20/9/10

Input / Output


Como si el río se deshidratara y convirtiera a su fondo en una superficie reseca y agrietada, conformando el rostro centenario de una persona hundida entre las grietas de su rostro, en el que no se pueden identificar ya ojos, boca, narinas, más que por tener la intuición de donde deben estar, así, siento que las aguas se han llevado las ideas. Mis ideas. Lo que creo que son mis ideas, esos relámpagos que si no hay un papelito a mano se escapan y nunca más vuelven, o al menos no lo hacen del mismo modo.
Es como estar seco de vientre, pero además de doler el estómago, duele especialmente la cabeza, del lado de adentro. Es un dolor con una herida que no se ve, y por ello para muchos inexistente, o poco probable. Voy a tener que abrirme la cabeza de un golpe contra la pared, pero aún en ese caso, verán la herida externa, la que no cuenta verdaderamente.
Hablar de desesperación en tiempos de autocontrol, donde cada parpadeo acelerado o movimiento extraño puede convertirlo a uno en un potencial terrorista, sometido a la entrada continua a no sé cuántos voltios perpetuos, como si se tratara de un tranquilizante o un ansiolítico, el fluir del entorno que entra se deja sentir como una violación, una violación del cuerpo, una violación de los sentidos, de los derechos y hasta de los patizambos.
No puedo unir las palabras con las imágenes, las letras se escapan de los cuadros de diálogo, las personas que imagino dicen los textos que no les pertenecen, como si cada uno fuera otro distinto al por mí designado. La longitud de la devastación de las palabras tiene un radio de alcance ilimitado, pero desde donde estoy, que es el epicentro mismo, puedo ver el hongo y la onda de expansión, mas no identificar al que soltó la bomba, porque son miles y vienen desde todos lados.
El último libro que hay que leer, la mejor película de la historia, los perfumes con aromas jamás logrados gracias a las flores y a las frutas y a las, la música de la generación y de la degeneración y el último beat del momento con su fusión y su disfunción, y las noticias que ya no son otra cosa que obituarios o avisos publicitarios o las dos cosas juntas para ahorrar tiempo porque el tiempo es oro y de ello se forran los que saben venderlo, y bla bla bla y tarracún tarracún tarracún y plam tras plom, conforman un despliegue de lo inevitable, y cuya repetición lleva a pensar que tal vez sea una parte constitutiva más del tiempo y del espacio. La trombosis de la suma de todo y de todos, vaso coagulante que mancha todo de sangre a su paso y que me invade y se me pega como un dardo venenoso y me produce heridas en la lengua que no puede después de tanto input hacer otra cosa que quedarse paralizada y no puede hacer de enchufe para dar output ni transmitir órdenes a mi mano derecha, la que se empeña ridículamente en sostener la pluma, que a estas alturas más parece un elemento decorativo de un bufón de corte.
Sufro un asma espiritual que no me permite respirar, es decir, absorber para luego dar forma y pulir a mi hálito vital. La profanación es a veinticuatro horas sin pausa, sin importar si es momento de vigilia o de sonambulismo, su forma más representativa, los Oniros y Onán se baten a duelos imaginarios en los que yo me despierto mojado sin tener remota idea de por qué, después de tanta imagen provocativa para el bajo vientre, después de tanta sugerencia, mezclado con tanto grito y tanto susurro agonizante, como una pastilla ideal que todo lo contiene, la pesadilla viene junto con el placer; con miles de conversaciones que no quiero escuchar; con la masa anónima o dicho de otro modo esas incontables personas a las que no quiero ver; con ritmos para el auto, para el ascensor, para el café, para el trabajo, para el metro, con ritmos apocalípticos en todo caso; con publicidad de infinitas ocasiones para convertirse en la persona más feliz del universo a cada momento, porque la felicidad también es un bien de cambio y que cambia a cada momento, y por cuya razón no hay que dejar pasar la oportunidad. En toda mentira hay algo verdadero, pero es muy probable que la verdad sea tan sólo una gran mentira terminal. Quizá se pueda pensar que hoy veo la mitad vacía del vaso, pero ¿qué sucede cuando estás en el fondo del vaso medio lleno, y lo único que podés ver es la mitad llena, la que te ahoga?
Cuando desde esas aguas servidas se van secando las mucosas y todo se va transformando en una amenaza para los sueños, cuando la repugnancia se presenta como una aplastante ola de varios metros o cuando es la cachetada de una ballena blanca. Sólo queda la angustiada mudez, quieta, mustia, sumergida en su propio silencio absoluto. Habrá que comenzar a creer en la transmigración del dolor, dejar que la pestilencia y la decrepitud viajen a otros tiempos en los que la destrucción del yo sea el mecanismo para poder ser yo, una especie de muerte momentánea como única forma de acceder al infinito, abandonado los trapos de la finitud esquelética y nauseabunda que une huesos y cartílagos. No sé si esto es sagrado o profano, tal vez haga falta un modelo o una costilla. La perturbación en todo caso sólo necesita tiempo de soledad, dejar que la mente se haga su camino hasta la cabaña en medio del bosque, desde donde pueda únicamente escucharse el lamento de la lechuza como obsequio de lo desconocido. Dejar que las vértebras se acomoden, que las migrañas decrezcan, que la realidad aniquilante se vuelva vapores que salgan despedidos por la chimenea. Dejar que el desierto de la soledad haga su trabajo. La verdadera soledad y no la que padecemos entre los millones de almas en pena que circulan por todas las vías, por todos los caminos, por todas las calles, y que buscan clavar sus colmillos en nuestra garganta para hacerse un festín con nuestra sangre.
Y en ese retiro curarse las heridas, lavarse el espíritu como un perro bull-dog, dejar que los fluidos retomen su cauce, que la secreción encuentre su camino por los canales de la incertidumbre y se transforme finalmente en palabra escrita, y de ese modo, cerrar el círculo, traspasar mis propios límites, para contagiar a otro con mis pesares.

12/9/10

Crónicas de H. (6)

