27/2/11

Crónicas de H. (8)


Perdido entre los ruidos del café, con su ir y venir de camareras, el tenedor que se cae y suena repetidas veces hasta apagarse entre conversaciones, murmullos, y risas, sumido entre las páginas de noticias, manchando los extremos de sus dedos, está H.. En un momento me ve, o al menos sus ojos, que se levantan meditativos del contenido de un artículo, parecen posarse sobre mi figura. Yo desvío mi mirada, pero siento que todo está consabido de antemano, que caí en una red que yo creía estar tejiendo y que terminó siendo un espejismo en un oasis en medio de la ciudad, lleno de palmeras que destilan café.
En realidad no me ve cuando yo creo que lo hace. Ya me había visto en la calle, pero su tendencia a la inacción proscribió cualquier intento suyo de acercárseme. Otro hubiera sonreído ante la coincidencia y ante lo imprevisible, yo con mi mano sosteniendo la bolsa de la que las verduras recién compradas parecían querer escapar. Pero no, ese no es su estilo. Los dos lo sabemos. Así que siguió, sabiendo que yo iría tras sus pasos. Que aun estando más allá de todo lo que él es, lo seguiría, del mismo modo que llegué hasta ese mudo punto de encuentro, sin acuerdo pero sobreentendido. No, no tenía apuro, que de nada valdría. Las leyes están para pisarlas lentamente, como un ser rumiante que no tiene prisas en trasladar el alimento de su boca a su estómago.
Al principio, una vez instalado en su lugar, que de repetido pudiera hasta escucharse como la silla y la mesa y el resto de los muebles le daban la bienvenida, H. se preguntó qué sería ahora de nosotros, de nuestro por así llamarlo fortuito cruce de caminos. La pregunta para él no era qué era lo que yo hacía acá, sino qué quería, por qué había propiciado algo así. Pensó en algún momento incorporarse, acercarse a donde estaba yo, y en plan recriminatorio echármelo a la cara, no ya únicamente por meterme en su vida, sino por llegar a ir a visitarlo personalmente de forma esporádica. Pero eso le parecía a él una escena muy al estilo del lejano oeste, algo de otra cultura, de otros tiempos. Para qué recriminarme que yo esté ahí. Tendría mis razones, y si se las quería exponer, pues sería yo el que se acercaría, no hacía falta hacer volar ninguna mesa, llamar la atención de los demás cultores del café, esa secta anónima que se reconocía mutuamente en su rutina. Así que dejó que sucediera, como normalmente, lo que tuviera que pasar, y si no, habría pasado solamente el tiempo, como siempre, devorando un momento de su vida como cualquier otro, hasta que llegara la hora de emprender la partida hacia su casa. Hacia su casa, ya que la palabra hogar hacía tiempo que había decidido eliminarla de su vocabulario.
Entonces, entre el aroma de su potaje, el pasar de las páginas pobladas cada vez más de lo atroz y espeluznante en vez de algo que realmente informe e invite a la reflexión, se dejó llevar por las ideas. Cuando quiso acordar, levantó la vista. Ese momento en que yo pensé que me observaba, pero no, una sutil capa vidriosa le impedía ver nada, tan sólo destellos de colores a veces móviles a veces fijos.
Sin embargo, eso seguía siendo una fuerte presencia, lo externo, el afuera, el resto de las cosas. Algo sin lo que quizá fuera mucho más fácil entender algo. Porque H. ha llegado a la conclusión de que ya no entiende nada. Tiene soluciones sí para la vida diaria, como si fueran problemitas matemáticos que el profesor deja como tarea después de la clase. Pero no tiene idea de cómo llegó a este punto en el que se encuentra. Más allá de la obvia razón de que soy yo el que lo coloca ahí, no puede llegar a comprender en absoluto su relación con las cosas que lo rodean, ni cómo éstas llegan o han llegado hasta él. La cucharita, el pocillo, la mancha de café sobre la servilleta, el frío del mármol de la mesa, la silla y la madera de la que esta está compuesta, el leve oscilar causado por el imperceptible desnivel del suelo, su camisa y el punto de su pulóver, la asimetría de los cordones de sus zapatos, la punta doblada de la página del diario, el olor gastado del perfume de la camarera tras horas de servir a clientes, el ruido de sus tacos, el hombre detrás de la barra que todo parece controlarlo con su cabeza un tanto inclinada pero con ojos que no pierden detalle de lo que pasa en el salón, las columnas con sus ochenta y algo de años que ocultan parcialmente a las personas que están detrás de ellas, los espejos que multiplican la sala, las mesas, el resto de los objetos, a las personas, a mí, a él. Es inexplicable cómo cada cosa se ha convertido sin ruido alguno en el todo que lo rodea y lo tiene como epicentro y que hace incluso que hasta H. pueda decir que su nombre es H., dado que en otro contexto, en otro lenguaje, y rodeado de otras cosas, resultaría cuando menos imposible. Como si