17/9/11

La cosa de las naturalezas

Como dos manos con los dedos abiertos así se van acercando las nubes para luego ir trenzando sus grises dedos hasta hacer desaparecer el sol a la vista de los ojos. La tarde lo secuestra y preanuncia los sonidos nocturnos iluminados de rebote por el astro que juega a ser el espejo de los sueños, con sus diferentes fases, sus diferentes ánimos y sus diferentes juegos, como cuando se disfraza de queso.
Cada acercamiento a la naturaleza pone de alguna cierta manera en entredicho la necesidad y hasta la obligación de tanta civilización. Un simple paseo al bosque puede ser suficiente. Cuando se tercia por los beneficios de la vida moderna, parecería que la única forma de verla es como una esfera hermética que excluye toda alternativa de dejar algunos elementos y tomar otros, como si fuera necesaria la emancipación de la mujer en relación directa a la bomba de Hiroshima, como si el sufragio universal fuera únicamente posible gracias al Gulag, o poder disfrutar de café nicaragüense en las mañanas europeas se correspondiera incondicionalmente con los campos de la muerte de Camboya.
Irse el sol por estos lares es la más de las veces un anuncio de la lluvia que caerá, y a veces ni siquiera tanto, porque como desafiando todo aprendizaje escolar, a veces hasta se diría que llueve desde el sol mismo, sabiendo claro que es alguna nubecilla rebelde, que seguramente explota su complejo de inferioridad ante tanta inmensidad y deja caer su artillería combinada de dos partes de hidrógeno por una de oxígeno. Eso significa que siempre hay que estar alerta, lentes de sol y paraguas en mano, aunque el último bien pueda oficiar de parasol en más de alguna ocasión.
Mientras emprendo el regreso de esa vuelta tan asociada al fin de semana, diario, croissant, pan que acompañarán alguna bebida humeante en la mañana del domingo, voy notando el cambio en los sonidos que acompañan el oscurecimiento del día. El tránsito es más espaciado y se deja escuchar desde más lejos, como si trazara una línea susurrante de sonido, mientras las exclamaciones de algarabía infantiles muchas veces seguidas de amonestaciones paternas se enrocan con otras familias de sonidos que no siempre son iguales, alguna risa ya teñida por alguna influencia del alcohol, pequeños grupos de tacos que militarmente denuncian que la fiesta es en algún lugar, alguna botella que estalla deliberadamente contra el asfalto, y hasta los propios sonidos personales se hacen acuciantes, la respiración, la música, cerrar una puerta, invitando todo al sigilo, o no, meditando la forma de enfrentar a las estrellas que visibles o no comienzan a dibujarse en eso que antes llamaban el firmamento y ahora es una cosa tan aburrida como el espacio exterior.
Los temas más importantes, lejos de estar cerrados, se mantienen poderosamente abiertos, y seguramente de allí la gran indiferencia que se le dispensan. Hace unos doscientos años hubo una revuelta contra los engaños del llamado progreso. A la vuelta del romanticismo una mujer dibujó a la creación de un tal doctor Frankenstein. Hoy ese dibujo es real y existe. Somos nosotros, no ya alejados de la vida de la naturaleza, sino como agotados y sumisos ante esa maquinaria material y virtual en que nos encontramos, la mar de las veces llamada sistema. Cada día más artificiales creemos ir en pos de la perfección de una idea de lo humano, mientras caminamos irreductiblemente a la esclavización de nuestro propio e incontrolable engendro.
La sospecha, que tiene a tres grandes maestros como sus representantes, puede ser sana hasta que los límites se mezclan con los del mismo universo, y entonces la única salida es absorber esa intersección indescifrable y pasarse los últimos diez años de vida encerrado en un manicomio. Es el momento en que caen las puertas de la percepción y la comprensión es tan grande que es imposible transformarla en palabras. La experiencia se vuelve intransferible de un modo que ninguna otra puede hacerlo y nos destroza porque está en nosotros pero no es lenguaje y no podrá serlo. Nos transformamos en un agujero negro, un vórtice punto de fuga al que todo conduce, y cuando los demás lo notan, el único destino es el encierro, porque esa herramienta antigua que era el destierro no es ya posible. Cuando camino entre árboles comienzo a preguntarme si son realmente árboles y cómo llegan a serlo. El verde de una ciudad es como una suerte de amuleto que representa los oasis de salud que alberga un montón de cemento y de alienación con horario, como si fueran dos universos paralelos, y hasta cierto punto lo son, pero quizá no sea oro todo lo que brilla. Imagino todo ese follaje alimentándose y sólo veo restos urbanos que hasta caen desde los cielos cuando los aviones vuelan sobre los parques. Los deshechos químicos, la contaminación ambiental, los residuos de todo tipo y color que hasta el visitante distraído les deja como al pasar, es la comida de eso que nos gusta llamar los pulmones de la ciudad. En ese caso quizá más se parezcan a esas publicidades modernas de cigarrillos con los órganos respiratorios cancerosos.
Doy con mi habitación, dejo el diario que me mancha los dedos de tinta junto a todo lo demás y trato de recordar todo aquello que quiero olvidar, vivir aunque sea un rato en el placer de la ignorancia, y dejar a un lado que Goethe es posible sin Buchenwald, ese lugar que fue vecino de su árbol por la zona de Weimar. Dentro de este cubículo juego a ser un Crusoe perdido en alguna remota isla que lee ávidamente a Thoreau viviendo de los frutos de su propia cosecha, y me río, claro, otra cosa no es posible. El pasado no es luminoso ni mejor, sólo lo será cuando el futuro termine de pintarse de negro y las estrellas no puedan hacer pasar sus estiletes brillantes a través. La utopía estará curiosamente enterrada en el pasado, en algún momento, o varios, en que se podrían haber ajustado las vías del tren para que el rumbo hubiera sido diferente. Ahora vivo entre bosques inventados, unido a cables que no me dejan volar, y me mantengo vivo con productos salidos de un laboratorio. Perplejos, los dedos; si así puedo llamarlos, como si así puedo llamar a cualquier parte de mi cuerpo y hasta el cuerpo mismo; se dejan llevar por el suave ondular de las teclas y lo mezclan todo. Esto no es otra cosa, un palimpsesto de irrealidad y otros ingredientes secretos. Y ahora navega por mares de fibra óptica. Tus ojos son una prótesis que les da vida.

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