La pausa que H. hace al mediodía en su trabajo representa más una bocanada de aire que un momento de descanso. Sí, come. Sí, bebe. Y sí, se distrae un poco. Pero por sobre todo, dentro de ese límite prefijado de tiempo, puede dar rienda suelta a su idea de tener imaginaciones y sueños, esos mismos que son interrumpidos de lunes a viernes durante treinta y seis horas por semana, trescientos sesenta y cinco días al año a los que hay que deducir fines de semana, feriados, y vacaciones, y cada cuatro años adicionar un día.
H. no se preocupa por la originalidad de esas irrupciones a las que se ve sometido su cerebro, o su alma, como a veces se escucha susurrándose a sí mismo. Hacerlo podría resultar fatal. En un planeta donde se pregona tal cosa porque no existe, ni siquiera cuenta con la información necesaria para saber qué pueden tener de original las cosas que se le ocurren. En último caso responden a sus intereses particulares del momento, a su aquí y ahora. Ahí radica toda la posible originalidad, y ni siquiera es tan novedosa. Hic et nunc. Ay, sí, la suerte está echada desde antes que César atravesara aquel río. Pero él sale del edificio de su trabajo, en busca de su almuerzo, con la esperanza de convertir ese momento en algo especial. El signo de los tiempos, trabajo y el resto fantasear con que todo sea especial, único, digno de inscribir en los anales de la historia. Tal cosa se desvanece rápidamente una vez en la calle. Su empleo está ubicado en una zona de innumerables edificios de oficinas, de empresas, de bancos, que más o menos a la misma hora y como si se hubieran puesto todos de acuerdo expulsan a sus empleados para que recarguen energía e ingieran una suficiente dosis de cafeína que les permita mantener la concentración por un cúmulo de horas más. H. se convierte en un alfiler en movimiento en la casa de un costurero.
Con el paso de los años, o con el avance del progreso como algunos gustan de llamar, el principal enemigo durante ese breve periodo que puede llegar a consistir en sesenta minutos no es lo que la gente toma, sino lo que come. El progreso se ha convertido en un quirófano cuyo lema es dejarse llevar por los gustos más a corto plazo posible porque el cuerpo puede repararse como si fuera un auto. Mens sana in corpore sano. El progreso es muy selectivo en lo que a recordar el latín se refiere. Y así degluten infinitos pequeños granos de azúcar o de harina refinada, que son más o menos lo mismo, colorantes, conservantes, potenciadores de sabor, aromatizantes. Para las alergias, la gastroenteritis, el colesterol, los fallos del corazón, el exceso de grasas, la diabetes, la caída prematura del pelo, la destrucción de la piel, las falencias renales, las disfunciones sexuales, el estreñimiento, para todo, la ciencia se ha erigido en una efectiva pastilla o un cuchillo como respuesta a lo que ella misma se ha esmerado tanto en crear.
Frente a ese bloque inexpugnable que es el retorno diario al puesto de trabajo, H. y la masa de personas que pululan entre los bares, restaurantes, panaderías, y bistrós, sólo quieren una inyección que introduzca directamente sus aceites de placer momentáneo en el cerebro, una especie de droga que los coloque al menos unos minutos para estar despiertos, pero cuyos efectos serán soporíferos muy rápidamente, una vez de regreso, tras un pico de glucosa y una digestión acelerada. Ahí es donde la infusión elegida hará su acto mágico, mantendrá el cuerpo erecto y la capacidad de sinapsis medianamente activa.
H. siente algo así como una lejana intuición, un efecto demasiado retardado para comenzar a prestarle atención, y del que sin embargo logra escuchar un casi silencioso zumbido. La palabra adicción es la que se esconde tras ese mudo susurrar. Pero sus letras no llegan a unirse y dar significado, es como un cuarto donde no existe gravedad, ellas flotan libres dentro de los límites de su nave espacial en órbita, tocándose de tanto en tanto, pero sin llegar a ponerse todas de acuerdo en cuanto a la formación correcta. No hay peligro. No hay rebelión posible. H. es un junkie gastronómico entre millares. Eso hace todo más seguro. El que levanta la mano, el que trae el mensaje, suele ser la primera víctima, y con algo de suerte, puede volverse un mártir. Pero las inquietudes de H. no van por ese lado. Como dije al principio, H. quiere dejar que su mente se desprenda de su cotidianidad y se embarque en la dirección que los vientos soplen.
Por eso se apresura, va a su lugar predilecto, se empuja con tantos otros, escoge lo que quiere comer, ordena, pide que todo lo pongan en una bolsa, y sale en busca de un lugar tranquilo donde reposar y entregarse a la comida. Hoy todo ha salido bien y es posible gracias al buen tiempo, porque todo eso, y a pesar de que esté en mayor o menor medida calculado, puede suponer gran parte del tiempo de la pausa. Pues de acuerdo con el razonamiento de H. no constituye tiempo de pausa propiamente. A nadie se le ocurre que todo el tiempo invertido en acceder a lo que se quiere comer sea tiempo libre, sino sólo aquel en que come, o no se hace nada. Ni siquiera el tiempo en que la mente se aleja tímidamente de las presiones laborales es considerado por H. como tal. No tiene claro cuándo es el momento y no le interesa indagar por miedo a perderlo, pero sí sabe que hay un punto de quiebre en el que ya no piensa en lo que sus responsabilidades le dictan. Simplemente está caminando por el bosque de sus ideas, con las manos unidas a su espalda, moviéndose lentamente, admirando el follaje, los matices de colores, los rayos solares que se filtran sacando a relucir las hojas de los árboles o sumergiéndolas en oscuras sombras.
Al mismo tiempo su comida y su bebida están siendo consumidas en una suerte de procedimiento mecánico, ambas actividades sometidas al menor esfuerzo posible para que no interfieran con nada de lo que sucede en su interior. Sus sentidos se ven disminuidos, pero no por efecto de la ingestión de alimentos a la que como mamífero se ve condicionado, no todavía, ahora de lo que se trata es de prestar la menor atención posible a su entorno, porque ello es el mismo espectáculo que tiene ante sí cada día, incluidas las personas, algunas de las que conoce o bien por pertenecer al decorado perpetuo o por hacerlo a modo personal por sus tareas. Podría decirse que H. incluso sufre de algún tipo de miopía momentánea, las figuras van lentamente perdiendo formas definidas, se van convirtiendo en simple mezcla de colores sin contorno, como si repentinamente H. se colocara unos lentes que le permitieran ver todo como si fuera un cuadro expresionista que rozara lo abstracto.
No es relevante saber cuáles son los contenidos de esos pensamientos que visitan la mente de H., basta con que tú, lector, escojas de entre los tuyos. No es necesario describirlos ni pormenorizar, seguro encontrarás alguno que cuadre, que pueda formar parte de la textura de las viejas telas que se tejen en la cabeza de nuestro personaje. Ni siquiera es necesario que comiences a comer o a beber algo, o que te concentres en demasía. Algo cobrará forma y ya no podrá abandonarte, como esa idea que Tolstoi le metió en la cabeza a uno de sus personajes y con ello determinó su fatal destino. Pero nada de preocuparse, aquí no hay nada que no sea más trágico que la vida misma, es sólo una pequeña colaboración para que cada uno pueda sentir que redondea la andanza de nuestro caballero de la triste existencia. Yo ya tengo mi propia idea, y así, mi momento de comunión con el pobre H.
Mientras, y casi tan misteriosamente como H. se sumerge en sus propios vapores mentales, sin tener respuesta alguna para ello, siempre hay algún detalle que sorpresivamente lo devuelve al momento preciso en que tiene que regresar a trabajar. A veces es un sonido; como el ladrido de un perro, o el gorjear de un pájaro, o la estridencia de una bocina; a veces es la presencia demasiado cercana de una persona cualquiera; el cambio de luminosidad que produce una nube al interponerse en la línea del sol; el olor de algún plato de comida; o simplemente una de sus piernas que se le ha quedado dormida tras mantener su posición fija un largo rato y que por ello comienza a dolerle.
En ese instante, como si el mago chasqueara los dedos luego de haber hipnotizado a su voluntario de entre el público, H. vuelve a la realidad abriendo los ojos del mismo modo que si saliera del trance. Mira su reloj para constatar que la señal es correcta, que debe volver por donde sus pasos lo trajeron. Junta los restos de su pequeño banquete, y sin demasiada convicción da en mover sus pies, primero uno, después el otro, hasta convertirse en una persona más que camina entre tantas otras. Antes de ingresar en su edificio, H. piensa en detenerse en una de las cafeterías que tiene de camino para comprar otro café. No sé si lo hace o no. Mientras fui a buscarme uno para mí mismo y H. se me perdió entre la multitud.

4/9/10

A propósito de Elias Canetti (1905-1994)

Man hat kein Maß mehr, für nichts, seit das Menschenleben nicht mehr das Maß ist.
Elias Canetti

(El hombre ya no tiene medida alguna, para nada, desde que la vida humana no es más la medida)

Nowhere is Canetti a sterner moralist than when he sees abuses of power.
Julian Preece

(Nunca es Canetti un moralista tan serio como cuando ve abusos de poder)

Al margen de sus memorias y ensayos, el escritor búlgaro de origen sefardita y expresión alemana escribió miles de aforismos, sentencias y textos fragmentarios... el género que le hizo más popular a partir de ser galardonado en 1981 con el Premio Nobel de Literatura.
Elias Canetti, judío sefardita nacido en Bulgaria en 1905 y fallecido en Suiza en 1994, es considerado un autor clave del siglo XX...
Canetti huyó de Europa en 1939 junto a su esposa Veza, pues corrían peligro de que los nazis los asesinaran por judíos. Se instalaron en Londres, donde residirían durante más de veinticinco años. En el exilio, Canetti se obsesionó con la elaboración de un extenso estudio sobre las masas y su relación con el poder; con esa obra singular, con la que pretendía pasar a la historia como pensador ecléctico, quería "agarrar el siglo XX por el cuello". El macroestudio, titulado Masa y poder, vería la luz en 1960, pero los trabajos intelectuales para la obra duraron diecinueve años. Canetti leía sin parar, filosofía, sociología, antropología, todo le interesaba y lo agotaba. Para hallar "alivio mental" a semejante tensión, comenzó a anotar casi a diario "apuntes" sueltos que apenas si tenían que ver con la obra que lo obsesionaba. Eran noticias breves, rápidas e imprevistas consignadas en pocas palabras, que a menudo adoptaban la forma de sentencias y aforismos, de diversa temática e índole: el amor, la muerte, el género humano; observaciones sobre su entorno o sobre sí mismo, o también fantasías, esbozos literarios y hasta microrrelatos. Ramalazos de espontaneidad que en un principio compartía con Veza y que, al cabo del tiempo, continuó escribiendo para sí mismo, puesto que se convirtió en costumbre y en respiradero necesario. Poco tenían que ver los "apuntes" con sus "diarios" propiamente dichos, a los que también se consagraba -éstos verán la luz en el año 2024-; en los primeros no consignaba acontecimientos cotidianos, y huía siempre de la primera persona del singular.
Lichtenberg -uno de los maestros más queridos de Canetti por su arte para las anotaciones breves- aseguraba que si cualquier persona con cabeza consignara algunos de los efímeros pensamientos que se le ocurren a menudo, seguro que se sorprendería de su propio saber; así, Canetti, quien con esta técnica terminó por descubrirse a sí mismo y centrarse en medio de la realidad e irrealidad de cuanto lo rodeaba.

Andando el tiempo, algunos de estos apuntes vieron la luz, primero en una antología de textos del autor y, más tarde, a petición de un editor alemán, en una selección en forma de libro. Pero sólo a partir de la concesión del Nobel de Literatura en 1981, los Apuntes conquistaron a más lectores y fue a partir de esa fecha cuando aparecieron los libros que hoy admiramos. Con todo, lo publicado constituye apenas un diez por ciento del total de los "miles" de apuntes todavía inéditos. El biógrafo oficial del escritor, Sven Hanuschek, ha denominado a este cúmulo de anotaciones breves "el macizo central" de la obra de Canetti. En efecto, lo que comenzó como un ejercicio de oxigenación y descanso mental se transformó en un proceso ininterrumpido, en un "método" bastante anárquico pero muy eficaz de enfrentarse al mundo, a sus enigmas y sorpresas, en un modo de vivirlo, pensarlo e intentar comprenderlo. Para Canetti, como para Descartes, pensar era sinónimo de vivir. Y vida y pensamiento es lo que en suma contienen los apuntes, estos fragmentos de lucidez, cromáticos, desiguales, tan serios y solemnes o tan jocosos, y ya "tan de Canetti", maestro de la respiración breve y no de parrafadas de largo aliento; son, pues, ráfagas sapienciales de un pensador anárquico y libre, dotado del suficiente orgullo como para querer pensarlo "todo de nuevo" por sí mismo -y a partir de mil puntos diferentes-, "a fin de que todo se junte en una sola cabeza y vuelva a ser unidad". Nada extraño que en los Apuntes esté lo mejor de Canetti.

Fragmento del artículo cuyo autor es: L. Fernando Moreno Claros.
Fuente: El País de Madrid
http://www.elpais.com/articulo/ensayo/Elias/Canetti/pocas/palabras/elpepuculbab/20070303elpbabens_6/Tes Los epígrafes están tomados de: A Companion to the Works of Elias Canetti, edited by Dagmar C. G. Lorenz, 2004.
De las traducciones: No Land's Man.