cada cosa, incluso la más minúscula, controlara un hilo invisible de su ser marioneta, y que ante la mera sospecha de que él se quisiera rebelar ante tanto designio ajeno, ese todo en su conjunto tiraría con tal fuerza de su respectivo hilo que lo destruiría en millones de pedazos, en incontables moléculas que se unirían al resto del universo y engendrarían a sus vez sus propios hilos. Nada tiene sentido y nada guarda significado, pero a pesar de todo, él está allí, no en otro lado, no en otras circunstancias, sin posibilidad de plantear siquiera un tímido y qué tal sí. Todo confluye en un punto móvil que él no controla y que lo obliga a pensar que sólo resta esperar, que cualquier cosa que haga o deje de hacer será lo mismo, porque hay algo que tira del punto hacia una dirección desconocida, hasta que simplemente se termine el movimiento o la fuerza se canse de empujar o de tirar, porque esto él tampoco lo sabe. Y esa misma fuerza es la que lo ha depositado en este momento y en este lugar, dejándolo preguntar mil y una veces sin que una sola vez hubiera brindado una sola respuesta. Y esa misma fuerza ha ido colocando y disponiendo todo lo que lo ha rodeado y que aún lo rodea y lo seguirá haciendo sin que tenga escapatoria, sin explicación ni justificación alguna, mientras que como si de una dádiva especial se tratara lo deja jugar con la elaboración de posibilidades, donde H. habita otros mundos, y donde puede ser él sin serlo. Y todo eso es finalmente H. en su totalidad. Un ser que está prisionero en una habitación de la que desconoce sus muros y que por eso choca contra los límites de su propia imaginación, mientras algo lo empuja hacia adelante, si es que una tal dirección de verdad existe.
Más o menos es el instante en que yo busco decidirme sobre si ir a su encuentro o no. Yo, que tampoco sé muy bien qué será de él porque en otro plano me encuentro en su misma situación, siento cómo sus preguntas emanan de él y se filtran hasta apoderarse de mí también como cables silenciosos que se deslizan subrepticios hasta atenazarme, cómo su padecer va de mí a él, de él a mí, para finalmente convertirse en algo descontrolado pero manifiesto por escrito, una forma banal para creer que existe un orden o criterio detrás, como si la palabra funcionara como una red de contención, un aislante del caos y de todo esa gran inmensidad que no podemos o no queremos nombrar.
Ya sin importarme miro descaradamente a H. Detrás de su figura puedo reconocer mi propio rostro dibujado en el espejo, y me pregunto dónde están los límites que nos separan, que nos convierten en dos seres y no en uno, uno con el raro don de poder estar en dos lugares diferentes al mismo tiempo. La imagen me intranquiliza, porque ahora al que veo en el espejo es a H., mientras que yo paso a ocupar su lugar. No sé si eso significa que H. se ve a sí mismo donde yo estoy. Ahora soy yo el que sufre su problemática y su angustia, y él la mía. Como una invasión total de la privacidad ambos sentimos un incontenible asco, y eso nos devuelve al estado previo, cada uno en su mesa, cada uno sumergido en la contemplación del otro pero como si nadie ocupara las respectivas mesas y viéramos a través, mientras fingimos que nada ha pasado, excepto porque ambos sabemos que la ficción es para los demás y no para nosotros, ya que por más que queramos no podremos disimular ante nosotros mismos. Y entonces ambos recordamos que existe el teatro y la pantomima, y H. baja avergonzado su mirada y la dirige a las líneas desdibujadas del diario, un diario del que ya no tiene nada para leer. Y yo porto mi vergüenza y me paro, y si la pregunta inicial era si ir en su dirección o ir primero al servicio, sé que ahora sólo existe una alternativa. Debo lavar mi rostro. Debo lavarlo sin osar mirarme en el espejo para descubrir los restos de un vómito que nunca existió pero que de cualquier modo me ha dejado pálido. Debo sentir cómo el frío del agua estalla con cada una de sus gotas en mi cara, y sobre todo, debo sentir cómo mis ojos se cierran tal si estuvieran cosidos, aunque sea por un instante, sin poder ver hacia fuera o hacia dentro. Está decidido, como también, que una vez termine, caminaré rápidamente y en la línea más recta posible para abandonar este café maldito, que me puso cara a cara con H. y terminó por humillarme por no haber sabido enfrentarme a la figura lejana de mí mismo.

2 comentarios:

  1. Hermoso como escribes Iani
    . y terminó por humillarme por no haber sabido enfrentarme a la figura lejana de mí mismo.
    .
    Me encantó el final,esperaba fuera distinto, pero así, es para pensar.
    Tienes mucha filosofía en tu imaginación.
    KIKA

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  2. Muchas gracias por tus palabras...
    Un gran saludo.

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