12/9/10

Crónicas de H. (6)

La pausa que H. hace al mediodía en su trabajo representa más una bocanada de aire que un momento de descanso. Sí, come. Sí, bebe. Y sí, se distrae un poco. Pero por sobre todo, dentro de ese límite prefijado de tiempo, puede dar rienda suelta a su idea de tener imaginaciones y sueños, esos mismos que son interrumpidos de lunes a viernes durante treinta y seis horas por semana, trescientos sesenta y cinco días al año a los que hay que deducir fines de semana, feriados, y vacaciones, y cada cuatro años adicionar un día.
H. no se preocupa por la originalidad de esas irrupciones a las que se ve sometido su cerebro, o su alma, como a veces se escucha susurrándose a sí mismo. Hacerlo podría resultar fatal. En un planeta donde se pregona tal cosa porque no existe, ni siquiera cuenta con la información necesaria para saber qué pueden tener de original las cosas que se le ocurren. En último caso responden a sus intereses particulares del momento, a su aquí y ahora. Ahí radica toda la posible originalidad, y ni siquiera es tan novedosa. Hic et nunc. Ay, sí, la suerte está echada desde antes que César atravesara aquel río. Pero él sale del edificio de su trabajo, en busca de su almuerzo, con la esperanza de convertir ese momento en algo especial. El signo de los tiempos, trabajo y el resto fantasear con que todo sea especial, único, digno de inscribir en los anales de la historia. Tal cosa se desvanece rápidamente una vez en la calle. Su empleo está ubicado en una zona de innumerables edificios de oficinas, de empresas, de bancos, que más o menos a la misma hora y como si se hubieran puesto todos de acuerdo expulsan a sus empleados para que recarguen energía e ingieran una suficiente dosis de cafeína que les permita mantener la concentración por un cúmulo de horas más. H. se convierte en un alfiler en movimiento en la casa de un costurero.
Con el paso de los años, o con el avance del progreso como algunos gustan de llamar, el principal enemigo durante ese breve periodo que puede llegar a consistir en sesenta minutos no es lo que la gente toma, sino lo que come. El progreso se ha convertido en un quirófano cuyo lema es dejarse llevar por los gustos más a corto plazo posible porque el cuerpo puede repararse como si fuera un auto. Mens sana in corpore sano. El progreso es muy selectivo en lo que a recordar el latín se refiere. Y así degluten infinitos pequeños granos de azúcar o de harina refinada, que son más o menos lo mismo, colorantes, conservantes, potenciadores de sabor, aromatizantes. Para las alergias, la gastroenteritis, el colesterol, los fallos del corazón, el exceso de grasas, la diabetes, la caída prematura del pelo, la destrucción de la piel, las falencias renales, las disfunciones sexuales, el estreñimiento, para todo, la ciencia se ha erigido en una efectiva pastilla o un cuchillo como respuesta a lo que ella misma se ha esmerado tanto en crear.
Frente a ese bloque inexpugnable que es el retorno diario al puesto de trabajo, H. y la masa de personas que pululan entre los bares, restaurantes, panaderías, y bistrós, sólo quieren una inyección que introduzca directamente sus aceites de placer momentáneo en el cerebro, una especie de droga que los coloque al menos unos minutos para estar despiertos, pero cuyos efectos serán soporíferos muy rápidamente, una vez de regreso, tras un pico de glucosa y una digestión acelerada. Ahí es donde la infusión elegida hará su acto mágico, mantendrá el cuerpo erecto y la capacidad de sinapsis medianamente activa.
H. siente algo así como una lejana intuición, un efecto demasiado retardado para comenzar a prestarle atención, y del que sin embargo logra escuchar un casi silencioso zumbido. La palabra adicción es la que se esconde tras ese mudo susurrar. Pero sus letras no llegan a unirse y dar significado, es como un cuarto donde no existe gravedad, ellas flotan libres dentro de los límites de su nave espacial en órbita, tocándose de tanto en tanto, pero sin llegar a ponerse todas de acuerdo en cuanto a la formación correcta. No hay peligro. No hay rebelión posible. H. es un junkie gastronómico entre millares. Eso hace todo más seguro. El que levanta la mano, el que trae el mensaje, suele ser la primera víctima, y con algo de suerte, puede volverse un mártir. Pero las inquietudes de H. no van por ese lado. Como dije al principio, H. quiere dejar que su mente se desprenda de su cotidianidad y se embarque en la dirección que los vientos soplen.