30/8/10

Crónicas de H. (5)

De repente le viene el nombre de V. a la cabeza, y como por artes mágicos H. se ve trasladado a otra ciudad, a otro tiempo. Su ciudad, su infancia. O no, no tanto, ¿su adolescencia, su primera juventud? El recuerdo se presenta un poco confuso, pero luego de unos rápidos cálculos y comparaciones con otros sucesos, todo queda en su lugar. V. pertenece al final de la infancia y principio de la adolescencia de H. Dónde está ese punto, bueno, eso es más difícil de determinar, puedo decir que para H. está más o menos entre los doce y los catorce años, época por la cual de a poco iba trocando su interés por los juguetes infantiles y procuraba ocultar las erecciones que lo atacaban sorpresivamente una y otra vez, ejerciendo un interesante contraste entre su propia vergüenza y la desvergüenza de esa parte de su cuerpo que comenzaba a conocer la anarquía de las hormonas, y que no respetaban situación ni uso ni costumbre alguno.
H. caminaba a la salida de su trabajo, como tantos días pero como pocas veces por ese pasaje, cuando dio con una peluquería que le hizo pensar que necesitaba recortar un poco su pelo. Inmediatamente le vino a la mente la primera vez que pisó una peluquería en un país extranjero. Esa vez primera descubrió todas las dificultades que puede suponer pedir un corte de pelo de acuerdo a su gusto; es decir, así y así; en un idioma que no es el propio. Años de estudio, lograr entender a dos o tres personas respetables en dicho idioma, para terminar no pudiendo entenderse fluidamente con el panadero, con el verdulero, o como aquella vez, con el peluquero, y haciendo así y así pero con las manos, imposible encontrar las palabras justas, no sea cosa de terminar trasquilado, y de ese modo, como en una película de cine mudo, H. señalaba con su índice ora el largo deseado, ora la posición de la raya, ora las orejas, y se delineaba una imaginaria silueta que correspondía a la patilla, todo ello entre las palabras que sí estaba seguro que podía utilizar y que no le depararían sorpresas desagradables. La lección terminó siendo esa vez que en realidad también en su idioma materno H. apelaba al lenguaje corporal, que el porcentaje que éste ocupa en la comunicación diaria es mucho más importante que el que a primera vista le adjudicaba. Lo segundo que le vino a la mente fue la ya mencionada V. Su figura lo asaltó luego de que como cada vez H. hiciera una suerte de inspección previa del local, mirando a través de una de las dos vitrinas, esperando a ver si todo coincidía con la visión del mundo que él tiene y de acuerdo con la cual una peluquería tiene que tener ciertas características. Como si buscara la lista de precios, sus ojos pasan por los peluqueros para ver su aspecto, pues no todos le gustan, por ejemplo, los muy jóvenes con los pelos pintados de colores y cortes que no existían cuando él moldeó su idea sobre cómo debe lucir su pelo, o los muy mayores con aspecto de querer tener un cigarrillo entre los labios mientras hablan sin parar al son de los tijeretazos que se mueven en una y otra dirección mientras las cenizas se desprenden y buscan levemente el suelo. También echa un vistazo a la decoración del lugar, no quiere que sean demasiado modernos ni demasiado clásicos, que los muebles no parezcan de usar y tirar porque así pueden ser también los instrumentos que utilice el peluquero, pero sí que parezca que tienen cierto tiempo instalados, como señal de que la peluquería lleva tiempo funcionando y así acreditar un mínimo de calidad. Por último mira a los clientes, esperando detectar que tienen un mínimo de gusto, y así, observa sus gestos y movimientos, intenta reconocer posibles tics, y busca en sus muñecas y otras zonas los accesorios donde pueda identificar su nivel económico al tiempo de saber si lo que el corte de pelo pueda demandar, él, H., está dispuesto a desembolsarlo, porque en definitiva se trata de algo que tendrá que repetir en un máximo de dos meses. Toda esa operación, pulida y perfeccionada con los años para realizarla en pocos segundos por miedo de aparentar ser un fisgón, algo que de cualquier modo es, lo pone esta vez delante del perfil de una chica que lo conduce irremediablemente a V. y a la época nombrada. Esta vez el procedimiento sufre una modificación inesperada, y olvidando todos los detalles que entran en juego a la hora de decidir si entra en una peluquería o no, sus ojos quedan absortos en el contorno que la parte derecha de ese rostro juvenil que tiene delante le ofrece y le impide prestar atención a otra cosa. Cuando se percata de ello y de que lo que tiene frente a sí del otro lado del vidrio a unos metros de distancia no es V. sino una chica que es una adolescente en el presente inmediato, piensa que su madurez puede dejarlo mal parado frente a ojos de terceros de esos que tienden a ver depravados en cada esquina. Luchando contra tanta actividad mental H. deja que simplemente sea su cuerpo el que tome una decisión. Cuando se percata está ya dentro del local buscando un asiento en el cual dedicarse a esperar su turno. La peluquera dirige brevemente su mirada hacia él y le dedica una sonrisa, tras lo cual le indica cuál es el tiempo aproximado de espera que tiene por delante. H. asiente devolviéndole la sonrisa y mira a su alrededor, sobre la mesa que tiene delante proliferan esas revistas de las que conoce su existencia por verlas saltando de los escaparates de los quioscos y que siempre ostentan en portada una chica bonita con mucho maquillaje entre titulares que apuntan a la moda o a la sexualidad o a las dos cosas. Toma una sin prestar atención cuál, con el contexto como cómplice, igual que en la sala de espera para la consulta médica, sabe que cualquier lectura está permitida.
Después de un par de minutos procurando comportarse como un cliente normal, H. se decide a dirigir nuevamente sus ojos hacia la chica a la que le están cortando el pelo. Ahora, luego de haber cambiado de perspectiva, puede ver su rostro reflejado en el espejo, y que esa imagen sigue coincidiendo con la imagen que tiene de V., excepto por algún que otro detalle. Tras unos instantes sus ojos mantienen la mirada pero ya no ven a la chica ni a su imagen, sino que se pierden en las memorias que ponen a V. delante de él en diferentes situaciones. Mientras se sucede una y otra imagen, comienza en la cabeza de H. una metralla de preguntas ¿qué será de su vida? ¿Dónde estará ahora? ¿Estará viva y tendrá familia? ¿Será feliz? Entre el punto actual de su vida y el momento al que se ve retrotraído intenta buscar cuántos años tuvieron en común, y eso lo conduce a la pregunta ¿cuándo fue la última vez que nos vimos? En esa dialéctica de pregunta y pregunta, pues no tiene respuestas totalmente claras, llega a una nueva cuestión, ¿por qué estoy pensando en V.? Porque no es que en realidad haya pasado algo especial entre ellos. Compartieron estudios, alguna que otra actividad derivada de ellos, sí, pero ninguno tuvo un rol significativo en la vida del otro. Luego ¿pero verdaderamente la chica que tengo delante se parece a la V. que conocí, o simplemente se parece a la V. que mi memoria conserva, o se trata en realidad tan sólo de un error por el que cierta forma de nostalgia lleva a mis sentidos a inscribir formas conocidas en rostros desconocidos? H. no lo sabe, pero vuelve sus ojos a la revista que tiene entre sus manos, porque sí tiene claro que es tan sospechoso un adulto que fija su atención en demasía sobre una adolescente, como uno que deja ver que piensa sin más, sin necesidad de depositar sus ojos para dedicarse al menos a un pasatiempo tan digno de olvido.
Los minutos que en una espera habitualmente parecen horas, se convierten en segundos en los que la memoria de V. oficia de disparador. H. ha vivido en diferentes lugares, así lo quiso su destino o un conjunto de decisiones en las que H. tuvo un mayor o menor grado de participación, o como suele suceder, ninguno, y de las que ni siquiera tuvo conocimiento al respecto. Digamos que los lugares dignos de ser contados como que vivió son cuatro, su ciudad natal, dos más, y la actual ciudad. Tres países. El resto pueden considerarse cortas estadías o simplemente vacaciones. La forma de dividir estos momentos de su vida no es matemática, no responde particularmente al tiempo de duración de cada uno, ni tampoco a una arbitraria valoración sobre la posible huella que estos lugares hayan podido dejar en su alma, que todo lo suma y lo archiva como si de un álbum de fotografías se tratara. No, puedo decir que H. ha decidido que su vida puede decirse hasta el momento como transcurrida en cuatro sitios diferentes apelando a ciertas pautas literarias.
Siguiendo a Mario Benedetti; que en algún lugar decía que una narración tiene una estructura externa, o podemos decir formal (los capítulos, las secciones, las partes, etc.) y una estructura interna que puede dividirse en planteamiento, nudo, y desenlace; puedo decir que H. está singularmente atado a los nudos y que siente por ello obsesión por los desenlaces. El nudo pone de manifiesto el desarrollo a la vez de ser el nexo entre el inicio y el final de una historia, pero H. ve también el nudo como algo inextricable, como si un marinero le entregara uno imposible de resolver o como una espina que queda atascada en su garganta. El desenlace, no otra cosa que la resolución de la historia, se le escapa, ese momento donde de alguna manera u otra se resuelve el argumento que pueda existir o lo que le dé un sentido al mismo, ese momento en que o la espina termina de perforar el conducto de la garganta o las palmadas en la espalda logran expulsarla. H. ve su vida como una serie de nudos sin desenlace, como una seria de historias sin resolución.
Esta idea lo atacó la segunda vez que cambió de ciudad. En ese momento cobró conciencia de que su vida se desdoblaba, de que por un lado estaba el H. que comenzaba a vivir en una nueva ciudad, mientras el viejo H. permanecía en la ciudad que lo veía partir, es decir, que había a partir de ese momento más de un H. Por un lado estaba la infranqueable linealidad de su propia vida, una línea que puede trazarse más o menos recta desde su nacimiento hasta su futura muerte, pero por otro lado comenzaban nuevos puntos cero, nuevos alfa, que perfilaban el trazo de nuevas líneas en diferentes planos, cada uno de ellos sin contacto alguno con su vida anterior, como segmentos que no lo unían ni a su propia vida ni a la vida de otros. Cuando comparaba su vida con la de las personas que conocía; amigos o familiares, da igual; que continuaban con sus vidas en el mismo lugar, podía apreciar; a veces con cierta envidia, otras con desinterés, e incluso también a veces con desdén; que sus vidas respondían a cierto modelo de línea única, donde era posible unir por los puntos nacer, crecer, aprender, estudiar, tener novio o novia, trabajar, casarse, tener o no tener hijos o hijas, adquirir auto o no, tal vez casa propia, divorciarse, retirarse del trabajo, enviudar y morir o morir antes de enviudar. Al mismo tiempo H. viajaba, se sometía a las leyes del movimiento, donde empezar de cero en un nuevo lugar significa exactamente eso, como volver a nacer, donde el proceso de crecer, aprender, estudiar y conocer gente se repite incansablemente. El insumo de tiempo y energía que esto supone puede parecer sobrehumano, incluso para H. que debido a que sus nuevas locaciones han estado siempre conectadas a su trabajo, y de ese modo siempre se ha visto su vida material solucionada de antemano, sin tener que preocuparse más que de encontrar un apartamento de su agrado, el resto tan sólo se ha tratado de acomodarse y acostumbrarse a su nueva oficina, al diseño del edificio, al nuevo personal con el que le toca en suerte interactuar, a la forma en que la luz del sol ingresa por la ventana de su habitación, y no mucho más. Pero de cualquier modo hay algo que siempre le hace sentir a H. que vuelve a convertirse en una especia de bebé, al que por tamaño y años no se le permite berrear o patalear en caso de padecer hambre o molestia de algún tipo. Porque hasta el aire que entra y sale de sus pulmones es diferente, es decir, todo, una especie de síndrome de cambio de horario perpetuo. Una nueva dimensión. Cuatro, vuelve a repasar H.
