tantas veces escuché han resultado en fuente de inspiración, de revelación, al igual que las dunas del desierto. Un gato casualmente blanco aparece ante mí, lo adivino a través de sus destellantes ojos interrogativos, queda petrificado ante mí en esa postura característica, no al acecho, sino a la espera de adivinar mis intenciones. Como si leyera mi pasado y mi futuro al unísono parece haber detectado la ausencia de peligro, y con total parsimonia reanuda indiferente su andar, como si yo no existiera.
Después de tantos minutos y paradójicamente a lo que se pudiera pensar, el frío inicial que supone pasar de una atmósfera cálida como la de la casa a una gélida como la que me acompaña desde que abandoné la puerta de mi edificio, se ha ido transformando en una sensación inmune a la baja temperatura. Como el estado afiebrado que antecede a una enfermedad o que acompaña a un acto creativo, siento como si hubiera bebido un licor que ha templado mis venas y mis arterias, que les ha inyectado una suerte de alegría infantil. Quizá todo sea producto de mi imaginación, y el frío haya mermado como de costumbre no sólo mi sensibilidad corporal, sino también intelectual. Pero de cualquier modo, adormecido o no, la sensación es agradable y no importa si lo que tengo delante es a la muerte blanca.
Entonces me detengo, hago un giro completo, y excepto por algunas marcas negras que entiendo deben ser los troncos de los árboles, me doy cuenta de que estoy definitivamente solo, de que si quisiera podría sentarme sobre la nieve y dejar que el clima decidiera mi destino, hasta que algún desprevenido o el deshielo me señalaran. Pero con mis ropas oscuras me siento como una mancha en el paisaje, como el objeto que desentona y está fuera de lugar, como un invitado que es aceptado a la fuerza, más extraño aun porque mis huellas han sido borradas silenciosamente y nada hay que me ate a lo que está en cualquiera de las direcciones posibles.
Comienzo lo que creo es el camino inverso, un nuevo itinerario por senderos nunca antes profanados, con nuevas formas de crujir bajo mis pies, con nuevos dibujos a fuerza de pulmón, con nuevas ideas que sólo el andar solitario puede despertar. Me dirijo a la otra parte placentera de una salida invernal. El que termina con desarmar la madeja de prendas que me cubren, el de la calefacción y los colores cálidos de la luz casera, el que me sirve una taza de té tan caliente y humeante como exótico y un poco de pan untado de manteca y mermelada, el que me recuesta cómodamente sobre el sillón, me cubre con una manta de lana a cuadros y me acerca el libro que comenzaré a leer y que al día siguiente encontraré enredado en mi pulóver abierto en alguna página que seguramente no ha de ser la que estaba leyendo.

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