Por eso se apresura, va a su lugar predilecto, se empuja con tantos otros, escoge lo que quiere comer, ordena, pide que todo lo pongan en una bolsa, y sale en busca de un lugar tranquilo donde reposar y entregarse a la comida. Hoy todo ha salido bien y es posible gracias al buen tiempo, porque todo eso, y a pesar de que esté en mayor o menor medida calculado, puede suponer gran parte del tiempo de la pausa. Pues de acuerdo con el razonamiento de H. no constituye tiempo de pausa propiamente. A nadie se le ocurre que todo el tiempo invertido en acceder a lo que se quiere comer sea tiempo libre, sino sólo aquel en que come, o no se hace nada. Ni siquiera el tiempo en que la mente se aleja tímidamente de las presiones laborales es considerado por H. como tal. No tiene claro cuándo es el momento y no le interesa indagar por miedo a perderlo, pero sí sabe que hay un punto de quiebre en el que ya no piensa en lo que sus responsabilidades le dictan. Simplemente está caminando por el bosque de sus ideas, con las manos unidas a su espalda, moviéndose lentamente, admirando el follaje, los matices de colores, los rayos solares que se filtran sacando a relucir las hojas de los árboles o sumergiéndolas en oscuras sombras.
Al mismo tiempo su comida y su bebida están siendo consumidas en una suerte de procedimiento mecánico, ambas actividades sometidas al menor esfuerzo posible para que no interfieran con nada de lo que sucede en su interior. Sus sentidos se ven disminuidos, pero no por efecto de la ingestión de alimentos a la que como mamífero se ve condicionado, no todavía, ahora de lo que se trata es de prestar la menor atención posible a su entorno, porque ello es el mismo espectáculo que tiene ante sí cada día, incluidas las personas, algunas de las que conoce o bien por pertenecer al decorado perpetuo o por hacerlo a modo personal por sus tareas. Podría decirse que H. incluso sufre de algún tipo de miopía momentánea, las figuras van lentamente perdiendo formas definidas, se van convirtiendo en simple mezcla de colores sin contorno, como si repentinamente H. se colocara unos lentes que le permitieran ver todo como si fuera un cuadro expresionista que rozara lo abstracto.
No es relevante saber cuáles son los contenidos de esos pensamientos que visitan la mente de H., basta con que tú, lector, escojas de entre los tuyos. No es necesario describirlos ni pormenorizar, seguro encontrarás alguno que cuadre, que pueda formar parte de la textura de las viejas telas que se tejen en la cabeza de nuestro personaje. Ni siquiera es necesario que comiences a comer o a beber algo, o que te concentres en demasía. Algo cobrará forma y ya no podrá abandonarte, como esa idea que Tolstoi le metió en la cabeza a uno de sus personajes y con ello determinó su fatal destino. Pero nada de preocuparse, aquí no hay nada que no sea más trágico que la vida misma, es sólo una pequeña colaboración para que cada uno pueda sentir que redondea la andanza de nuestro caballero de la triste existencia. Yo ya tengo mi propia idea, y así, mi momento de comunión con el pobre H.
Mientras, y casi tan misteriosamente como H. se sumerge en sus propios vapores mentales, sin tener respuesta alguna para ello, siempre hay algún detalle que sorpresivamente lo devuelve al momento preciso en que tiene que regresar a trabajar. A veces es un sonido; como el ladrido de un perro, o el gorjear de un pájaro, o la estridencia de una bocina; a veces es la presencia demasiado cercana de una persona cualquiera; el cambio de luminosidad que produce una nube al interponerse en la línea del sol; el olor de algún plato de comida; o simplemente una de sus piernas que se le ha quedado dormida tras mantener su posición fija un largo rato y que por ello comienza a dolerle.
En ese instante, como si el mago chasqueara los dedos luego de haber hipnotizado a su voluntario de entre el público, H. vuelve a la realidad abriendo los ojos del mismo modo que si saliera del trance. Mira su reloj para constatar que la señal es correcta, que debe volver por donde sus pasos lo trajeron. Junta los restos de su pequeño banquete, y sin demasiada convicción da en mover sus pies, primero uno, después el otro, hasta convertirse en una persona más que camina entre tantas otras. Antes de ingresar en su edificio, H. piensa en detenerse en una de las cafeterías que tiene de camino para comprar otro café. No sé si lo hace o no. Mientras fui a buscarme uno para mí mismo y H. se me perdió entre la multitud.

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