Frente de sí la cabeza de la chica con su montón de placas de papel aluminio para hacer claritos parece ahora una azotea con paneles solares. La peluquera la deja entonces para que la tinta haga su trabajo, y mientras, comienza a atender a otra mujer que se encontraba esperando anteriormente. H. mira su reloj. Tiene tiempo. Se distrae mirando hacia afuera, en el cielo puede distinguir algunas nubes. Vuelve la vista hacia el interior de la peluquería. La nueva mujer a la que le están cortando el pelo parece ser una clienta habitual, de esas que se mueven como si estuvieran en su propia casa, que tutea a la peluquera mientras no para de contar su vida incluidos algunos detalles que podrían juzgarse tal vez de íntimos o indiscretos. Su interlocutora, fiel a una tácita tradición de los peluqueros y los bartenders, se atiene a hacer signos afirmativos mientras intercala preguntas sobre lo que la mujer desea, y como buena peluquera escucha sin valorar las palabras de quien le habla, cada tanto haciendo también alguna pregunta como para demostrar interés y avivar así las historias de sus clientes, algo que a ojos vista da placer a la mujer que se siente halagada por despertar interés con la información de su vida privada. Es sabido que las personas, aún cuando desacrediten al psicoanálisis, hacen de cualquier lugar su diván para echar fuera un par de cosas como si fuera lo más normal del mundo y luego así sentirse mejor, para el caso más aún, con renovada apariencia.
H. baja la vista y pasa unas páginas. Leer supone eso, pasar páginas de cuando en cuando. Antes de enfrascarse nuevamente en sus ideas echa una mirada a la adolescente, que masca chicle mientras se mira en el espejo como si únicamente existieran tres cosas en el universo: su cara, el espejo, y los paneles solares. Los papeles que cubren parcialmente sus cabellos le interesan por sobre todo porque de ellos dependerá su destino más próximo, pues esconden bajo de sí el secreto de su apariencia para los próximos días, tal vez semanas. Algo de vida o muerte entre sus pares, pues si el resultado es positivo, significará puntos, aceptación en el grupo, caso contrario, significará exponerse a las típicas burlas y torturas verbales de las que es capaz un adolescente.
En eso se ha transformado la vida de H., cuatro dimensiones por las cuales ahora transita. Porque cada nuevo sitio en el que le ha tocado vivir ha significado la construcción de un nuevo universo, un universo personal se entiende, pues cada vez que ha vuelto a nacer, el entorno ya estaba ahí con anterioridad, con su reglas y costumbres, y con sus formas de decir sí y de decir no. Pero los cuatro momentos, pues debemos incluir el actual, responden tan sólo a lo que para H. pueden ser vistos como tres posibles desenlaces. Para él esto quiere decir que él ha tomado alguna decisión sobre su propia vida, que existe algo que le permite explicar porque hoy está donde está, que existe un conjunto de razones que lo han depositado hoy en esa peluquería. El resto no cuentan, constituyen nudos que se esconden bajo la alfombra donde se acumulan las decisiones no tomadas. El problema en todo caso es que H. es uno solo, y que esas cuatro dimensiones coexisten en él, todo unido por la línea directriz. Hace un rato comenzó pensando en V. y en diferentes experiencias compartidas con ella, pero si piensa en otros momentos y en otros lugares y personas, por un lado la memoria se deja dibujar y se deja metamorfosear en aguafuertes, en tintas chinas, en polaroids, en fotocopias más o menos fieles de una realidad que alguna vez existió y que ahora sólo permanecen dentro de H. Pero por otro lado precisamente piensa él, qué pasa con todo ese conjunto de imágenes que vuelven a él pero que también están fuera de él, es decir, fuera de él, si es que alguien más las posee, si quedan en alguna suerte de registro por el que V., pongamos por caso, en algún momento recuerda algo de lo que H. está recordando ahora, si él es parte de la memoria de ella, o si tan sólo ha desaparecido como si nunca hubiera existido. Tras haber cambiado de lugar en más de una ocasión, tras haber interrumpido la comunicación con otras personas en sendas oportunidades y haber cortado así el hilo de Ariadna que lo une a ellas, esto tiene un papel importante. Porque al tener historias por acá y por allá donde las cosas se quedan a medio camino, con la mejor de las suertes atascadas en el nudo, la vida de H. parece destinada al olvido. Lejos de su familia y de quienes le conocen, ese grupo de potenciales supervivientes que se supone algún día asistirían a su funeral, y rodeado de un infinito número de desconocidos entre los cuales de cuando en cuando comparte un café o una copa, nadie, absolutamente nadie, sabe de él. H. toma conciencia del ser anónimo de su persona. Como Ulises pero sin cíclopes ni Polifemos que griten su nombre ni grandes aventuras para contar, H. se vuelve precisamente eso, nadie.
Pero ¿cuáles son realmente esos desenlaces que le permiten dividir su vida en cuatro momentos? Y, ¿pueden ser llamados así? ¿Qué es lo que convierte a un desenlace en tal? Si H. mira hacia atrás puede apuntar el haber querido tener en su juventud una experiencia allende fronteras, eso que justamente la gente da en llamar comenzar una nueva vida. Más tarde decidirse por otra ciudad dentro de ese mismo país, una ciudad ya conocida en viajes y a la que no fue como a la primera, que termina convirtiéndose en una figura del azar que se manifiesta como en realidad es una vez que uno lleva su vida adelante dentro de sus muros. Y finalmente B. Cuando H. piensa en B., y lo hace con mucha frecuencia, siente que fue una figura enviada para incrustarse en su vida y así descubrirle que la pasión es algo que puede existir aunque no lo sepamos de antemano y que no sólo es propiedad de los relatos o desde hace cierto tiempo también de las películas. Pero un día, B., que era un par de años más joven que H., le comunicó su deseo de hacer lo mismo que H. había hecho en su momento, es decir, que dejaba el país, su país y en el que por aquel entonces vivía H. Agregó que luego de reflexionar mucho sobre el tema había decidido anticiparse a la posibilidad de que H. quisiera acompañarla, y que quería marcharse sola. Ante tal determinación H. obedeció, pero de acuerdo con su forma de ver las cosas, esto constituía un desenlace para B., mas no para él, que no había formado parte alguna en el proceso decisorio, así que se quedó derrumbado por el peso de las interrogantes que suelen acechar a la víctima en estas situaciones, quedando sumergido en una profunda depresión. B. era una fuente de vida, y ahora el agua que salía de ella se le escurría entre las manos sin que él pudiera hacer nada por detenerla. Estuvo así durante ese periodo que dura hasta que uno sabe que no hay que buscar lo que no se va a encontrar, y decidió entrar en buenos términos con los por qué que lo perseguían por donde fuera. Hasta que un día se cansó de caminar solo por las mismas calles que lo hacía con B., de frecuentar todos esos mismos lugares que ahora no eran fuente sino de alfileres que se le hundían en la piel. Se hartó también de cruzarse con amigos que le preguntaban por ella, como si él fuera un diario o una emisora de radio con las últimas novedades sobre B. Entonces tomó la decisión de hacer las valijas una vez más, para dar con la ciudad en la que hoy lo tenemos, la que nos lo deja en esta peluquería a la espera de su corte de pelo, mientras se embarca en conversaciones con V., con B., con distintos amigos y conocidos a los que a veces puede ponerles nombre y otras veces no y que como espectros se presentan sólo de manera algo difusa, repasa los pro y los contra de abandonar el país con su familia, luego con otras personas en otros países, discute distintas posibilidades con las personas de su trabajo, algunos con los cuales aún mantiene contacto.
Pero la historia no termina ahí, porque también se imagina viendo a cada una de esas personas tanto en los entornos en que las conoció como en el presente que le toca vivir, esperando que de un momento a otro fueran a entrar en la peluquería y como graciosa casualidad que los uniera coincidieran allí, para pasar de las risas que esto pueda despertar a hablar de cualquier cosa con tal de matar el tiempo y de sentirse bien en mutua compañía, planeando donde tomar algo luego de la peluquería. La imagen más persistente es la de B., esa tercera etapa de su vida en la que creyó conocer la palabra plenitud. H. ya le ha perdido la pista, no tiene idea de dónde pueda ella vivir ahora, pero sin embargo se encuentra con ella en su ciudad, también en la ciudad donde se conocieran, y también se encuentran en la peluquería en la que por alguna traviesa razón está también V., todavía envuelta en el cuerpo de una chica de unos quince años, pero siendo al mismo tiempo esa chica que nada tiene que ver con V.
Así, de algún modo que H. no puede explicarse, a eso que llama la línea directriz de su vida se le suman fragmentos nunca vividos que alargan los segmentos reales que constituyen las diferentes etapas de su vida, y que le hacen sentir que vive múltiples vidas simultáneamente. Invierte su tiempo en la fabricación no buscada de nuevos sucesos, con el sólo propósito de dar con algo a lo que llamar desenlace, ese punto que le permita poner un punto final a cada historia y así pegarla a un inicio y a un nudo, empastarlos de tal modo que no sea posible unirlos de otra forma, a modo de explicación última y ello aún sin saber para qué necesita una explicación, pues tal vez la vida no sea más que eso, un montón de eventos que nos empeñamos en ordenar y clasificar, para luego encerrarlos bajo un título que nos permita contar las cosas como si existiera un orden primigenio tras ese telón que cae al final, o incluso antes, algo en lo que nos empeñamos y con lo que nos contentamos para justificar algo que tampoco sabemos qué es.
H. se pierde en esos mundos, se choca con las personas y los personajes de cada una de sus vidas, que a veces se confunden a su vez y en ese ir y venir uno se cuela y pasa a una historia que no le corresponde; sobre todo B., la ubicua B., y sobre todo ahora que ha vuelto a estar solo; pero H. sabe que predomina esa línea que permite que todas las demás se fusionen entre sí, o que incluso funcionen independientemente una de la otra, oficiando así quizá más como punto de fuga. Sabe que entre los múltiples H. hay uno que predomina; aunque la mayor parte del tiempo no tenga del todo claro cuál sí le consta que hay uno; y que cuando llegue el desenlace final, todos los H. que ahora vagan por diferentes lugares se resumirán en él, se volverán uno, y eso será lo que dará el único sentido a lo que verdaderamente es H., sin importar cuál sea ese sentido.
La peluquera se acerca, y con simpatía lo dirige hacia el sillón donde lo recuesta para lavar su cabeza. Antes coloca una pequeña toalla sobre sus hombros, y luego comienza a echar agua sobre sus cabellos. Le pregunta si la temperatura del agua está bien para él, y el mueve la cabeza tímidamente en señal afirmativa. Una vez puesto el shampoo las suaves manos de la peluquera comienzan a darle un masaje por el cráneo. H. se deja ir guiado por los movimientos circulares que lo adormecen. Olvida por un momento su pasado y las historias que se repiten una y otra vez sin principio ni final, tal como en los sueños. Sólo piensa que esa sensación de placer y tranquilidad le recuerda a algo de su infancia, algo indefinido y para lo que curiosamente no tiene ningún tipo de imagen. Eso lo reconforta. En ese momento, la peluquera termina el lavado y lo conduce al sillón que está al lado de la reminiscencia de V. Inmediatamente, H. le indica que quiere un corte así y así, y las tijeras comienzan a sisear a unos centímetros de su cabeza.

22/8/10

Sol-i-loquio

Por la ventana se filtran los últimos rastros del luminoso día, y con ellos va despertando la aurora de mi melancolía. Quizá sean el embrión de estas letras, pero, ay, escribir que uno duda es tan propio de otro que ya crece también la culpa por la inseguridad. Y así, otra semilla que crece.
Busco las palabras. Curiosamente encuentro manadas de ellas, enjambres de ellas, multitudes de ellas. Pero no son las que necesito, éstas se esconden detrás de las primeras como conejos en su madriguera, en el punto más alejado de la luz, mi lápiz que intenta trazarlas. Las palabras que no busco se agrupan, forman rocas cada vez más grandes, cada vez más duras, granito sólido que forma montañas. Entonces tomo el cincel y no busco dar forma a nada, en realidad quiero destruir, tirar abajo, para poder acercarme a lo que anhelo, esas tímidas, escurridizas, pequeñas palabras que se esconden detrás de esas sus monstruosas hermanas que todo lo tapan. Labor de Sísifo labrar la piedra que se reproduce. Mientras se forman ríos, crecen árboles, nacen animales, se forma un nuevo caos con su imagen especular el cosmos, todos conviviendo juntos, todos sabiéndose y odiándose sin saberlo, resistiendo cada uno a su manera, procurando no ser devorados por algún Saturno hambriento.
Sé que la búsqueda es mi destino, aunque mejor quisiera decir que tal vez lo sea. Es un problema, una vez que los mecanismos del pensamiento se disparan, sabemos que éste funciona, pero poco más. Vemos los engranajes como si estudiáramos un reloj, pero tan sólo para inventar una hora, un minuto, un segundo. Un momento que ya no existe y que no sabremos si existió, porque en todo caso quedará flotando sonriente en las costas de nuestra imaginación. Casi digo memoria, esa pequeña pérfida que nos define mientras nos clava sus puñales perpetuos por la espalda mientras nuestros ojos se fijan inocentemente en el porvenir, en lo por venir que nos encuentra desprovistos de inocencia alguna.
Mientras mi herramienta trabaja tan incansable como desconsoladamente, la pregunta se transforma, busca su identidad también, quiere encontrarse, definirse, dejar su paso marcado en la ciénaga que todo lo traga. Lo único que se va cincelando es un para qué inmenso y permanente. Comienza la sospecha, puede que se trate de un no distinguir el árbol del bosque, o a la inversa. A la postrer todo se trata de reorganizar, de juntar el polvo con el agua e ir moldeando la argamasa. Está ya allí y lo inventamos. Suerte de sutil paradoja, que una vez escrita, la leo y como por arte de magia deja de serlo. Puedo distinguir ahora el vórtice por donde todo entra y todo sale. Pero a riesgo de perder lo que estaba buscando, porque ahora no sé de qué lado buscar, no sé si sentarme a esperar a que la musa me bese la frente o si debo seguir empujando la rueda. Finalmente, mientras decido esperar, opto por empujar la piedra que a su vez talla callos sobre mis manos.
Las rocas, esos colosos, son mis miedos. Puedo adivinar tras de ellas también a algunos de mis fantasmas. Enfrentarse a ellos es la única tarea a la que puedo arrojarme. Quizá se trate de los consabidos molinos de viento, pero como el Hidalgo Quijano, Quijada, o como se llame ese señor, prefiero ser arrojado por las aspas y que mi cuerpo se consuma mientras las palabras que viajan en la maleta de mi mente se baten a duelo con mi verbo interior, ese que está antes de mí y que, gran frustración, nunca logro ni traducir ni convertir en palabra digna de ser llamada tal.

20/8/10

Algunas clases que me perdí

No sé por qué no me enseñaron que Salsipuedes y que Rivera, yo sé del Éufrates y el Tigris, Mesopotamia más famosa que la del Paraná y el Uruguay. Yendo por los ríos de la vida siempre descubrí junto con el Oscuro que nunca me baño siendo el mismo, hoy portando lágrimas faraónicas traídas especialmente desde el Nilo, que en su delta tuvo a bien crear una biblioteca y destruirla para que luego se escribieran infinitas bibliotecas sobre ella.
Puedo entender cómo comprar un ticket de tren en quince idiomas, pero no logro entenderme a mí mismo en ninguno. Me enseñaron a pronunciar la erre que erre y la ese y la zeta, la be larga y la ve corta, para que después cada cual las pronuncie afín a su capricho, pero no me enseñaron que un día iba a tener que viajar sin boleto de regreso por la sencilla razón de porque porque y porque. Ahora puedo pedir una cerveza en sendos idiomas y tratar de olvidar el detalle a la hora de dejar que mi cabeza navegue por los oscuros mares de mis sueños.
No me enseñaron a llorar a los muertos que cayeron a manos de los que pasaron antes que yo por el costado oriental del río Uruguay, pero reniego de estos últimos como de los que se dejaron seducir por los Stalin, Hitler, Custer, Pol Pot, Franco y amigos, textos repletos de biografías sobre ellos, sin tener cabal idea de quién pueda haber sido José Gervasio Artigas. A duras penas aprendí que lo que me querían decir es que la historia se puede contar como si no fuera algo que hicieran las personas, como un ente independiente, pues ya se sabe que la naturaleza no es responsable de nada, que reposa más allá del bien y del mal, llámese volcán, maremoto o tsunami. Y así, la historia galopa sobre las páginas de los textos oxidados como si otros, seres desconocidos a los que nadie llamaría antepasados, la hubieran puesto en práctica. Al conjunto le llaman tradición, que, en mi mala traducción, no significa otra cosa que traición.
No me enseñaron que al fin y al cabo todos somos personas, cada uno con sus mañas, y que estas mañas cuando populares, se llaman normalidad. Me mostraron el mundo como quien hace un paseo por los pasillos del Louvre, un gran edificio palaciego lleno de maravillas dignas de admirar, incluida la Venus desmembrada pero bien alimentada, hasta que un día vi como cargaban los restos irreconocibles de un ser sin carnes cuando la liberación de los campos de concentración, siguiendo sin entender como sus huesos lograban mantenerse unidos. Debe ser que falté a alguna clase de Anatomía también.
Al final me arrojé a los mares, pero carente de épica, me subí a las alturas en esas aves rapaces que cuando bajan te dejan en manos de centros de pérdida de la dignidad y la identidad, aunque claro, todo en pro de la propia seguridad. Allí todo se divide en control y centro de compras, y donde todos son víctimas de ser criminales en potencia. Pasada la prueba uno recupera la persona que era, o eso cree, y puede ir a buscar sus maletas, adquirir un perfume dudosamente más barato, y comer más caro. Ah, también hay baños, nada más práctico para después de un momento de estrés.
No me enseñaron que los buenos modales pueden ser tan sólo una seña de debilidad a los ojos del escrutador o del simple transeúnte de cualquier ciudad, cuando lo que mejor funciona es un simple codazo y sin disculpas (más bien como poniendo cara de eso te pasa por meterte en mí camino), pero por suerte en las horas de aprendizaje fuera del aula pude tomar algunas notas y evitar que me vendan algún que otro buzón, aunque ya tengo varios en mi haber y sé que inconscientemente tal vez procuro venderle alguno a otros desprevenidos, pero más por hacer lugar en mi vivienda que por hacer mal, ya que sumo tal vez demasiados bártulos de todo tipo, problemas, y cuentas, y olvidos, e historias sin terminar, y estrellas fugaces a las que se les ocurrió hacer un alto en el camino.
Creo que quiero abandonarme a los designios de la generación y la corrupción, quiero vivir mi vida geocéntrica y reposar mis huesos hasta que el determinismo o la casualidad decidan qué quieren hacer de mí y conmigo. Quiero convertir mi alrededor en una montaña del rey, y darme a pasear unos minutos como solía hacerlo el de Königsberg, que como por allí no brillaba el sol, tenía la delicadeza de pasearse todos los días a la misma hora para que las buenas gentes pudieran adivinar qué hora del día tocaba. No puedo prometer puntualidad, pero al parecer no se precisa ir muy lejos para aprender unas cuantas verdades sobre el planeta y sus habitantes.

3/8/10

Crónicas de H. (4)

El domingo bien podría ser un día insoportable para H. Pero no lo es, al menos no en su totalidad. Como el día que va mutando con su propio paso, al acercarse la caída del sol la tranquilidad, real o aparente de H., se va transformando en angustia. A la manera de los antiguos augures romanos que estudiaban el vuelo de las aves, H. ve en el color del cielo que va cobrando tonos más oscuros únicamente el presagio de lo que indudablemente terminará por convertirse en lunes. En un lunes más, porque nada especial pasa en ninguno de ellos si los miramos de a uno. Cuando nos alejamos y miramos el calendario que cuelga de una de las paredes de la cocina de H. podemos apreciar que los días pasados están tachados con una marca, una cruz que revela la invariabilidad de lo que cada uno es, el mero transitar del tiempo, nada más. Imaginar la transformación del futuro en pasado pasa por ver más cruces donde todavía no las hay. Es como si H. fuera un preso que contara los días de su pena, esperando salir de la cárcel que es su cuerpo. Cierta vez el propio H. leyó en un artículo que alguien realizaba esas marcas directamente sobre su piel, es decir, sobre las paredes de su celda. Para él basta con el calendario, porque hay muchos tipos de heridas, y las del cuerpo no le parecen las peores.
A determinada hora suenan las campanas de la iglesia que está en la esquina de su casa. Dichas campanadas cumplen una función, o bien suenan cada hora, o bien dan noticia a sus prosélitos de que el servicio está por comenzar. Antes también informaban de otras cosas, por ejemplo, en tiempos de guerra anunciaban la aparición del enemigo sobre la línea del horizonte, y por lo tanto eran señal de peligro, de ir a buscar o bien refugio o bien resguardo tras la muralla para presentar batalla. Debajo del campanario, la torre de la iglesia ostenta un gran reloj. Inconscientemente, cuando H. sale a dar su paseo dominical, es lo primero que mira. Ahí están, las agujas, señalando el momento cero de su salida, confirmando que es la mañana y que siendo aún temprano, sus pasos resonarán repitiendo su propio eco, haciéndole creer que forma parte de una multitud que marcha en dirección al centro de la ciudad.
Su casa no queda exactamente en el centro mismo de su ciudad, pero está a una distancia que, al menos H., encuentra factible de hacer a pie. Y eso es lo que hace casi cada domingo, aunque no siempre en la misma dirección. Caminar le proporciona a H. una sensación distinta acerca de su ilimitada soledad. El andar brinda realidad a la afirmación de aquel filósofo griego de anchas espaldas, que sostenía que el pensamiento no es sino el diálogo del alma consigo misma, y que luego los peripatéticos transformaran en movimiento mismo, dialogando a la par de caminar de a dos, tal vez de a tres, en una dirección y luego en otra. Más reciente y tal vez romántica resulta la imagen del pensador solitario que se interna en los bosques para perderse en la inmensidad de su reflexiones, tal vez en la Engadina, esa región de altas montañas que sólo parecen propiciar meditaciones profundas.
H. no es un filósofo ni un pensador, está lejos de revestir tales características, pero puedo afirmar sin temor que su situación supone algunas similitudes, y así, él se permite una pequeña enajenación, desdoblándose para conversar con él mismo, al menos en esa parte del trayecto donde no se cruza prácticamente con persona alguna.
Hoy lleva instalada cómodamente la imagen del reloj de la iglesia. Cada tantos metros se cruza con otra iglesia que porta un reloj más o menos similar. En algunas ocasiones mira de forma inconsciente su propio reloj pulsera, como si se tratara de un efecto, como si el doctor le diera en ese mismo instante un golpecito seco en la rodilla y su pie se levantara sin pedirle permiso. Pero el reloj que cubre su muñeca izquierda es el reloj de todos los días, es por tanto el reloj de los lunes, y por eso en cuanto cobra conciencia de ello abomina de clavar sus ojos en sus agujas como antes aquellos que abandonaron Sodoma debieron abominar de mirar atrás. Pero el reloj no es Sodoma, y así H. puede proseguir su paseo sin convertirse en una figura de sal.
H., aún sin ser filósofo, como ya dije, cree con San Agustín que si le preguntan qué es el tiempo, no lo sabe, y que cuando no se lo preguntan, lo sabe. Sin embargo, la omnipresente imagen del tiempo en sus pensamientos es siempre la del reloj de agujas. No se figura nunca que un reloj pueda simplemente mostrar números. Un día alguien le regaló uno de esos relojes. Hoy está en su mesa de luz, porque el diseño le permite reconocer la hora en las contadas ocasiones en que se despierta a horas intemporales de la noche, y quiere saber si vale la pena regresar a la cama luego de visitar el baño, o si ya conviene quedarse levantado.
Las agujas; la de las horas, la de los minutos, la de los segundos; son para H. como agujas de coser que giran cada una a su ritmo mientras se van clavando en él, bordando sobre su piel el paso del tiempo. Una más lentamente, otra más rápido, y la tercera aún más rápido, van produciendo un surco como si del de la siembra se tratara, y el reloj no fuera más que un buey que sobre la dermis va dejando una costura de ampollas tras de sí. El dibujo que se va formando recuerda a un tatuaje. H. tiene por certeza que nada asegura que ese tatuaje un día estará terminado, sólo sabe que cuando lo esté, será la señal de que él ya no paseará más los domingos entre los relojes que cuelgan de las torres de las iglesias.
Cuando piensa en otros relojes H. se da cuenta de que la imagen de la aguja se repite, en el reloj de arena, en el de agua, en el de sol. Puede suponer que algo se llena, como en los dos primeros, pero para que luego se vacíe y vuelva a llenarse, señal sí quizá de los ciclos del día, de la noche, de la vida, y como también suele verse, de lo efímero del paso por la tierra. Pero él lo que siente, con cada grano de arena o con cada gota de agua que cae, es que algo se mete en su piel, y eso le despierta una interrogante particular, porque no sabe qué significan ni la parte llena ni la parte vacía, en un intento vano por buscar una respuesta, tal vez una moraleja o una parábola sobre el significado de su propia vida.
Más le agrada el reloj de sol que cada vez en uno de sus recorridos puede apreciar cuando pasa por delante de una antigua casa que tiene uno en la parte superior de su fachada. Si bien los rayos del sol y el propio estilo del reloj le recuerdan esas mismas agujas, le atrae la sombra que se va posando sobre los distintos dibujos arabescos que señalan el momento del día que representan. La sombra como representación de sí mismo. A veces más larga, a veces más densa, a veces más fina. Es en esa zona más oscura donde H. encuentra su lugar, las dagas con su tan reconocible sonido de tictac que le cuentan los segundos que osa posar los pies sobre la tierra ya lo tienen acostumbrado a sus heridas, pero esa oscuridad entre la luminosidad del día es para él como si de una imagen especular se tratara, y en la que de algún modo pudiera sentirse reflejado.
Esto no lo entristece, por el contrario, le produce la satisfacción que sólo una revelación puede procurar, y se conforma con cobrar conciencia de ello. Puede ser un consuelo de tontos, se dice, cuando mira a las personas a su alrededor; pues ya está en la zona céntrica de la ciudad; y ve cómo éstas no sólo no miran reloj alguno, sino que se tapan los ojos para no ver el dibujo que el tiempo, a la manera de una hilandera persa, va disponiendo sobre ellas.
Repentinamente, de entre ese mar de gente que disfruta del sol, de la arquitectura de la ciudad, que se toma fotos que mostrará a sus seres queridos una vez de regreso a sus respectivos países, asoma un conocido de H. Se saludan, todo es tan rápido que H. no tiene tiempo de pensar que su soliloquio se ha visto interrumpido de esa forma salvaje, y así pasa con total naturalidad a conversar de otros temas, mientras ambos se pierden por las callejuelas menos pobladas, comentando casi al pasar que mañana será lunes.

La pregunta por el sentido de la vida

"Lo que de verdad necesitamos es un cambio radical en nuestra actitud frente a la vida. Debemos aprender por nosotros mismos, y también enseñar a los hombres desesperados que en realidad no importa que no esperemos nada de la vida, sino que la vida espere algo de nosotros. Dejemos de interrogarnos sobre el sentido de la vida y, en cambio, pensemos en lo que la existencia nos reclama continua e incesantemente. Y respondamos no con palabras, ni con meditaciones, sino con el valor y la conducta recta y adecuada. En última instancia, vivir significa asumir la responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a las cuestiones que la existencia nos plantea, cumplir con las obligaciones que la vida nos asigna a cada uno en cada instante particular.
"Esas obligaciones y esas tareas, y consecuentemente el sentido de la vida, difieren de un hombre a otro, de un momento a otro, de forma y manera que resulta imposible definir el sentido de la vida en términos abstractos. Jamás se podrá responder a las preguntas sobre el sentido de la vida con afirmaciones absolutas. "Vida" no significa algo vago o indeterminado, sino algo real y concreto, que conforma el destino de cada hombre, un destino distinto y único en cada caso particular. Ningún hombre ni ningún destino pueden compararse a otro hombre o a otro destino. Tampoco se repite ninguna situación, y cada una reclama una respuesta distinta. Una situación, en ocasiones, puede exigirle al hombre que construya su propio destino realizando determinado tipo de acciones; en otras, le reportará un mayor beneficio dejarse inundar por las circunstancias, contemplarlas y meditarlas, y entresacar los valores pertinentes. Y, a veces, la existencia demandará del hombre que sencillamente acepte su destino y cargue con su cruz. Cada situación se diferencia por su unicidad irrepetible, y para cada ocasión tan sólo existe una respuesta correcta al problema que se plantea."


Viktor Frankl
"El hombre en busca del sentido"
Herder, Barcelona, 2004, pp. 101-102.

der Held / El héroe

"Nennen wir unseren Mann, den Helden dieser Geschichte, Keserü. Wir denken uns einen Menschen und dazu einen Namen. Oder andersherum: wir denken uns den Namen und dazu einen Menschen. Obschon wir das alles auch lassen können, weil unser Mann, der Held dieser Geschichte, auch in Wirklichkeit Keserü heißt."

Imre Kertész
"Liquidation"
Suhrkamp Verlag 2003, Frankfurt am Main, Seite 9.

Llamemos a nuestro hombre; al héroe de esta historia; Keserü. Nos imaginamos a una persona y con ello un nombre. O dicho a la inversa: nos imaginamos un nombre y con ello a una persona. Aunque también podemos dejar todo eso, porque nuestro hombre; el héroe de esta historia; en realidad también se llama Keserü.

24/7/10

Postales muniquesas II - Una Ronda entre Cafés y Cervezas*

Tomo el laptop y me subo con él al tranvía, voy al centro de Munich a buscar alguna terraza donde poder escribir este texto. Es primavera, y Munich se viste de Biergarten, donde la gente disfruta al aire libre del por acá llamado “alimento líquido”, la cerveza, en particular la de trigo, o un Radler (cerveza con limonada), o un Apfelschorle (jugo de manzana con agua mineral). La vida bajo los rayos cada vez menos tímidos del sol se traslada a la calle, el silencioso frío invernal queda atrás y todo es bullicio. Los cafés no son la excepción, junto con los jardines de cerveza son la otra institución social de la ciudad. Como en otros tiempos lo hicieran Thomas Mann, Frank Wedekind, Bertolt Brecht, los artistas del movimiento “Der blaue Reiter” como Kandinsky, Marc, Macke, Münter o Klee, encuentro un lugar en el centro de la ciudad relativamente tranquilo, desde donde ordeno mi bebida y puedo teclear sin perder de vista el movimiento humano. El mercado central; conocido bajo el nombre de Viktualienmarkt (Mercado de Vituallas); muy a pesar de su locación estratégica no es lamentablemente el escogido para abocarme a la tarea por haberse transformado en un punto de atracción turístico, así que no puedo verme rodeado de los puestos con miles productos típicos de la zona, o de las pequeñas estatuas que decoran su plaza, entre las que destaca la del gran humorista local Karl Valentin, que es admirado como un héroe y a sus pies siempre pueden verse flores que los locales le ofrendan. La talla del personaje puede intuirse tomando en cuenta el museo hecho en su honor y es muy peculiar, se encuentra en la parte superior de una de las tres antiguas puertas de acceso a la ciudad antigua que se conservan, y para dar nota del tipo de humor que practicaba, antes de entrar puede leerse que las personas de más de 99 años que concurran acompañadas de sus padres tienen su entrada gratuita. El reloj que ostenta la puerta, que por estar sobre el Isar, el río que atraviesa la ciudad, lleva el nombre de Isartor, tiene su sistema invertido y sus agujas giran en sentido contrario al habitual, porque dicen que en Munich las horas pasan de otro modo, y puede que así sea.
Decido continuar mi tránsito, dejando que sea la propia ciudad la que inspire lo que voy escribiendo, así llego a la Odeonsplatz, fiel reflejo de lo que es hoy la ciudad en relación con su historia: la imponente iglesia de San Cayetano, de estilo italiano y con fachada amarilla; color que luego se impusiera en la arquitectura de toda la región; convive con la Residencia Real que guarda las joyas de la corona del reino de Baviera; con un pequeño parque entre los tantos que dan verde a la ciudad y en el que los viernes durante el verano y bajo El Templo de Diana se dan cita para bailar grupos de seguidores del tango; con una tradicional confitería donde puede saborearse la exquisita repostería local; y con el Feldherrnhalle (La Logia del Mariscal) infaustamente famoso por haber sido el sitio donde Hitler llevó a cabo el famoso Putsch de Munich de 1923. Desde ese punto además nace lo que primero es la Ludwigstraße y más adelante la Leopoldstraße, una avenida que conduce al pasado más oscuro de la historia reciente, y donde hasta es posible todavía figurarse el redoblar de los tacos de las tropas nacionalistas que desfilaban por allí. Pero hoy esa avenida lleva al hermoso barrio de Schwabing, luego de pasar por la Universidad Ludwig-Maximilian, con su recordatorio a Sophie Scholl y el movimiento de la Rosa Blanca, un grupo de estudiantes alemanes que se levantaron contra el régimen nazi y fueron ajusticiados con la guillotina. Zambullirse en el barrio de Schwabing es conocer la parte tal vez más bohemia de la ciudad, debido a la universidad está poblada de jóvenes estudiantes, y está repleta de cafés, de restaurantes, de anticuarios, de tiendas y sobre todo de librerías de segunda mano donde es posible encontrar joyas muchas veces a precio de verdadero regalo, también es donde se concentran los diseñadores emergentes o simplemente las tiendas vintage. Pero no deja de ser Munich, y todo luce nuevo, con autos muy costosos que bordean las calles y sugieren un contraste interesante con la espléndida arquitectura que el Jugendstil (el Modernismo alemán) obsequió a la ciudad, con sus fachadas originales y en algunos casos llenas de diseños y de colores.
La pausa no se hace esperar y el mejor lugar para sentarse un momento es el Alter Simpl, la emblemática taberna que aglutinara a los intelectuales que dieron vida a la prestigiosa y satírica revista Simplicissimus que funcionó entre 1896 y 1944. Esa taberna contrasta con la forma en que la cultura es ofrecida hoy por la ciudad, de un modo muy institucionalizado y tras grandes edificios, tal el caso de la Literaturhaus, la Amerikahaus, o el Gasteig, un gran edificio moderno y no muy bonito por fuera pero que alberga y organiza muchas de las actividades culturales que hay en la ciudad, sede de la Filarmónica local, de la Biblioteca Municipal, y de la Volkshochschule (conocida en español como Universidad Popular) donde por bajo costo pueden hacerse todo tipo de cursos, al punto que podría decirse que la imaginación es el límite. Allí anualmente pueden apreciarse festivales de cine también, entre los que destacan el Latinoamericano, y como el pasado año, el que se dedicó al cine de Uruguay. A escasos metros, y al lado del Müllersches Volksbad, baño municipal que en su momento fuera el más moderno de Europa y que aún hoy funciona y es otra maravilla del Jugendstil, se encuentra el Muffathalle, lugar algo de culto al que acuden bandas internacionales, y visitado ya varias veces por artistas uruguayos entre los que destaca La Vela Puerca, que cuenta con muchísimos seguidores no sólo acá en Munich, sino en otras varias ciudades de Alemania.
Baja el sol y hay que elegir un nuevo destino para terminar el día. Es un secreto a voces que Munich, mundialmente conocida como centro financiero e industrial, es también la ciudad “rosa” de Alemania, y el barrio que concentra a la población gay es el de Glockenbach, que por la noche es sin duda también el barrio más alegre de la ciudad y por tanto la mejor elección, donde uno puede entrar en contacto con las últimas tendencias, la gente es más arriesgada en el vestir, y la tranquila vida cultural que durante el día nos recuerda a los artistas antes mencionados cambia por los restaurantes alternativos, los bares donde suenan ritmos electrónicos, y los clubs donde pueden escucharse las nuevas bandas de música alemanas.

* Artículo publicado en la Revista Guita, a quienes estoy muy agradecido, en su número 4 de mayo 2010. El acceso directo a la revista:

22/7/10

Crónicas de H. (3)


Como quisiera escribir una canción
que me volviera otro
o yo mismo tres años mejor
Eduardo Darnauchans


La vida que lleva H. no es solitaria, podría mejor decirse que se trata de la vida de un ser solitario. Ahora es más fácil no ya intuirlo, sino identificarlo, comprobarlo. El paso de los años, tal como los anillos de un árbol permiten reconocer su edad, señala la profundidad de su soledad. No son arrugas, se trata de otra cosa, casi como si hubiera pasado mucho tiempo a la intemperie en una zona desértica y el viento hubiera depositado sobre su rostro los finos granos con que obsequia a quienes se introducen en su territorio.
Ahora está solo, pero no siempre fue así. Cuando aún vivía en su país de origen tuvo sus primeros roces de labios de adolescente, algo casi impensable considerando su introversión, pero que atraía a algunas chicas que querían descifrar lo indescifrable detrás de su falta de gestos. También tuvo su amor de juventud, pero esa es otra historia para ser contada en otro momento. Hoy importa más el ahora de H., aunque él mismo no lo quiera admitir, y aunque el ahora sea una palabra fútil que no existiría si no pudiéramos rememorar o proyectar o soñar.
La ciudad en la que está lleva vestido primaveral, el sol se filtra entre las ya existentes hojas de los árboles y tiñe todo de contrastes dorados y verdes profundos, las fachadas de los edificios históricos parecen espejos que reflejan los rayos del sol en todas direcciones, y las personas comienzan a ocultar sus ojos detrás de infinitos pares de lentes de sol.
H. practica la vieja costumbre de sentarse en un café a dejar que pasen las horas. Luego de pedir su bebida, un café igual al que tomaba en su ciudad natal pero que en este lugar insisten en denominarlo con palabras italianas, se acomoda y lanza una mirada a su alrededor. Está en la terraza del café, sobre él se yergue una sombrilla que impide que el sol lo ataque. Duda un momento sobre si dedicarse al diario que está sobre su mesa o dejar que la tranquilidad del entorno se mezcle con su análisis de lo ocurrido durante el día, para que lentamente oficie de exorcista, y el día laboral quede fuera de su cuerpo y de su alma. Cada imagen que se filtra a través de sus retinas parece una instancia de la sangría con sanguijuelas como las que antes utilizaban los médicos para quitar los malos humores de sus pacientes. Dos mujeres conversando distendidamente, un padre atando los cordones de su pequeño niño, los sonidos entremezclados que le llegan desde un parque cercano, todo y cada cosa van quitando a H. de sus horas anteriores para dejarlo donde realmente está, solo ante su café.
Cuando pasa una chica luciendo un vestido floreado, H., que ya iba a dirigir su mirada hacia otro lado como si no hubiera boyas que indiquen hacia donde dirigir la barca en el mar de la realidad circundante, vuelve sus ojos y de repente siente lo contrario, no que la nueva imagen contribuya a borrar de su mente las últimas vivencias, sino que lo transporte a otras anteriores, muy anteriores.
Años atrás H. tuvo una relación con una mujer que en primavera vestía un vestido muy similar al que ahora tiene delante de sus ojos, o al menos lo hizo durante dos o tres años. Él hacía poco tiempo que vivía en su nuevo país, mientras que ella era de allí, aunque de otra ciudad. Eran jóvenes, y todo era fresco para ellos. Dos personas que vienen de diferentes lugares tienen para sí todo nuevo, el pasado es sólo literatura, un cuento con el que cada uno puede amenizar los encuentros, aún cuando se trate de malas experiencias. Como en una sesión de psicología, sólo puede conocerse al otro a través de sus palabras, no se tiene otra información.
Por otro lado estaba el propio tema del lenguaje, aunque H. lo dominaba ya desde su llegada, el idioma vivo al comienzo lo avasalló, con sus códigos propios de comunicación que van mutando en el tiempo, tratando de identificar cuándo realmente debía apostar por la formalidad o la informalidad, captar los matices suficientemente bien para reír en caso de que fuera humor, enajenarse al mismo tiempo de su propio idioma y pensar y sentir en otro, para no parecer descortés o demasiado cortés o no suficientemente cortés o cortés pero en una situación inapropiada, acompañar sus propias palabras con los movimientos y los gestos adecuados, en definitiva, convertirse en otro sin dejar de ser él mismo. Una batalla perdida, porque pronto descubrió que toda su vida se había tratado de lo mismo, sólo que por esa época, su adaptación al nuevo universo lo ayudó a notarlo.
Ella fue no sólo una gran ayuda en esa época, sino también un gran consuelo. Los que hayan decidido vivir en otras tierras probablemente entiendan lo que esto último pueda significar. Pero en cierto momento H. detectó algo que comenzó a molestar su sueño. Si bien su apariencia en el nuevo país no señalaba a las claras que fuera extranjero, por momentos ni siquiera su forma de hablar, en su entorno más cercano; y su entorno más cercano tenía como cenit a su pareja de vestido primaveral floreado; podía ver que era una suerte de elemento exótico, o al menos que cierta dosis de exotismo jugaba un papel importante en lo que a él respecto de los demás atañía. Esto no era algo negativo en sí para él, pero sí la intranquilidad de no poder saber qué porcentaje de ello había. Cuando hablaban, cuando iban al cine, cuando se reunían con amigos – los amigos de ella por sobre todo porque era de los dos la única que por ese entonces podía tener amigos –, cuando comían, cuando se acostaban y cuando hacían el amor, llegaba un punto en que él no podía descifrar que era lo que podía ser interesante o atractivo para ella, si lo que simplemente une todos los días la vida de dos personas o si cada acción en su mínima expresión tenía un componente de diferencia que pudiera adjudicarse a que él venía de otra parte, y que en ello consistiera todo. Una escritor una vez tituló uno de sus libros con la frase la vida está en otra parte. Creo que eso define bien lo que por aquel entonces H. sentía, y debo agregar que aún hoy siente, luego de años de absorber la vida en el nuevo sitio y de haber adquirido casi diríase que por ósmosis las prácticas y costumbres e incluso muchas de las manías y fobias de su nuevo hábitat. Él mismo era una representación, un enviado especial, un estigma caminante de que la vida sí está en otro lado. En otras palabras, cuando H. llevaba sus pensamientos al límite, no podía dejar de verse a sí mismo como un chimpancé de laboratorio, donde cada cosa que hacía era respondida con total naturalidad, pero por detrás no era más que una mímica que escondía el simple afán de descubrir el comportamiento de un ser procedente de otro nicho.
Esta situación lo fue aislando, por supuesto, cada día era como colocar una nueva piedra sobre su propia torre de Babel, donde las diferentes lenguas que lo separaban del resto eran precisamente las que no se hablaban, las que acompañan al lenguaje por detrás del telón que subimos con cada salida del sol.
Su mujer, a la que hay que decir que quería mucho, intuía que no todo funcionaba bien, no sólo era rica en inteligencia, sino que su poder intuitivo hacía honor a su ser femenino. Ambos se querían, de esa forma en que no podemos imaginarnos sin el otro, pero sobre todo en que no podemos dormir sin el otro, ese momento que algunos consideran de debilidad, pues nos dejamos ir mientras nos invaden los sueños y donde estos pueden comulgar y mantener la unidad diurna en nuestro universo inconsciente, algo que puede ser más puro y sin duda más interesante que la posibilidad de compartir mil copas para dejar que sea la desinhibición del alcohol lo que nos acerque.
La torre continuaba su ascenso, no se sabe quién subía con ella o quién permanecía abajo, en las relaciones eso nunca está claro. Incluso puede que hubiera dos torres, cada uno en la suya, que es lo más probable.
El momento de revelación para H. llegó cuando todo eso que había acumulado durante todo ese tiempo, esa gran configuración de situaciones, acciones, imágenes, es decir, la vida de los últimos años en su totalidad, no se trataba más que de lo que él mismo sentía, él era el que había estado llevando adelante el experimento, él era el que había estado viendo algo exótico en todo, en su mujer, en su entorno, en los demás, y hasta en su percepción de él mismo, porque todo había pasado a ser nuevo y diferente, que es más o menos igual a decir que era lo mismo. Esto fue para él como pasar de observar con el microscopio al telescopio. Ahora veía toda la constelación, incluido él y las estrellas y los agujeros negros, y se dio cuenta que había sido víctima de un engaño, de su propio engaño. No podía culparse ni culparla a ella, que quizá, tras el desgaste que toda rutina produce, tal vez hubiera arribado a similar descubrimiento, porque al fin y al cabo, llega un momento en que no hay más remedio que darse cuenta de que lo que tenemos delante es un ser humano, ni más ni menos, con todos sus vicios y virtudes. Y en ese momento una voz nos dice sin engaños si seguimos o no.
Con el tiempo cada uno fue asumiendo que no, como quien acepta que el destino está impreso en un libro que ocupa un anaquel de una librería con la que nunca hemos dado, y las disputas de los primeros tiempos que terminaban muchas veces con fogosas reconciliaciones; fogosas sobre todo por parte de ella, ya que H. nunca fue muy demostrativo con sus pasiones; ya no pasaban de ser pequeños intercambios de argumentos en pro y en contra hasta que la situación quedaba subsanada. Un día, con pocas palabras pero más que suficientes, decidieron separarse, intentado no echarse mutuos reproches a fin de darle la dignidad que esos años juntos habían tenido, y no como una mala inversión que los dejaba mal parados de cara al futuro. Porque secretamente ambos sabían, al menos él, que el futuro era lo que se terminó convirtiendo en su presente. Mantuvieron contacto durante algún tiempo, hasta que también quedó claro que no se debían obligación alguna, y que en todo caso, la comunicación forzada podía terminar volviéndose una burla impuesta por las buenas costumbres sociales, una bofetada a esas noches en que ambos supieron compartir sus sueños. Así que antes de que las cartas comenzaran a tener pausas cada vez más prolongadas entre una y otra, y de que las llamadas telefónicas se poblaran de silencios más extensos, acordaron tácitamente dejar que fuera únicamente el destino el que los dejara cruzarse alguna vez.
H. se da cuenta de que lleva unos segundos con los ojos cerrados. Los abre y es como si se despertara, y el fuerte resplandor que aún impera lo ciega un poco. Cuando puede distinguir con más claridad las imágenes que bailan a su alrededor, ve a lo lejos la figura de la chica que lo llevó a navegar por otros tiempos, y que ese viaje al pasado fue lo que en definitiva lo alejó del día que quería dejar atrás. Sorbe lo que resta de su café, coloca el diario bajo su brazo derecho, y camina en su dirección.